Viernes, 6 de julio de 2007 | Hoy
CINE
Documentalista experimentada y premiada, ex directora del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica, la cubana Lizette Vila pasó por Buenos Aires para ser jurado del Festival de Cine de Temática Sexual. En esta entrevista, cuenta por qué elige partir de las relaciones entre géneros y cuestiones de salud sexual para hablar de las sociedades y sus carencias.
Por Roxana Sandá
Los habitantes de Chepes, en La Rioja, no están acostumbrados a que las tonadas del trópico les invadan el trato austero, aun cuando la presentación del Séptimo Festival Internacional de Cine de Temática Sexual y su jurado estrella, la documentalista cubana Lizette Vila Espina, desembarquen con imágenes provocadoras en ese pueblo hecho de distancias. Ella nació en La Habana, filmó más de 30 documentales de temática social. Además, fundó la Escuela Internacional de Cine de Cuba y dirigió el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (Caic). Sus documentales fueron premiados en el Festival Latinoamericano de Trieste, del Nuevo Cine Latinoamericano, y de Documentalistas Latinoamericanos de México, entre otros. En 2005 resultó nominada por el Premio Mil Mujeres, para el Premio Nobel de la Paz.
Con toda experiencia llegó Vila a Chepes, a apabullar la siesta con mesas redondas sobre integración, salud sexual, violencia doméstica y HIV-sida ante un tumulto de curiosidad desusada. “Y nos encontramos con espacios cargados de ignorancia”, dice ella, que del 14 al 30 de junio replicó la experiencia en Salta y Buenos Aires, compartiendo su vasta experiencia audiovisual en temáticas sociales.
“Pude interactuar con personas que tenían la necesidad de saber qué era la masturbación femenina, la homosexualidad, la maternidad precoz, el derecho a la planificación familiar, la diversidad y la violencia. La gente se va quitando prejuicios, va deconstruyendo, se va mirando por dentro, y qué emoción, porque muchos no tienen idea de lo que son capaces de elevarse dentro de esas mismas lagunas de inseguridad, de insatisfacción, de desconocimiento. Suena interesante, porque la sexualidad ha estado condenada a la oscuridad, cuando es una de las expresiones de placer más bellas, como aprender o comer.”
Los testimonios de los y las protagonistas de sus documentales proclaman a gritos la urgencia de integración.
—Es una situación universal. En Sexualidad, un derecho a la vida (2004), un documental sobre la formación de un grupo de travestis como promotoras de salud, vemos que logran sus espacios estructurados dentro de la sociedad cubana, en este caso en el Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex). Lo que piden a gritos es que esos espacios se multipliquen.
Este documental es parte de un proyecto cultural relevante en Cuba, el Proyecto Palomas, que usted dirigió.
—El proyecto sostiene, precisamente, el fundamento de los cambios de estilo de vida, de la individuación de la conciencia como parte de una dinámica de conciencia social, el tributo a la diversidad, donde todas y todos formamos parte, y a la diversidad sexual, en todas sus expresiones con sentido de inclusión, pertenencia, libertad y responsabilidad.
¿Cuál era la búsqueda cuando eligió cerrar el documental con la frase de una de las travestis, que decía “mis sueños no le hacen mal a nadie. Son sencillos, un poco de comprensión”?
—Que es apremiante lograr la sensibilización para solucionar los conflictos generados por la falta de equidad entre hombres y mujeres. Sus rivalidades y agresiones exigen una nueva instauración de relaciones sociales. Nos encontramos en una situación de emergencia y necesitamos respuestas más creativas para aliviar y reconstruir nuevas acciones de subsistencia.
Otra de las películas exhibidas, Rasgando velos (2005) —un viaje a través de las voces de hombres cubanos infectados con el virus del sida—, sienta todo un precedente cuando el médico Jorge Pérez, director del Programa Nacional del Sida, manifiesta que su experiencia en ese campo lo enriqueció como hombre.
—Pérez no sólo tuvo ese gesto de honestidad, sino que también fue capaz de decir que cuando en los ochenta el sida irrumpía en el mundo y era etiquetado como un síndrome gay, en Cuba entró por la vía heterosexual. Y eso es de una gran valentía.
—Que una de las voces masculinas de Rasgando velos refiera su propio llanto frente a la enfermedad como un acto sólo posible de ser liberado a escondidas, desnuda la fragilidad de un poder que los hombres pretenden hegemónico.
—Yo venía trabajando con esos hombres en encuentros anteriores a la filmación del documental, lo que me permitió brindarles espacios de autoprotección y autoestima. Cuando empezamos a filmar ya tenían otra conciencia de sus desafíos. A mí no me interesaba cómo se infectaron, sino, a partir de su diagnóstico, cómo cambiaron sus proyectos de vida y se hicieron promotores de salud sexual y cómo pudieron llorar y hablar de lo que tenían dentro.
¿Qué la llevó a trabajar el tema de la masculinidad?
—Sus vulnerabilidades. La masculinidad esconde muchos espacios de riesgo por el desempeño que ha tenido de un poder que realmente no existe, de proveedores, de mantenedores. No saben cuidar sus cuerpos, no saben cuidar su próstata, no son capaces de emitir con su llanto sus emociones. Siento mucha compasión por la mayoría de los hombres, que no tuvieron la posibilidad de expresar sus sentimientos, el derecho más elemental de cualquier ser humano. Ya no me interesa decir que trabajo el tema de género: trabajo la cuestión de los géneros, porque creo que es el único espacio de equilibrio y equidad que podemos lograr. Se trata de escoger un espacio de estado de derecho a partir de la individualidad de cada persona.
Usted suele decir que “sin etiquetas”, hablando de estigmatizaciones, es una de sus consignas preferidas.
—Es que todos los proyectos de vida tienen la misma intensidad. Las mujeres han estado etiquetadas como la esposa y la madre, pero resulta que algunas ni quieren ni les interesa o no pueden ser esposas y madres. Simplemente no está dentro de sus proyectos de vida. Hay que hablar en positivo y reconstruir a partir de eso, porque la vida es un privilegio. Vaya, levantarse y abrir los ojos es un regalo. Cómo tantas personas entonces no saben manejarse y no saben construir sus modelos de felicidad, que no tienen que ver con los asuntos económicos. Hablo de otra manera de edificar.
¿Cuándo desembarcó en el género de la temática social?
—En los ochenta inicié mi labor en esa área con el propósito de buscar grupos, para mí un factor importante porque no creo en la conceptualización de las minorías, sino en personas que interactúan. Me fui adentrando en grupos religiosos, de personas con discapacidades, mujeres alcohólicas, sobrevivientes de la violencia doméstica. Y a principios de los noventa comencé a trabajar la cuestión del sida porque me parecía necesario acompañar a personas que fueron infectadas por desconocimiento. Determiné visualizarlo como a casi todas mis obras, con testimonios, porque son irrefutables: dicen desde los pensamientos y las emociones.
¿Qué la impulsó a trabajar con el Centro Nacional de Educación Sexual de Cuba (Cenesex)?
—Decidí unirme a la academia entre comillas, porque creo que no alcanza con mis códigos y mi lenguaje audiovisual. También la responsabilidad de cómo dar un enfoque puede servir de prevención.
¿Cómo está posicionada hoy la mujer cubana en términos de discriminación, violencia y sexualidad?
—La mujer cubana bregó por un proyecto social en el que tiene la posibilidad del estudio, de la educación, de planificar su reproducción y poder elegirla y de cuidar de su salud reproductiva. Pero también existen las legislaciones, importantes para cualquier desarrollo social. En términos de acceso, creo que logró un espacio de desarrollo, pero está presente el drama de la violencia, aun cuando existen los talleres de transformación integral, donde las mujeres trabajan para fortalecerse y promover esa fortaleza hacia otras mujeres.
Pero se sigue tratando como un tema privado.
—Por eso tiene tantos y tantas cómplices; es la vergüenza, la culpa, el que nadie se entere. El silencio es la expresión más fuerte de la violencia. No importa qué sistema, qué cultura, qué economías se puedan manejar: la violencia no distingue nada porque es una estructuración de poder. Por eso las mujeres tienen que trabajar, ser independientes económicamente, intelectualmente, no importa su nivel de educación. Y ya sabemos que casi todas las sociedades de nuestro hemisferio están dibujadas en forma patriarcal. Una de las estrategias que se ensayan en los talleres de transformación integral es hablar de sobrevivientes, no de víctimas. La persona que se siente víctima no tiene espacios de progresión, está desolada, disminuida. Al ser sobreviviente, queda aire para erguirse.
¿Considera que los movimientos feministas están generando nuevos enfoques de diálogo?
—Diría que en todas las tendencias hay diferentes maneras de conducirse. En mi caso, soy una feminista de paz, de integración. La equidad no se logra si no hablamos de una manera absolutamente horizontal y de inclusión. Es necesario que las verticalidades se acaben y el poder virtual también se desmorone, porque los hombres ponderan un poder que no tienen. Estoy convencida de que la mujer es la socializadora, la que lleva ese poder privado, que a veces se convierte en el resorte mayor para generar valores. Nosotras tenemos el mismo valor que el hombre de nuestra familia.
Resulta muy optimista de su parte pensarse en términos de igualdad de valores.
—¡Pero cómo no voy a ser optimista, mi amor! Cuando triunfó la Revolución tenía nueve años. Hoy tengo 57, así que imagínate mi capacidad de resistencia, de haber sufrido la situación económica, el bloqueo. Mira si no cómo están las mujeres iraquíes, afganas, palestinas, los movimientos indígenas de mujeres, las africanas. Mientras tanto, nosotras no podemos conformarnos con lo que nos pasa: América latina tiene que seguir despertando.
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