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Viernes, 27 de septiembre de 2002

CINE

Alma mater

Lita Stantic es una mujer de cine, una mujer a la que dicen que no le tiembla el pulso para tomar decisiones (cinematográficas). Tiene una larga historia respaldando a directores jóvenes, deslumbrándose con ellos antes que el público. Ahora sale al ruedo su último trabajo como productora: fue junto a Adrián Caetano, en el “El oso rojo”.

 Por Moira Soto

La de Lita Stantic –ariana de pura cepa– es una vida signada por el cine. Infiltrada, impregnada, macerada en cine. Casi seguro que cuando cursó Letras en la UBA lo hizo pensando que le vendría bien para escribir películas. También, faltaba más, estudió cine con maestros de la vieja guardia; fue guionista y asistente de dirección de varios cortos de Pablo Szir (su marido, desaparecido durante el Proceso, con quien trabajó en el largo en 16mm Los Velásquez) y no se privó de cumplir el escalafón: asistente primero y luego jefa de producción en el cine publicitario, asistente de Néstor Paternostro en Mosaico (1968), jefa de producción en films de, entre otros, Lautaro Murúa y Adolfo Aristarain. En 1978, Stantic se asocia con Alejandro Doria y coproduce La isla y Los miedos (1980). En los ‘80 se convierte en directora de producción de Momentos, de María Luisa Bemberg, con quien haría cinco películas. En 1993, Lita Stantic presenta Un muro de silencio, hasta el presente la película argentina que mejor refleja y piensa los años terribles del Proceso, protagonizada por el gran Julio Chávez, actor que ahora encabeza –con una labor descacharrante– el reparto de Un oso rojo, realización de Adrián Caetano.
Desde mediados de los ‘90, esta mujer de ojos tan claros como su mirada, que se enternece cuando exhibe la foto de su preciosa nieta de un año, ha devenido una suerte de madrina, patrocinadora, respaldo de buena parte del así etiquetado Nuevo Cine Argentino. Ultimamente tomó bajo su ala Tan de repente, de Diego Lerman, la última sorpresa de la nueva camada de cineastas, y se apresta a producir un film del singularísimo hacedor de La libertad, Lisandro Alonso, titulado, de momento, Sangre.

La importancia de un rol subvalorado
“Me siento realmente bien por estar participando en este fenómeno, por así llamarlo”, dice Stantic desde sus oficinas de la calle Santa Fe. “Creo que hay una auténtica renovación, una generación realmente nueva, aunque a los directores, en general, no les gusta que se los identifique con una generación. Es verdad que se trata de un cine muy heterogéneo, hecho por directores muy diferentes: es uno de los rasgos que llama la atención afuera. Lucrecia Martel es tan distinta de Pablo Trapero... Así como Trapero se diferencia de Adrián Caetano, aunque en algún punto se los podría emparentar. Había más homogeneidad en la generación del ‘60. Más espíritu de cuerpo, influencias compartidas como la nouvelle vague.”
–¿Cómo ocurre este acercamiento al denominado Nuevo Cine Argentino, que para vos arranca a mediados de los ‘90, con el ejemplar documental de Pablo Reyero, Dársena Sur?
–Sí, la película de Reyero fue la primera de esta suerte de renovación, seguida de Mundo grúa, de Pablo Trapero, que ya estaba filmada cuando llegó a mí en un montaje en video. Después fue La ciénaga, y tuve algo que ver con Bolivia, que se produjo desde acá con Matías Mosteirin, y quedé como productora asociada. Luego fueron Un oso rojo y Tan de repente. Mi rol ha sido un poco atípico porque en la de Trapero no aparezco desde la gestación, tampoco en Tan de repente. Estuve en el comienzo de Bolivia, después me separé y la tomó Matías, que fue mi asistente en La ciénaga y es mi productor asociado en Un oso rojo.
–¿Cómo es esto de ingresar a la producción de una película que ya está en marcha, incluso ya filmada en algún caso?
–Acá hay jóvenes que se largan a hacer cine y que llegado el momento no tienen posibilidades de ampliarlo, ponerle sonido. Yo recibo videos continuamente. En el caso de Mundo grúa, Trapero estaba hacía tiempo dando vueltas sin poder terminarla. La vi y me gustó mucho. La volví a ver y me decidí, sin reparar en sus posibilidades comerciales, que después las tuvo en su escala: hizo 80 mil espectadores, se vendió a unos cuantos países. En aquel momento pensé que había que darle una mano, y estoy contenta de haberlo hecho. En general, cuando me meto en una película no calculo su potencial comercial. Después de que está lista, sí, trato de hacerla rendir lo más posible.
–A La ciénaga, en cambio, te acercaste desde la etapa del guión...
–Lucrecia había hecho un corto muy bueno, Rey muerto. Leer el guión de La ciénaga ya fue un placer, ella escribe maravillosamente, pero había que formularlo en la pantalla. Y la verdad es que Lucrecia supo muy bien cómo hacerlo. Su película dio tantas satisfacciones... Su directora está ubicada en el mundo con esta obra que ciertamente no puede ser popular, pero que alcanzó un extraordinario prestigio. Acá se vio en las salas: la gente salía deslumbrada o totalmente desorientada.
–Es el destino de muchas obras de arte, y La ciénaga acaso sea la gran película argentina –personal, con un lenguaje complejo y depurado, una obra acabada– en muchos años, aunque no le hayan concedido los Cóndor de Plata de los cronistas locales, que bien se merecía.
–Bueno, yo estuve ligada a esta película desde antes de que ganara en Sundance. Más aún, Lucrecia no quería mandar allí el guión, porque increíblemente La ciénaga había participado de concursos del Instituto y nunca había ganado nada. Entonces ella pensaba que era un guión sin suerte... en el momento en que la conocí, casi renunciaba a filmarla. La convoqué para filmar un par de documentales que produje para la Secretaría de Cultura y, aunque Lucrecia no estaba muy dispuesta a mandar el guión, le insistí, salió ese premio en el Sundance y fue más fácil armar el proyecto.
–Con el director de Un oso rojo, Adrián Caetano, repetís, cosa que no sucedió en otros casos.
–Por ahora no, pero podría. Es cierto que cuando una está haciendo una película con un director, en alguna situación problemática puede decir: “Nunca más”. Porque son tareas complejas y complementarias las de director y productor. Es una relación complicada, con momentos de mucha comunicación y coincidencias, y otros no tanto. En mi caso, fundamentalmente me engancho con un director, con una persona que me parece talentosa, que tiene algo para transmitir a través del cine.
–¿Cómo sería tu autorretrato como productora?
–Tengo mi carácter, sin duda. Pero la gente que trabaja conmigo -Patricia Barbieri, por ejemplo, desde hace 22 años– me resiste. A pesar de mi temperamento fuerte, soy una persona que puede reconocer un error ypedir disculpas. Sé que no soy fácil y que me involucro mucho en lo que hago, me comprometo con la misma intensidad que el director.
–¿Esto puede resultar un incordio para el realizador en algún momento?
–No debería, pienso, porque aspiro a que siempre esté el diálogo abierto. De verdad, a mí no me interesa tener el poder de decidirlo todo sino intercambiar, discutir, en la preproducción y en la posproducción. Durante la filmación estoy muy poco en el set. Y, a pesar de mi compromiso, considero que el director es el dueño de ese espacio, es el creador absoluto. Pero me interesa incidir en el casting, en la formación del equipo, que siempre trato de pensarlo en función del director. También me parece que los debates son buenos, que se decantan propuestas, que surgen ideas nuevas. Lo mismo en la posproducción.
–Cinco películas al hilo con Bemberg darían prueba de que, más allá de tu carácter, sos una persona convivible laboralmente. Porque María Luisa tampoco era alguien de temperamento muy dulce.
–Mirá lo que son las cosas: para mí fue la más fácil de todos. Cada director es un mundo. En el caso de María Luisa debo decir que era una persona muy inteligente, que comprendió rápidamente que estaba en un medio al que había llegado un poco tarde y supo ajustarse para hacer lo que ella quería. Tenía una relación fantástica con el equipo, muy respetuosa de sus opiniones. Fue aprendiendo sus reglas sobre la marcha. Hay anécdotas comiquísimas de María Luisa al respecto. Ella venía de otro mundo, mantuvo una clara continuidad ideológica, se animó a proyectos audaces. A su manera, muy autoral: toda su obra habla de lo mismo, tiene un discurso.
–Cuando dejaste de producir con Bemberg, filmaste Un muro de silencio, quizás la revisión más seria y profunda sobre los desaparecidos del Proceso, partir de una historia personal. ¿Para cuándo tu segunda película?
–Cuando terminé Un muro... hubo un momento en que pensé volver a dirigir, escribí dos guiones, pero no seguí adelante. En este momento me siento cómoda en esto: produciendo este cine. No tengo la compulsión de dirigir: me gusta el cine, estar cerca, participar, involucrarme con películas que me parece que valen la pena. Por supuesto, si aparece una necesidad más fuerte de hacer, voy a dirigir, pero no enseguida. Es muy interesante participar de esta eclosión, en un cine con tantos y tan diversos problemas como el nuestro que ahora ofrece por fin otra mirada, otra actitud, películas realmente valiosas. A nivel personal, creo que tengo cierta sensibilidad para advertir dónde está el talento, y a partir de ahí, actuar. Desde luego, hay films de calidad en los que no tuve que ver. Por otra parte, me gusta que ahora se revalorice el rol de la producción, tan poco considerado acá. Es bueno que aparezcan productores que aman el cine, no administradores de una película o meros recolectores de dinero. Acá hay escuelas que todavía fomentan esa idea de formar sólo directores.
–¿Cómo arranca tu relación de productora con Caetano, a punto de estrenar Un oso rojo?
–Conozco a Adrián desde un viaje que hice al Festival de Huelva; él iba con su corto Cuesta abajo, antes de Pizza, birra, faso. Se acercó a mí, yo creo que porque le tiene miedo a los aviones. Me dijo que había visto Un muro de silencio, que le había gustado y que si podía viajar a mi lado. Estuvimos mucho tiempo juntos en Huelva. Cuando volvimos, me mostró otro corto, Calafate, precario, pero se notaba su mano de narrador. Me convocaron para ser productora ejecutiva de Sol de otoño y lo llamé a él para hacer el making-off.. En pleno trabajo, salió Pizza... y se fue a filmarla. Bolivia tuvo una producción complicada y la retomó mi productor asociado. Entre los guiones de Adrián me había gustado Un oso rojo, pero me pareció que necesitaba retrabajar los personajes femeninos, cosa que él hijo con Graciela Speranza. Y nos metimos en la producción. A mí me parece que, de los directores nuevos, Adrián es el que tiene mayor facilidad deacercarse al público, narra muy bien, sabe transmitir emociones. Nos largamos entonces con este western urbano, suburbano más bien. Aunque no fue mi motivación como productora, creo que Un oso... puede llegar a un público más amplio. Además del western, la película tiene trazos de cine negro y un toque de melodrama.
–También resuenan en ella ecos de autores como Jean-Pierre Melville, que hizo su propia versión del cine negro, género que Caetano retoma a su manera; esa idea de asumir el destino marcado, como en la tragedia... ¿Cómo se armó un casting tan sorprendente que incluye a Julio Chávez y también al mago René Lavand?
–Surgió de manera poco usual y fue bastante peleado. Adrián quiso a Soledad Villamil, y a un manco para el Turco, y pensó en Lavand. Enrique Liporace, obviamente, es elección del director. La inclusión de Luis Machín se la sugerimos nosotros. Hubo bastante debate en torno al protagónico, porque Adrián no quería a un actor profesional, y tanto Matías como yo sosteníamos que el Oso era un personaje muy complejo, que requería a un intérprete de muchos recursos. Durante meses se barajaron nombres hasta que de Graciela Speranza surgió la idea salvadora: ¿por qué no Julio? Y yo, que lo amo a Julio de toda la vida –trabajé varias veces con él, está en mi película–, me sorprendí. Le acercamos un libro antes de hablar con Adrián para ver si le interesaba. A Julio le interesó la idea, se lo presentamos a Adrián que, bueno, de a poco fue entrando... Julio subió de peso, entrenó mucho, se fue volviendo parecido al personaje y finalmente rindió una actuación que todo el mundo coincide en que es impresionante. La nena, Agostina Lage, se eligió por casting y ahí Adrián acertó plenamente, era justo lo que buscaba y trató a esta chiquita con un respeto increíble. Al hacer un casting, el tema no es ganar una pulseada sino dar en la tecla justa.
–¿Qué te pasó cuando viste por primera vez completa Un oso rojo?
–Bueno, fui viendo los diferentes cortes en video y, cuando finalmente asistí al armado casi definitivo, me llegó profundamente. Es una película de una emoción contenida, pero muy fuerte, que te va tomando. Me gusta mucho por su calidad, pero también porque es diferente de lo que he producido durante los últimos años. Y, para qué negarlo, me parece bárbaro que sea una película atractiva para el gran público. Es un aliciente en momentos en que es tan duro estrenar, tan caro un lanzamiento. Por cierto, estamos deseando que octubre sea un mes bien fresco, con muchos días nublados, quizás lluviosos... Ojalá hubiésemos grabado para la publicidad la recepción que Un oso rojo tuvo en Cannes, en la Quincena de realizadores, con una sala de 900 personas aplaudiendo al ritmo de la cumbia durante los tres minutos de títulos finales. Fue muy gratificante en medio de un festival tan tensionante, con tanta gente, tan disperso.

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