Viernes, 25 de mayo de 2007 | Hoy
INUTILíSIMO
El doctor M. Schteingar, en el artículo “¿Por qué engordan las mujeres?”, aparecido en el Nº11 de la revista Viva cien años (Buenos Aires, agosto de 1937), nos despeja un enigma que nos viene quitando el sueño desde los albores de la humanidad. Dicho especialista nos aclara desde el vamos que hay diferencias metabólicas notables entre el hombre y la mujer, que redundan en el aspecto físico (“ella es más pequeña, delicada”) y en el comportamiento (“mientras que el cuerpo del hombre evoca una necesidad de movimiento, el de la mujer representa una inmovilidad relativa y tendencia a actitudes de abandono”), en el carácter y en la mentalidad, porque “en la mujer el sistema nervioso no tuvo tiempo de desarrollarse tan completamente como el del hombre, y debido a ello, por lo general, el carácter de la mujer es infantil”. La clave está en que la mujer es “anabólica” (acumula reservas) porque no necesita tanta energía nerviosa como el hombre, que es “catabólico”.
Ese era pues el secreto de uno de los tantos defectos específicamente femeninos: tender a engordar. Es decir, “el objetivo es construir reservas para los distintos períodos de la vida, tales como embarazo, crianza de los hijos, menopausia, etc.”. He aquí también la explicación de por qué “la mujer se contenta con una vida más simple y restringida que la del hombre, caracterizándose ella por su suavidad y dulzura, y también por su caprichosidad, semejante a la de los niños”.
Asimismo, claro, la cantidad y calidad de los alimentos consumidos inciden en el aumento de peso. El apetito voraz es más lamentable en la mujer, según el doctor M. Schteingar, porque, afirma, “detestamos la glotonería en el hombre, pero nos repugna verla en la mujer; exigimos a ésta la delicadeza en sus actos, y la glotonería constituye por ello un oprobio a su sexo”.
Sostiene el sesudo articulista, siguiendo una teoría francesa (no da nombres), que las mujeres nos hallamos compuestas de dos elementos: “El elemento madre y el elemento coqueta. La personalidad moral como la física depende de la proporción de ambos elementos, los que a su vez se hallan condicionados por las glándulas de secreción interna y el sistema nervioso”. Si prima el elemento madre, la mujer puede engordar más fácilmente, “aunque en el principio de su matrimonio su temperamento sea ardiente, este disminuirá en cada una de sus maternidades, y el amor maternal terminará reemplazando su vida sexual”.
Pero eso no es todo, atentas lectoras: todavía, a esa madre le falta pasar por “el crepúsculo de la mujer”, acompañado de innúmeras alteraciones, dice el doctor de marras, “y es en este período tan trágico (sic) cuando juntamente con el cambio de carácter suele aparecer el engorde. El espejo se transforma en el enemigo más cruel, pues a cada rato le hace recordar que ya no puede seducir a nadie”. ¿Y quieren saber qué ocurre entonces? “Juntamente con la desviación hacia actividades sociales, políticas, artísticas, etc., la mujer busca el placer en la mesa, llegando a la obesidad tan típica y frecuente en la edad crítica.” Cuánta razón tenía don Segismundo cuando desvalorizaba nuestra anatomía...
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