Viernes, 25 de mayo de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
25 de mayo. Aun cuando más de una biografía intente reparar de alguna manera el olvido al que se condenó la participación de las mujeres en las históricas luchas revolucionarias, ellas estuvieron allí no sólo como excepción, sino como motores de una línea de acción incluso más radical que la de sus compañeros.
Por Veronica Engler
”Dar la vida por la patria/ es hazaña de más fama/ que llevado del amor/ dar la vida por su dama”, rezaban los versos anónimos que circulaban por las calles de la Buenos Aires colonial los días previos a la Revolución de Mayo –que desembocaría en la formación del primer gobierno, independiente de la metrópoli española, del país que luego sería Argentina–.
Los varones, por supuesto, eran los abanderados indiscutibles de la gesta independentista. Las chicas, en todo caso, participaban sin nombre propio, cosiendo banderas o arrojando aceite caliente desde las azoteas cuando las tropas reales se abalanzaban contra la insurgencia criolla.
Sin embargo, aunque pocos lo vieran por ese entonces, el levantamiento del 25 de mayo de 1810 tuvo su inspiración más directa en la asonada chuquisaqueña que justo un año antes había comenzado a resquebrajar el poder virreinal en la región del Alto Perú (que correspondió aproximadamente al territorio de la actual República de Bolivia). En esa insurrección primigenia de 1809 –precedida por decenas de levantamientos indígenas cruentamente reprimidos– tuvo su bautismo de fuego una de las más aguerridas luchadoras por la independencia latinoamericana: Juana Azurduy, una heroína que supo estar al frente de un ejército de indias, mestizas y criollas –apodadas las Amazonas– dispuestas a dar la vida por la liberación de sus pueblos del yugo español.
En su libro Juana Azurduy y las mujeres en la revolución Altoperuana, la historiadora Berta Wexler –del Centro de Estudios Interdisciplinarios sobre las Mujeres de la Universidad de Rosario– demuestra que las mujeres condujeron y participaron en acciones de guerra, discutieron estrategias y asumieron consecuencias como la tortura y la muerte.
De acuerdo con la tesis que abona Wexler, hasta no hace tanto, el rescate de estas guerreras se realizó mediante dos operaciones: o se les atribuía cualidades, destrezas y sentimientos masculinos; o se las relacionaba forzadamente con la maternidad, de manera que se resaltaban sus capacidades reproductivas y se ocultaba solapadamente el rol político que estas mujeres jugaron. Por ejemplo, en Bolivia se festeja el Día de la Madre el 27 de mayo, fecha en que las Mujeres de Cochabamba, en 1812, participaron de un asalto al cuartel general en la ciudad ante un ataque de tropas reales en el cerro de la Coronilla. Eran treinta mujeres del sector popular –mestizas e indias– a las que el militar español José Manuel de Goyeneche dio la orden de matar como represalia.
“Este colectivo de mujeres se desempeñó en los contextos público y privado de una manera que resultó novedosa para sus contemporáneos. En las luchas por la independencia se rompió con los cánones de la organización social de género de la época”, destaca la investigadora.
“La historiografía, como muchas disciplinas, ha estado construida bajo categorías analíticas androcéntricas. Es el hombre el centro y el eje sobre el cual giran, avanzan y se explican los sucesos históricos. Es el hombre quien protagoniza y le da importancia al desarrollo de la humanidad”, reconoce Martha Noya Laguna –directora del Centro Juana Azurduy, en Sucre, Bolivia– en el prólogo a la edición boliviana del libro de Wexler. “Los historiadores han logrado que el imaginario social asocie los hechos históricos importantes con el ‘hombre’, no sólo en un sentido biológico, sino enmarcado dentro de un concepto cultural y de género.” Es habitual leer en documentos que contienen información sobre las luchas emancipatorias de América del Sur que las mujeres luchaban con “virtudes sensibles”, mientras que los caballeros eran los que tenían “profesionalismo militar”.
Los bronces de las plazas argentas y los libros de texto que todavía se utilizan en clase son un claro ejemplo de esa historia oficial, contada en masculino y jalonada sólo por las acciones heroicas de algunos varones. “Parecería que siempre estuviéramos embarazadas, pariendo o cocinando”, sintetiza la historiadora Fernanda Gil Lozano, integrante del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y coautora de Historia de las mujeres en Argentina (Alfaguara).
Para conformar una renovada historia social argentina, Gil Lozano considera imprescindible resituar a las mujeres, deslizarlas desde el lugar marginal al que fueron confinadas en los relatos tradicionales hacia el centro de la escena. Esta operación tiende no sólo a hacer visibles a las mujeres sino también a elevarlas a la categoría de sujetos dignos de la Historia, “entendida como un relato global que, aunque heterogéneo y complejo, pueda dar cuenta de los diferentes sectores que formaron en el pasado a la sociedad argentina, sin connotaciones androcéntricas ni prejuicios sexistas”.
La participación de las mujeres en situaciones de guerra o enfrentamientos bélicos en muchos casos estuvo vinculada con el apoyo a familiares, garantizando la logística militar y haciendo conexiones como emisarias o espías. Estas modalidades, determinantes en un momento dado, no sólo no fueron valoradas, sino que no fueron recogidas, analizadas e incorporadas a la historia.
“Nuestra línea museológica es crítica de la historiografía oficial que registra sólo a mujeres excepcionales”, asume Graciela Tejero Coni, una de las integrantes del Museo de la Mujer de Argentina. “Con esta actitud encubren, por un lado el papel subordinado y de discriminación del conjunto de las mujeres en la sociedad, y por otro que en los momentos clave no fueron una ni dos mujeres sino un colectivo de ellas las que participaron e hicieron posible los históricos cambios sociales.” Claro que Tejero Coni no niega que hay, hubo y habrá “mujeres excepcionales”, entre las que destaca a Martina Céspedes, una de las grandes luchadoras en el proceso independentista, cuando ocurrieron las invasiones inglesas en 1806 y 1807. “Una historia menos conocida fue la de Manuela Pedraza, tucumana que le quita el fusil al invasor inglés y por tal motivo va a ser nombrada subteniente de infantería –agrega Gil Lozano–. También otra mujer pensante y sabia fue María Magdalena Güemes, operadora política de su hermano Martín.”
En la misma línea que Tejero Coni, Cecilia Merchán, del Programa de Fortalecimiento de Derechos y Participación de las Mujeres del Consejo Nacional de Políticas Sociales, destaca: “La colaboración de mujeres campesinas e indígenas con los guerreros patriotas, proporcionando albergue e información sobre los movimientos de las tropas realistas y trabajo para mantener las cosechas durante la guerra constituyeron elementos sustanciales en favor de la causa de la independencia, muchas veces olvidados por la historiografía oficial”.
Merchán es la encargada de coordinar en 15 provincias argentinas la cátedra libre Juana Azurduy –que se desarrolla en la Universidad de las Madres y en universidades nacionales–. “Elegimos el nombre de Juana Azurduy para este programa porque creemos que sacar del anonimato a las mujeres que marcaron nuestra historia es fundamental para poder avanzar en el reconocimiento actual de la participación de las mujeres en la vida social y política argentina. Y porque ella fue parte de una lucha que aún hoy libramos: la de la independencia latinoamericana”, interpela.
La historiadora Lucía Gálvez observa en Las mujeres y la patria (Ed. Punto de Lectura) que para la época en que el fervor revolucionario se contagiaba aceleradamente por el sur de América, las mujeres tuvieron mucha más libertad de movimiento y opinión que hacia fines del siglo XIX, cuando las posiciones más conservadoras ganaban terreno en los gobiernos de la región.
Las damas de mejor posición económica donaron dinero y joyas para comprar armas, y también prestaban sus viviendas para reuniones de las que participaban a viva voz. “Los más célebres salones de la época fueron las casas de Ana Riglos, Melchora Sarratea y Mariquita Sánchez de Thompson –cuenta Gil Lozano–. Otro living importante, donde se cocinó la revolución, fue el de Casilda Igarzábal de Rodríguez Peña, que entre 1804 y 1810 reunió una de las primeras sociedades secretas de la emancipación americana, el llamado Partido de la Independencia, que integraron Juan José Castelli, Nicolás y Saturnino Rodríguez Peña, Manuel Belgrano, Juan José Paso y Martín Rodríguez entre otros.”
Fueron muchas y variadas las acciones en las que participaron mujeres de orígenes diversos durante el proceso independentista que siguió a los levantamientos de Mayo, tanto en el Río de la Plata como en el Alto Perú. “En líneas generales veo a las mujeres más radicalizadas que a los varones –evalúa Gil Lozano–. Pero pienso que el tema tiene otras complejidades, donde la etnia y la clase no son un detalle menor.”
Juana Azurduy y su marido Manuel Ascencio Padilla –uno de los partícipes destacados en la lucha por la emancipación latinoamericana– practicaron guerra de guerrillas, como forma de insurgencia indígena y no de ejércitos regulares, para derrotar a la Corona y defender sus tierras. “Esta alianza de criollos, mestizos e indígenas no fue lo que predominó, salvo en las acciones de Castelli o Belgrano”, acota Tejero Coni.
Otro ejemplo de alianzas inusitadas fue esa gran emigración de 1812 conocida como el Exodo Jujeño, cuando la población de Jujuy y también de Salta y Tarija abandonó sus hogares y arrasó con todo lo que dejaba atrás con el objetivo de que las fuerzas realistas no pudiesen aprovechar ninguno de sus bienes y no encontraran víveres para aprovisionarse. “En el Ejército del Norte al lado de Belgrano pelearon, entre otras, mujeres del pueblo que se unían a la lucha a cada paso y para desempeñar diferentes roles. Algunas de las más conocidas fueron Martina Silva Gurruchaga que ya había obtenido grado militar, María Elena Alurralde de Garmendia, esposa de un español, María Remedios del Valle, más conocida como la Capitana, y Pascuala Balvás. Muchas de ellas terminaron sus días sin reconocimiento oficial y en la más absoluta pobreza”, señala Berta Wexler.
Las mujeres argentinas, principalmente las del interior, participaron activamente en las guerras civiles. Al igual que Juana Azurduy, junto a Martín Miguel de Güemes combatió Cesárea de la Corte de Romero González. Vestida de hombre luchó contra los españoles y luego contra la hegemonía porteña. También María Magdalena Dámasa Güemes, “Macacha”, hermana del caudillo salteño, se destacará por su defensa de la emancipación: auxilió heridos en el campo de batalla, llevó a cabo arriesgadas misiones de espionaje y participó activamente en la vida política de la provincia.
En 1862, Eulalia Ares de Vildoza fue jefa de una insurrección de mujeres en Catamarca que depuso al gobernador de esa provincia, que se negaba a entregar el mando al nuevo funcionario electo.
Otro ejemplo de bravura es el de Victoria Romero, esposa y compañera de Angel Vicente Peñaloza, general de la Nación y caudillo de la provincia de La Rioja enfrentado en la década de 1860 al gobierno de Bartolomé Mitre. Lo acompañó en todas sus campañas militares, por lo que su figura se había hecho legendaria en los llanos riojanos.
Las mujeres jugaron roles cruciales en cada uno de los procesos socio-políticos de nuestra historia. Muchas veces forzaron los límites de los cánones de su época que veía sus valientes acciones en el frente de batalla como “poco comunes para las de su sexo”. “La misma sociedad machista no las dejaba ocupar lugares. Por eso aparecen tan pocas. La historia del Alto Perú está cimentada sobre héroes y heroínas anónimas. Algunas, reconocidas por la historia como Juana Azurduy y las de la Coronilla. Estamos en la tarea de descubrir otras más”, cuenta Wexler.
Los mecanismos para invisibilizar la presencia femenina son de larga data, “no enseñarnos a escribir, mandar a varones a describir los hechos y manejarse con la biologización de la experiencia de las mujeres”, ejemplifica Gil Lozano.
“Quienes escribieron la historia se encargaron de que no apareciera la lucha del pueblo y, dentro de esa lucha, mucho menos la de las mujeres. Nada sabemos de la participación de las mujeres en la lucha independentista como conjunto de masas. Esto no es casual sino que es una búsqueda deliberada de sacar a las mujeres del centro de las decisiones sociales, políticas y militares de cada época”, dispara Cecilia Merchán.
Más allá del furor de la última década por la novela histórica, que muchas veces recupera nombres de heroínas sin recomponer la densidad que les quitó el olvido –todas suelen ser víctimas de su propio desequilibrio y su mérito es ostentar mayor valor que el de su hombre–, de las historias que van saliendo a la luz se nutre una historiografía capaz de promover una nueva mirada sobre el pasado. Pero todavía faltan relatos que provoquen, primero, la posibilidad de imaginar las mujeres que nos precedieron.
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