Viernes, 4 de abril de 2008 | Hoy
ACTUALIDAD
Las mujeres campesinas, esas que viven y trabajan en el campo dándole a diario a la materia prima un valor agregado que se traduce en alimento y reproducción de cultura, estuvieron ausentes del conflicto entre “el Gobierno y el campo”, como se lo sintetizó en los últimos días. De todos modos, desde las organizaciones de base que se han ido creando en los últimos años, ellas expresaron su opinión dando cuenta de que esa mención monolítica del “campo” tiene muchas aristas invisibles.
Por Maria Mansilla
Gualeguaychú queda a 322 kilómetros de Paraná. Y Colonia Neroud, a 36 kilómetros de Paraná. Entonces Inés Londra, que vive en esa colonia, ¿está a 358 km de una de las ciudades últimamente más combativas? No parece. Esa corta distancia, precisamente, la aleja. Porque Inés no vive sobre sino en los márgenes del triángulo de tierra más fértil de la Argentina. Vive en la otra orilla. En una colonia de descendientes de alemanes, con 90 familias. Una casa acá, otra más allá rodeadas de campos que no superan las 20 hectáreas. Rodeada de casas que si no tienen terreno alrededor, seguro son de peones rurales. “Hay, también, gente instalada en las banquinas, son los que vienen bajando del norte y centro de Entre Rios –agrega Inés–, son las familias de los hacheros que se quedaron sin monte.” Así sobreviven –porque ellos son– los más pequeños de los pequeños productores rurales.
“Sembraba con arado de caballo”, recuerda con emoción Inés cuando se acuerda cómo empezó a trabajar campos ajenos su papá. Que después se asoció a un vecino, compró un tractor, sembró más hectáreas y así fue tirando. Menos una hermana, que salió artista, los otros cuatro hermanos de Inés, incluso ella, siguieron el oficio de su papá.
–Sí, uno de mis hermanos. El no es un productor grande, se esfuerza mucho. Pero seguro que las retenciones le molestan. Por eso, es difícil para mí tener una posición. Pero es cierto que los productores de soja últimamente han crecido muchísimo, les ha ido muy bien. Está bien que tengan que aportar algo para que de ahí puedan redistribuir en el sector y se generen fuentes de trabajo. Tendrán que encontrar la forma de arreglarse. Si tienen, tendrán que compartir.
–No. Hay entidades que se dicen representantes de pequeños productores pero consideran pequeños a los de 50 hectáreas para arriba, y nosotros no entramos. No estamos contemplados ni nos sentimos representados por esas entidades. Nosotras estamos participando en la provincia en la Mesa de Agricultura Familiar. Nuestra postura es que si van a hacer una política, que sea para todos los sectores agrarios. No queremos vivir siempre del subsidio. Tiene que haber una política para que todos estemos integrados en la producción, no vaya a ser que se haga un arreglo y después quedemos como siempre: peones, dependientes.
“Al margen de este y de todos los paros y acciones que realice la alianza sojera, que por una lado despotrica contra el Gobierno y por el otro le pide planes, programas y cargos, es necesario que se replantee una discusión más profunda sobre el campo y las ciudades. Y, justamente, que en esa discusión lo negado y lo marginado también sean de la partida”, lanza en su comunicado el Movimiento Campesino cordobés, en uno de los tantos mails que circularon por Internet, que quién no reenvió a quienes piensan parecido, incluso a amigos o amigas que están afuera del país y quieren saber.
Redefinir las estrategias de desarrollo en función de la agricultura campesina indígena, mejorar la infraestructura comunitaria, productiva y de servicios sociales en el campo profundo, detener los desalojos, garantizar la producción de alimentos sanos para la población y centralizar en el Gobierno las exportaciones son parte de las ideas que, por su parte, el Movimiento Nacional Campesino Indígena disparó vía mail.
Como el Movimiento de Córdoba, como el de Inés (la mujer de Colonia Neroud), como el de los pueblos originarios; lo que la mayoría de las organizaciones campesinas pide es encontrar soluciones a temas viscerales y más urgentes que los vinculados a los agronegocios y al comercio exterior: la falta de agua, los caminos en mal estado, las escuelas rurales que se cierran, la tenencia de la tierra, la precaria atención sanitaria, el cuidado del medio ambiente. Dicho en las palabras del comunicado: “Decisiones que ayuden a evitar que el pequeño productor sea un especie en extinción”.
En Argentina, el 11 por ciento de la población es campesina. Las provincias con más gente viviendo en zonas rurales son Santiago del Estero, Misiones, Catamarca y Formosa. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), en Latinoamérica y el Caribe son 24 millones las mujeres que hacen este trabajo de forma invisible. Suman el doble de las trabajadoras registradas oficialmente en el sistema productivo regional.
La entrerriana Inés Londra no sólo habla por ella: también lo hace por sus pares de la organización de mujeres del campo en la que participa. Mujeres del campo que viven en el campo. Que cuidan a sus animales, trabajan la huerta, hacen artesanías, tejen, preparan los productos que, con su venta, dan sustento a la familia. A veces encaran el turismo rural; también cazan, pescan, forestan.
El lugar común las muestra como “madres de la tierra”, “mujeres del campo profundo”. “En su ámbito, no son el último eslabón de la cadena sino el primero. El papel de la mujer en la agricultura familiar es prioritario”, observan los documentos de la Secretaría de Agricultura. Porque “es la generadora del valor agregado a la producción, tarea en la que cumplen un doble rol. La agricultura familiar es una forma de vida con características culturales propias, que tiene como principal objetivo la reproducción social de la familia en condiciones dignas. Es una actividad que realiza un aporte clave no sólo a las producciones sectoriales, ya que asegura alimentos confiables y de calidad, genera empleo y riqueza y protege el medio ambiente. Además, promueve el arraigo rural y evita la expulsión masiva hacia las ciudades”.
Inés nos cuenta que tiene 64 años –como si 64 años fueran muchísimos–, que ya es abuela y que descubrió su vocación: “Seguir capacitándome”. Todos los días se levanta a las 6. “Hacemos tambo, producimos queso.” Ella ya no ordeña “porque no me dan más las manos ni las piernas ni la espalda, no sabés cómo te quedan de tanto sentarte a sacar leche”. Cuando su marido le trae los baldes del ordeñe, ella se pasa las dos horas siguientes preparando el queso. Una vez a las 7 de la mañana, otra vez a las cinco de la tarde. Todos los días. Tienen ocho vacas: en las buenas épocas, cuando las vacas amamantan a sus terneritos, “son como la mujer”: tienen tanta leche que dejan producir hasta 7 kilos de queso diarios. “Lo vendemos a un acopiador. La comercialización es complicada, el precio no podemos fijarlo nunca. Van a supermercados del norte del país.”
Las únicas veces que Inés no está firme en la cocina es cuando se reúne con las mujeres de su organización social. Por la venta de los quesos saca por mes entre $800 y $1000, y a esto le descuenta los gastos de producción. No le importa seguir adelante con su vocación por obtener un precio justo del alimento que elabora con sus manos. No es un fin en sí mismo: sabe que, de esta forma, le regala un futuro a sus hijos. De lo contrario, si un día se tienen que ir del campo, ¿qué opciones podrían tener en las ciudades para poder vivir dignamente? Inés cree que ninguna.
Entre los anuncios que dio este lunes el ministro de Economía, precisamente el del punto número cuatro, subrayó la creación de una Subsecretaría de Desarrollo Rural para la Agricultura Familiar. En palabras de Martín Losteau, ésta sería la respuesta a “un reclamo histórico del sector orientada a atender la situación de desigualdad que vive el pequeño productor y a desarrollar políticas para que vayan creciendo, agregando valor y estando en igual situación de competencia con los medianos y grandes productores. Así, podrán ser sustentables y mejorables año tras año”. Una novedad que, en realidad, ya había sido prometida en noviembre pasado, en el Encuentro Federal de Agricultura Familiar.
Entonces, ¿para cuándo? “En el corto plazo. Sí, totalmente, seguro que es este año”, afirma José Catalano del otro lado del teléfono. Catalano es el ingeniero que coordina el Programa Social Agropecuario (PSA). Esta nueva rama de la Secretaría de Agricultura estaría dispuesta a atender ese reclamo histórico de parte de los pequeños productores minifundistas, que suman 170.000. Son los que aportan sus productos a las economías regionales: desde el norte haciendo tabaco, en Misiones con la yerba, en Cuyo y el NOA con la vitivinicultura. Catalano declama: “Vamos a enfrentar los problemas estructurales: agua, tierra, comercialización, asistencia técnica. Pondremos a disposición una batería de instrumentos que tienden a cubrir el vacío histórico que tuvo este sector campesino. Un sector históricamente invisibilizado, pero con peso: las economías regionales están sustentadas por la pequeña agricultura”.
Las primeras organizaciones de mujeres rurales cumplen más de 10 años; son hijas del cansancio de estar a la sombra de los grupos mixtos. Ahora van por más: por la capacitación en cuestiones de género. “El trabajo de la mujer no está reconocido en la mayoría de las casas. Ni nosotras nos damos cuenta del valor que tiene. Es una cosa muy valiosa darnos cuenta de que podemos pensar, pedir y hacer por nosotras mismas. Por ejemplo, siempre la mujer hace los productos en casa y el hombre los sale a vender. Ahora nosotras también estamos saliendo, enfrentando los problemas del mercado”, enumera Londra.
Desde el monte santiagueño, María Elena Ovejero reflexiona: “Siempre decíamos que éramos colaboradoras en lo productivo; hoy decimos que somos trabajadoras. Es un cargo muy importante para nosotras. No fue fácil salir de casa. Lo que nos preocupaba era cuando volvíamos qué nos esperaba, más que nada por los esposos, ése era el miedo. Ellos no querían que participemos. A pesar de los cambios que hemos logrado, una de las cosas que me preocupa es la violencia, día a día la vivimos. Ahora, a las zonas rurales, está llegando la atención del Consejo Nacional de la Mujer. Pero también vivimos la violencia por el tema de la tenencia de la tierra, el trabajo infantil, por la prostitución, porque las jovencitas y las menores de edad son secuestradas para ejercer la prostitución. Y las mujeres también hacen el trabajo de peón rural, en la cosecha de azúcar y de tabaco, y son pastoras. Conozco a una chica que es pastora, trabaja 10 horas y le pagan tres pesos por día”.
Inés y María Elena viven a grandes distancias entre sí, pero están cerca. Estuvieron más cerca todavía hace unas pocas semanas, en el encuentro organizado por el Programa Social Agropecuario de la Secretaría de Agricultura. En esa reunión, por segunda vez mujeres rurales de todo el país intercambiaron opiniones, datos, experiencias, miedos.
Desde hace un año, apenas, el pueblo donde vive María Elena Ovejero, que se llama Invernada Sur, tiene luz. Y eso que está a sólo 100 kilómetros de la capital santiagueña. Sin tendido eléctrico pero con tanta tensión como energía, María Elena participa desde hace 13 años en una organización regional que se llama Juntas Triunfaremos, que es parte de la Organización Nacional de Mujeres Campesinas y Aborígenes (Mucaar) y de la Red Mujeres Latinoamericanas y El Caribe. En Invernada Sur, ahora que tienen televisión pueden seguir la coyuntura del campo por Canal 7, cuando no enganchan Telefé. “Ese problema es más de la gente que está sembrando la soja. En esta zona hay cítricos y lecheros pero a ellos no les afecta tanto”, dice María Elena a Las 12.
La violencia de género, la explotación sexual, la extranjerización de la tierra y el trabajo esclavo son, decíamos, los temas en común con las campesinas de los otros países. Pero las preocupaciones de las Juntas Triunfaremos tienen también agenda propia. “Donde yo vivo es zona de monte. No es un pueblito: hay casas en forma dispersa. Hay caminos intransitables, y cuando llueve es el gran problema porque no tenemos salida a la ciudad. Hubo casos lamentables, perdimos a compañeros por razones de salud, por el tema de partos”, denuncia María Elena, 52 años, criolla, nacida y criada en esta zona, su papá trabajaba “en el obraje, en el acero”, y su mamá le pasó la posta de su oficio: hilar la lana de ovejas y hacer artesanías. Con su marido siembran zapallos, maíz, cosechan miel de abeja. Sus hijos ya no viven con ellos: pudieron irse a estudiar.
En su zona, cada vecino –la mayoría, dice Elena Ovejero, son parientes– el que más tiene no llega a las 30 hectáreas. “¡No! Nosotros no plantamos soja. Tenemos miedo a la soja. Se está terminando de construir un dique cerca de donde estamos, y entre nosotros hablamos que quiere venirse la soja para el lado nuestro. Decimos: `Se está viniendo la soja`. Es terror lo que sentimos. Porque tenemos la experiencia de compañeras de Formosa que han quedado muy mal por el tema de la soja que plantaban en el campo vecino: las fumigaciones afectaban su producción, la salud de ellos y de los animales. Y aquí mismo, en nuestra provincia, en pueblos vecinos a la provincia de Santa Fe que viene avanzando la soja la gente de esas comunidades tenía los mismos problemas.”
El Mocase (Movimiento Campesino de Santiago el Estero) documentó las cifras de esta afrenta: en 1966 había más de 600.000 productores agropecuarios, hoy quedan 330.000. Estas 330.000 explotaciones dan trabajo en blanco a 310.000 personas que ganan unos $1200 mensuales; en paralelo, más del doble de gente trabaja en negro y de manera temporaria y por la mitad de esa plata. “Poroto mágico”, bautizaron con ironía a la soja en la tierra de la chacarera.
El monocultivo de soja destruye cuatro de cada cinco puestos de trabajo existentes y sólo crea un empleo por cada 500-600 hectáreas. En la otra orilla, la economía familiar genera 35 puestos de trabajo genuinos por cada 100 hectáreas. Allí está Ovejero y su grupo, concentradas en el superávit de su cosecha. “Al menos, de a poco, las mujeres en el campo ya podemos tomar decisiones, ser parte de la sociedad”, dice y cree en su promesa: “Lo vamos a lograr en la próxima generación”.
La rutina de Deolinda, campesina santiagueña, y sus compañeros no se vio afectada en los últimos veinte días. Para ella los días siguieron comenzando a las seis de la mañana. Después de varios mates y tortillas daba de comer a las gallinas y abría el corral de las cabras. “En eso nos ocupamos desde las 7 hasta las 11. Después seguimos en el rancho mientras otros están en el sembrado, recogiendo el choclo, los zapallos y las sandías. Por la tarde vamos al sembrado y a la nochecita encerramos a las cabras.” A las nueve terminan las actividades, pero como dice ella, “es bien sacrificado”. Ah, y casi se olvida de la necesaria siesta, “sobre todo en verano”.
Deolinda Carrizo es parte de ese campo tan resonante en estos días, pero ni ella ni las nueve mil familias de pequeñas y pequeños productores que forman parte del Movimiento Campesino de Santiago del Estero se sintieron representados por los reclamos de las entidades agrarias que acapararon los medios. Tampoco apoyan el lockout agropecuario porque entienden que no ataca el problema de fondo: el modelo actual del agro pro monocultivo de soja y todas sus consecuencias. Además consideran que las retenciones son una medida necesaria pero insuficiente para generar equidad en el campo.
“Nosotros cuestionamos el modelo agroexportador, porque en nuestros territorios nos lleva a la pérdida de lo que es nuestra cultura abocada a la producción familiar diversificada.” “El problema de las retenciones no nos afecta. Nosotros trabajamos para autosustento, cultivamos zapallo, calabaza, sandía, pero hemos perdido muchas parcelas por el efecto de sus fumigaciones. Con ellas se pierden semillas criollas además de que provocan problemas en la salud como cáncer e intoxicaciones. Esto perjudica a toda la población, lleva a la desaparición del monte, se profundiza el cambio climático, pero claro, eso no está en discusión.”
El Mocase y otras organizaciones que integran el Movimiento Nacional Campesino Indígena manifestaron que “algunos pequeños productores han quedado envueltos en el doble discurso de la Federación Agraria y participan de los piquetes engañados: las retenciones no afectan a los pequeños productores. La FAA volvió a responder a sus socios sojeros abandonando a sus federados pequeños como lo hizo en distintos momentos de la historia. Lo más reciente fue su silencio durante los ’90 cuando fueron expulsados del campo 300 mil pequeños productores”.
Los campesinos del movimiento no exportan. “Coincidimos en que tenemos que estar fortalecidos hacia el interior, tratamos de colocar los productos en el mercado regional. La lana de oveja, la carne de llama, el tabaco, la hierba, son llevados a Buenos Aires y Córdoba para ser vendidos dentro de la red de Comercio Justo”, cuenta Deo a Las/12. El Comercio Justo se basa en garantizar a los productores de los países económicamente menos desarrollados una compensación justa por su trabajo, asegurándoles un medio de vida digno y sostenible y el disfrute de sus derechos laborales.
En Santiago “tenemos posesión ancestral de la tierra y es comunitaria. Hay un espacio para la producción individual y todo un territorio que es para pastoreo común en el caso de los ganaderos. Es raro que haya familias con título. Hay gente que tiene 10 hectáreas y algunos hasta 200. No más que eso”.
Para Deo y miles de campesinos hablar sólo de retenciones es dejar afuera decenas de problemas que a diario deben hacer frente. “Hoy por hoy, estamos teniendo problemas fuertes con la tenencia de las tierras, con los paramilitares contratados por los terratenientes con órdenes judiciales que salen de un día para el otro, pero cuando un campesino hace una denuncia no pasa nada.”
Sin el modelo de monocultivo de la soja “estaríamos viendo producción diversificada y no estaríamos hablando del tema de las retenciones”, subraya Deo. Además, un detalle: “En la Argentina no comemos soja”.
“Todo lo que pasó en estos días a nosotros nos ayudó para llevar el debate a nuestras comunidades, para ver dónde está la problema del campo y fortalecer nuestra lucha”, cuenta Marta Greco de la Unión de Trabajadores Rurales Sin Tierra de Mendoza. “Ojalá esto sirva para seguir concientizando a la sociedad y para que el Gobierno escuche a los campesinos. Ojalá sirva para la redistribución de las riquezas. Si logramos que se escuche otra campana del campo, sería un gran paso.”
“Nosotros no apoyamos el lockout y queremos limpiar la confusión desde los medios porque se habla del campo como un todo compacto y en realidad los que están en conflicto son los agronegocios y los empresarios de la soja. Ni son campesinos ni viven en el campo”, determina Diego Montón, compañero de Marta.
Las retenciones son una medida necesaria para frenar la sojización pero “no es suficiente”, arremete Montón. “En nuestras comunidades tenemos batallas por la tierra. Estos empresarios que hablan de respeto, de trabajo, son los que abusan e intentan pasarnos por arriba con topadoras.”
La UST forma parte del Movimiento Campesino Indígena (MNCI). Para ellos “las llamadas ‘entidades del campo’, la SRA, CREA, FAA y Coniagro, sólo pronuncian los dictados de los agronegocios. Hoy su símbolo es la soja transgénica, que por su alta rentabilidad ha devastado bosques, desalojado comunidades campesinas e indígenas, contaminado suelos y aguas y aumentado los precios de los alimentos en el mercado interno”.
De las 450 familias que integran la UST, algunas se dedican a la cría de caprinos, chanchos, otros a la agricultura y el resto son obreros rurales. “Ahí la lucha es la de tener acceso a la tierra sin patrón”, recuerda Marta. La organización posee su propia fábrica para procesar los productos, por ejemplo, el tomate, que en su última etapa se comercializa en las redes de Comercio Justo. También hay una línea de producción avícola. “Los pollos los criamos con productos de campo, naturales”, aclara Marta. También desarrollan artesanías.
“Los productores caprinos viven en campos comunitarios y los productores de tomate no poseen más de una hectárea y media o dos por familia. En sus huertas, cada familia tiene garantizada la diversidad alimentaria.”
Integran al MNCI más de 15 mil familias “que no se incluyen cuando se habla de este campo. La mayoría de la población rural no está contemplada en esta discusión, a pesar de que se habla de la voz del campo”, destaca Montón.
Las retenciones “no tocan al pequeño productor y desalientan el uso de soja. Hay pequeños productores que arriendan sus campos, pero que se incrementen las retenciones no implica que les paguen menos por alquilar sus tierras”, explica Montón. Además, “la discusión pareciera sólo en torno de la rentabilidad, pero nosotros tenemos que tener en cuenta otros indicadores, tenemos que tener en cuenta qué alimentos producimos y con qué calidad”, señala.
“El Gobierno debe replantearse si quiere virar este modelo, los campesinos e indígenas son actores de desarrollo y tienen que tomar en cuenta el tema de la concentración de la tierra. El otro punto es el de la protección de los bienes naturales. Hoy este modelo de la soja está degradando los suelos.”
Al final de la charla, Marta recuerda las principales banderas de su lucha: “La soberanía alimentaria y la reforma agraria”. La primera se refiere al derecho de los pueblos a definir su política agraria y alimentaria, sin vender a países terceros productos a precios menores que el costo de producción. La reforma agraria implica un amplio proceso de distribución de la propiedad de la tierra, entendiéndose que la posesión y uso de ella debe estar subordinada al principio de que sólo tiene derecho a la tierra quien en ella trabaja, depende de ella y en ella reside con su familia.
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