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Viernes, 22 de junio de 2007

TEATRO

El arte de servir preguntas

Desde hace pocos años, en el panorama teatral, se recortan las obras de Andrés Binetti y Paula López, tanto por el sensible y a la vez humorístico tratamiento de una temática de profundo contenido social -donde descuellan atípicos roles femeninos- como por el alto nivel de las puestas y la actuación.

 Por Moira Soto

A nosotros nos funciona combinar el trabajo y el amor”, dicen casi a dúo Paula Andrea López y Andrés Binetti, bahienses instalados en Buenos Aires desde hace unos años, los suficientes para haber producido seis piezas de calidad creciente: Los oficios de la carne (2001), Charcalarga (2003), Leve contraste por saturación (2003), Llanto de perro y Una caja blanca (2005), Petit Hotel Chernobyl (2006) y la recientemente estrenada La piojera o un procedimiento justicialista. Con amplia formación en distintas técnicas teatrales, Paula dirigió las cinco primeras obras con Andrés, además dramaturgo, pero en la última decidió dedicarse por entero al personaje de Toribia, del que hace una gran creación.

Aunque ambos son de la misma ciudad, estudiaron allí con Héctor Rodríguez Bruzza y vivían a una cuadra de distancia, Binetti y López recién se conocieron en 1998 en Uruguay, durante un seminario. Y empezó el romance, que se afianzó cuando ella se vino a la Capital en 2000, donde ya estaba instalado él estudiando Ciencias de la Comunicación en la UBA. Entonces se les ocurrió armar un grupo de teatro que bautizaron Los Calderos por decisión del I Ching (lo tiraron el mismo día, ella en Bahía Blanca y el aquí, y les salió la misma figura: el caldero, es decir, progreso, trabajo en común). “Cuando empezamos, queríamos armar algo bastante setentista, muy influidos por Grotowski, lograr un entrenamiento, una estética propios”, dice Andrés Binetti, y continúa Paula López: “Por ese entonces, él escribía poesía y actuaba, después devino dramaturgo y director. Yo seguí siendo actriz y me sumé a la dirección. Comenzamos a trabajar con una actriz chilena, Alejandra Mellado, con quien hicimos Los oficios... que escribió Andrés y actuamos y dirigimos los tres”.

Según su propio autor, esa pieza signó el derrotero de Los Calderos, es un antecedente de Llanto..., de La piojera, al hablar de un mundo en decadencia, seres encerrados en un galpón: “Cuarenta cajones de verdura que se iban moviendo y construyendo espacios constituían la escenografía. Ahora la veo como una pieza muy inocente, pero a la vez fundante de la estética del grupo”.

¿Una estética que va muy aliada a una actitud ética?

AB —Sí, totalmente, tenemos una mirada comprometida. Nos parece más interesante, más político plantear preguntas que dar respuestas. Obviamente todas nuestras obras tienen una ideología, creo que no hace falta aclararlo... Pero sin plantarnos en un lugar pedagógico frente al público, tratamos de soslayar ese riesgo. Sí, Los oficios... era una obra muy germinal, aunque los recursos, la forma de actuación eran más sencillos.

PL —Todavía no habíamos encontrado algo que ahora sí aflora en nuestras obras: cierto humor, que por supuesto nada tiene que ver con el chiste gratuito. Pero comprendimos que cuando la gente se ríe, está relajada, escucha mejor. En las obras siguientes, ese sello humorístico que tratamos de que sea sutil, un poco indirecto, se fue decantando, si bien no dejamos de lado la temática y los personajes vinculados con formas de exclusión.

AB —Nos comentan mucho esto de la risa provocada por situaciones que en sí mismas son tremendas, algo que ver con el grotesco y que descontractura y a la vez lleva a preguntarse ¿pero de qué me estoy riendo?

En La Piojera, está esa puta inefable que explica su oficio y dice muy seriamente que es una trabajadora social.

AL —Ahí opera el efecto cómico, sí, porque ella busca ese eufemismo, pero detrás se insinúa la dura realidad que vive esta mujer en busca de un sitio donde ganarse unos pesos. Si en Petit Hotel Chernobyl, por ejemplo, no aflorara cierto humor sería muy difícil de ver, resultaría demasiado agobiante y distanciaría.

Las obras de Los Calderos se pueden asociar quizás con algunas películas de Buñuel –Los olvidados, Viridiana- donde la pobreza y la segregación producen monstruos que te hacen reír a la vez que se evidencia su situación de orfandad, la práctica de la caridad mal entendida. Ahí el humor es subversivo.

AB —Ah, bueno, gracias por esa asociación. Mirá, nosotros tratamos de huir de toda actitud miserabilista o demagógica, del énfasis en el horror. Creo que lo que nos salva, como te decía antes, es no tomar al espectador por un alumno. Tampoco provocamos catarsis, cosa que en otro tipo de obras puede funcionar. Es difícil encontrar el lugar justo, honesto, coherente con nuestro pensamiento, teatralmente creativo.

¿No le tienen miedo a la palabra ideología?

AB —Para nada. Lo que hay es una cuestión generacional que tiene que ver con lo difícil que es para nosotros pensarnos políticamente en la actualidad. Yo de hecho he militado en la izquierda y me fui por angustia, básicamente. El problema es más instrumental que ideológico. Creo que es una gran estafa esto de que han muerto la historia, las ideologías. La derecha sigue operando con suma eficacia, es obvio.

PL —Cuando fundamos el grupo, primeramente nos encontramos en el trabajo, y desde allí fuimos generando contenidos. Era evidente que siendo las personas que éramos no íbamos a hacer teatro para decir trivialidades. Así fuimos encontrando una línea que se fue afinando. Por un lado tenemos piezas, entre las que se incluye La Piojera, donde hay personajes y se cuenta una historia. Por el otro, está Leve contraste... y Opera anoréxica, que no tienen una narrativa lineal. En todos los casos, se trata de abrir el juego, plantear interrogantes.

Ya desde su título, Opera anoréxica revela una posición, una elección inhabitual de una problemática de suma vigencia.

AB —Ahora que la hacemos en funciones para la formación de espectadores, la ven chicos de secundaria de escuelas públicas, y todos tienen a alguien conocido que sufrió o sufre esta enfermedad tan relacionada con el modelo de belleza actual, impuesto desde distintos lugares, muy aprovechado por algunas industrias que trasmiten esa presión a través de la publicidad.

PL —Fue una obra sobre la que trabajamos año y pico, muchas discusiones, mucho trabajo de mesa porque se trata de una cuestión muy compleja. La pieza provoca reacciones muy variadas: tiene textos poéticos, ironía, testimonios reales que bajamos de Internet de páginas pro anorexia, algo muy raro. Tiene formato de opera, hay una cantante, los intérpretes están dentro de algo parecido a un retablo de títeres grande. Hay música pero también sonidos de mordiscos en zanahorias, ruidos de licuadora. Es interesante lo que pasa con los chicos de la secundaria, un público acostumbrado al zapping, a ciertos canales que pasan videoclips. Entonces entran directamente a esta obra fragmentada, la comprenden como totalidad, se sorprenden. La ven desde lo social, no solo el problema individual. Las chicas se angustian porque ellas sufren más concretamente esa presión.

AB —Este ciclo de formación incluye además Los hijos de los hijos y Budín inglés. A la profesora se le alcanza una carpeta con materiales para que trabajen y después de la representación hay un debate. Es un proyecto excelente del Instituto de Teatro, el Gobierno de la Ciudad y el Ministerio de Educación. Muchos de estos chicos apenas habían visto teatro infantil, otros no habían ido nunca al teatro.

Es evidente que a ustedes les pega muy fuerte el tema de los excluidos, los marginados, los náufragos del sistema...

AB —Bueno, hay un paisaje desolador que uno no puede dejar de ver. En parte el teatro nos sirve para procesar esa angustia. De hecho, en la propia Opera, que estaría en otra línea, uno de sus planteos es que la Argentina es el segundo país con mayor índice de anorexia, después de Japón, mientras que la mitad de la población no tiene acceso a alimentos básicos. Sí, la situación social es algo que nos atraviesa, que nos importa. Lo vemos en la Capital y en el interior. Nuestro acercamiento al tema es de respeto total, evitando estereotipos y sensiblerías.

Tampoco caen nunca en la caricatura y en cambio hacen un trabajo muy minucioso sobre el lenguaje, los acentos, lo gestual, a través de una galería muy rica de personajes que resultan conmovedoramente verosímiles.

PL —Creo que si logramos eso, se debe a que trabajamos mucho con la realidad, con lo que conocemos y observamos atentamente. La Piojera, por ejemplo, es un bar de Chile donde estuvimos, nos impregnamos. Con Llanto... hubo gente de aquí que nos decía “chicos, la gente de campo no es así, es buena e inocente”... Y resulta que nosotros somos del campo, lo vivimos de cerca.

Más allá de que ninguna latitud o sector social garantice la bondad, hay que considerar que ustedes retratan el embrutecimiento de ciertos personajes después de años de vida indigna.

AB —Claro, porque se dice: yo no quiero ser rico ni tener ciertos lujos, pero sí un mínimo estándar digno de salud y educación, por ejemplo. Ahora la gente que se cae del sistema entra en un abismo sin fondo.

PL —El Llanto... nos gustaba la idea de la encuestadora que llega a la Argentina profunda, más empobrecida, sin normas y sin códigos, trayendo a la política preocupada por averiguar cómo viven, qué les falta. Una política que desconoce el estado tremendo, sin retorno, de tanta gente.

Entre los personajes femeninos que se salen de la normalidad de Llanto..., Chernobyl, La piojera, se recorta la encuestadora por sus detalles de feminidad en el arreglo y la manera de conducirse.

AB —Trato de pensar todos los personajes desde lo más chiquito, que cada uno tenga su pequeño universo propio. Al personaje de la encuestadora lo conocíamos, hemos trabajado en el rubro. No quise caer en el chiste fácil de la encuestadora que no entiende dónde se metió, porque nos alejaba de lo que nos interesaba contar. Las otras dos mujeres de Llanto... aparecen desdibujadas en su género, un poco andróginas. Tres hermanos de distinto padre, ninguno estuvo presente, la madre murió cuando eran chicos, se criaron en el rancho. Si la ley que distingue al humano del animal es la prohibición del incesto, ellos tienen esta ley un poco corrida, además aparece la zoofilia. Creo que en una situación como la que describe Llanto... los rasgos de género que damos por naturales se pueden borrar.

PL —La idea sobre la encuestadora era que cuando ella aparece, ingresa el universo femenino convencional, codificado, la remera debía ser rosa...

AB —Chernobyl surgió como propuesta de las actrices, de modo que ya estaba plateado un universo muy femenino, cuatro mujeres de treintaipico en ese cuarto lamentable de pensión. La tenista fracasada y la entrenadora perseverante sostienen el relato, una ilusión, hay una historia de amor sugerida entre ellas.

PL —En un mundo tan venido abajo, un deporte de élite en el que jamás estos personajes van a poder escalar posiciones.

En La piojera, es la puta Lázara, que se hace llamar Marilyn, la que trae el estereotipo sobreactuado de la coquetería femenina.

AB —Había escuchado cosas que me llamaron la tensión en el discurso de las chicas de Ammar, que inspiran la actitud de Lázara desde un lugar proletario. También me gustaba el antecedente de que la madre hubiera sido prostituta y ella había heredado ese oficio. Sí, ella se viste sexy, se maquilla, mientras que las otras dos mujeres del bar estarían más cerca de las de Llanto..., aunque éstas tuvieron una época mejor, cuando el tren pasaba y se detenía, la gente bajaba a consumir. Pero se cortó el tren, tal como ocurrió en la realidad, y quedaron los tres —Toribia, Carlota y Cirilo— como suspendidos, van subsistiendo apenas. Por otro lado, está la extraña pasajera que dice esos monólogos evocadores sobre el primer peronismo y que acompaña al maquinista, quizás le ceba mate, lo conversa. Ese tono evocador que remite al justicialismo como una especie de ente productor de sentido que contiene aquella visión idealizada, pero también a la década de los 90, a López Rega y los Montoneros, Isabel y Evita, esa gran bola que responde al nombre de justicialismo. Fijada en el pasado, esa pasajera dice algunas verdades.

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Imagen: Juana Ghersa
 
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