Viernes, 25 de mayo de 2007 | Hoy
URBANIDADES
Por Marta Dillon
Hubo un tiempo en que sentí que la muerte me seguía de cerca. No era simple fatalismo, me habían dado un diagnóstico de vih positivo justo cuando las ceremonias de la muerte por esa causa se habían hecho cotidianas. Sentí entonces tal voracidad por la vida que llegué a escribir que quería llegar a vieja, ser abuela y acunar a mis nietos. No morí, no soy vieja y estoy ahora acunando a mi nieta. Hay que tener cuidado con los deseos, dicen las fábulas, y no puedo menos que darles la razón. Si hubiera sabido entonces lo que se siente por ese bollito caliente que se duerme en mis brazos y berrea de pronto con la voracidad de los recién nacidos... ¿qué?
Que la vida me funda con su abrazo, yo sigo teniendo el hambre propio de la restricción y ni siquiera así puedo dejar de sentir la variedad de matices que se funde en cada bocado.
El acontecimiento de la abuelidad tiene la fuerza suficiente para levantarme del piso. Sabrán entender entonces la extrañeza frente a las cosas de todos los días. Y aun así ¿de qué otra materia está hecha la vida?
Un hombre destruyó a su familia. Mató a golpes de palo de amasar a su ex mujer y a su hijo menor; puso una almohada en la cabeza de la hija mayor y disparó, después se arrojó al vacío. Alguien me alcanza una revista en la que se lee una curiosa interpretación de esos hechos: habría sido un pacto de muerte entre los dos adultos. ¿Es que no hay una ética de la inteligencia que impida escribir tales pavadas?
Otoño Uriarte finalmente apareció. Es un cuerpo mutilado, sin cabeza ni manos que sólo puede decir de sí lo que inscribió la sangre cuando latía como parentesco. Hay que restar un número a ese que recita la cantidad de desapariciones de mujeres y sumarlo en la columna de homicidios, aunque no se sepa de ese hecho nada más que su resultado. Siete meses pasaron prácticamente en silencio para Otoño y siguen transcurriendo para tantas otras. De una niña rubia con un derrame en el iris, nacida en Gran Bretaña y desaparecida en Portugal conocemos las cruzadas que se realizan en su búsqueda. ¿De estas diferencias también se tratará la vulnerabilidad?
Pero bueno, vamos, que acá no pasó nada. Quinientos años y un poco más son suficientes para saber que el cristianismo no ha alienado ninguna otra cultura, como dijo Benedicto XVI un rato después de asumir que excomulgaría a quienes voten leyes a favor de la despenalización del aborto. No hubo genocidio de los pueblos que habitaban lo que hoy es América latina, como tampoco existen los abusos que se cometen en los seminarios y capillas contra niños, niñas y jóvenes que ven en los curas representantes de Dios en la tierra. No existen, al menos mientras no se vean. Que se queme entonces el video que ahora circula por Internet, que no se ofenda al Papa. Sin documento, habrá dudas; sobre las dudas, alguien podrá sentenciar como tan livianamente hace don Benedicto.
Me gusta Asmaa Abdol-Hamid. Una chica danesa a fuerza de vivir en Dinamarca pero que nació tan lejos de allí como lejana parece
la opción de cubrirse la cabeza en tiempos que la corrección política lo impide. Tiene 25 años, se dice feminista y de izquierda y quiere llegar al Parlamento Europeo. Chances no le faltan, dicen, enemigos y enemigas tampoco. El feminismo ortodoxo la acusa de asumir la sumisión de las mujeres que impone el Islam, la derecha la ve como una extranjera; ella dice que se siente cómoda con su hiyab, que no le importa lo que hace la gente en su intimidad y espera que nadie se meta en la de ella. Produce algo similar a lo que generan los cuerpos, las identidades nómades, desobedientes, rebeldes; ni hombres ni mujeres, los que son, las que son. Anatomías que patean el ordenado tablero del deber ser poniéndole voz a lo que quieren ser. Una chica rebelde, Asmaa Abdol-Hamid, me gusta.
Soy abuela, vaya manera de patearme el tablero que ha elegido mi hija. De todos modos, tengo que asumirlo, no soy abuela todo el tiempo como tampoco soy madre todo el tiempo. La identidad es una disputa y una marea que a veces va hacia la luna, otras hacia el sol. Siempre tengo mi nombre, es cierto, y siempre, a la vez, aprendo a pronunciarlo.
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