Viernes, 4 de abril de 2008 | Hoy
HOMENAJE
Se dice de Beatriz Guido que era la primera en creerse sus propias mentiras en el mismo momento en que las echaba a rodar. Como quiera que sea, ese personaje exuberante y mediático que construyó terminó siendo mejor recordado que la talentosa e imaginativa escritora cuyos libros –con suerte– sólo es posible encontrar en locales de usados. Y a quien se puede descubrir o evocar cuando, muy cada tanto, el cable pasa algunos de los mejores films que dirigiera su marido Leopoldo Torre Nilsson, basados en sus cuentos y novelas.
Por Moira Soto
Al cumplirse el mes pasado 20 años de la muerte de Beatriz Guido en Madrid, José Miguel Onaindia, director del Centro Cultural Rojas, propició el 12 de marzo pasado un homenaje en el que participó junto a Josefina Delgado, Manuel Antín y Graciela Borges, previa proyección de un documental de Santiago Palavecino. “Me parece que se trata de una escritora con una obra más que interesante, injustamente olvidada”, dice Onaindia. “Me interesa poner en presente la memoria de estos escritores, de esta gente de la cultura que tenía un gran peso social. Beatriz era reconocida cuando entraba a un lugar público, admirada, respetada. Y no creo que fuese cuestión de pura figuración. Por otra parte, ella formó esa suerte de unidad artístico-matrimonial con Torre Nilsson, hicieron películas que se convirtieron en clásicos del cine nacional, innovadoras por la temática, el uso de la cámara, de la música dodecafónica. En esa fusión que hizo entre literatura y cine a través de una serie de obras, Beatriz cumplió un rol de adelantada, como creadora en una época en que no había ese tipo de participación femenina en el cine local. Como lo de ella es desde la literatura cuando se habla de los primeros aportes de la mujer a nuestro cine, se cita a María Luisa Bemberg.”
José Miguel Onaindia recuerda que la popularidad de Guido era tan grande que una sola de sus novelas podía vender 200 mil ejemplares: “El incendio y las vísperas lo leía todo el mundo que leía, que sin duda era más amplio en ese entonces. Beatriz no fue una escritora valorada por la Academia, pero también hay que decir que escritores que sí lo fueron, como Mujica Lainez o Mallea, hoy son ignorados, sus libros han desaparecido de las librerías. Personalmente, creo que Beatriz Guido fue una escritora de raza, se podrán discutir sus logros literarios pero no que ella creó un mundo propio, absolutamente reconocible, aun en sus desbordes y defectos. Hay algo fuertemente singular en sus textos. Ella es una aguda cronista de la decadencia social, de la corrupción política, de la infancia que no se corresponde al ideal de inocencia. Sus relatos tienen una rara intensidad, una percepción inquietante de las cosas. Hace mucho que no releo El incendio y las vísperas, una novela que me provoca cierta asociación con La caída de los dioses: esos finales de regímenes fuertes, imágenes inolvidables como la de ese señor lavando la estatua de Diana Cazadora o la figura de Antola Vélez, la criada, testigo de todas las lacras privadas de esa familia. Beatriz escribía con una tonalidad muy suya que me parece despegada del realismo, que probablemente no le interesaba. Más bien rozaba el género fantástico en su vertiente gótica, con producciones extremas como cuento ‘El secuestrador’, luego llevado al cine”.
Onaindia tiene su propia anécdota de Beatriz Guido, “que no va por el lado del humor, que tanto la caracterizaba, sino de la bonhomía, de la generosidad hacia el otro. La conocí a los 14, en 1970, cuando recién acababa de aparecer Escándalos y soledades. La vimos con un amigo entrar en la Confitería del Molino, compramos el libro y nos acercamos, contando la plata para ver si nos alcanzaba para una gaseosa. Le alcancé la novela para que la firmara, ella me trató muy amablemente y me escribió como dedicatoria, que todavía conservo: ‘Gracias por leerme’. Al irse, pasó por nuestra mesa y nos saludó con una sonrisa. Cuando llamamos al mozo para pagar, nos enteramos de que ya lo había hecho ella. Esa era su elegancia”.
El documental de Santiago Palavecino que se vio en el homenaje del Rojas también se ofrecerá antes de las exhibiciones de Piel de verano (1961, basado en el cuento Convalecencia), hoy viernes, y La invitación (1982), el próximo 25 de abril, dentro del ciclo Beatriz Guido en el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930 (para averiguar el horario, que no figura en la gacetilla, llamar al 803-1040). Palavecino trabajó con gran variedad de fotografías de distintas épocas de Beatriz Guido, y con su voz en off. También con testimonios de especialistas como Nora Domínguez, Alejandra Laera y Sylvia Saitta, y con jóvenes actrices de teatro –Eugenia Capizzano, Romina Paula– que leen fragmentos de La casa del ángel y La caída, donde aflora parte de la mitología de la escritora (los niños terribles, la adolescente que se expone temerariamente con el pretexto de entregar un escapulario).
Según Domínguez, Guido “encontró una matriz de escritura en la representación de un mundo familiar corrupto, vinculado al poder político, desde La casa del ángel”, donde “hay un joven o una joven que espía y que va a enjuiciar”. Laera señala el estilo neogótico de la escritora, “un erotismo vinculado con lo siniestro, una nueva sensibilidad femenina que emergió en la década del 50”. Para Saitta, en Fin de fiesta se muestra la caída de un político conservador de los ’30, íntimamente relacionada con su historia familiar, que muere en soledad, el 17 de octubre de 1945: “La tesis de la novela es que muere un caudillo y renace bajo otra forma. En su literatura, Beatriz Guido no es ni frívola ni graciosa ni ocurrente, estos rasgos que ella usó en la vida pública”.
Hacia fines de los ’70, en vez de una entrevista formal para una revista femenina, Beatriz Guido prefirió jugar a las asociaciones libres generadas por temas elegidos al azar, relacionados con la vida cotidiana (si figuran los enanos es porque ella siempre dijo que los tenía naturalmente incorporados). El agravamiento de la enfermedad de su marido interrumpió este recreo y el proyecto de nota quedó inconcluso. A continuación, algunas de las preferencias y recusaciones de la escritora en aquellas fechas. Una persona locuaz y generosa, sin sombra de esnobismo, que disfrutaba tanto de los chismes como de una buena comida en Edelweiss o de un safari a los negocios de antigüedades de San Telmo, mucho antes del boom del turismo.
No me asustan. A veces, yo que vivo corriendo todo el día, que soy una extrovertida ansiosa, me entretengo mirándolas moverse tan lentamente, me atraen su paciencia y su silencio. En realidad, me fascinan: había una que estaba en la pantalla de la lámpara de mi mesa de luz, y podría haberla sacado con un plumero. Sin embargo, prefería observarla. Hasta anoche que, casualmente, me di cuenta de que había desaparecido. Como si se hubiera cansado de mi mirada.
Vivo rodeada de hollín porque siempre elijo plantas bajas, aunque también hemos vivido en terrazas. Así que convivo tranquilamente con el hollín, recojo esas hojitas que se forman y que se me deshacen en las manos. No creo que pudiera vivir sin hollín, en un lugar demasiado limpio: me moriría, sería algo demasiado aséptico. Pienso que mis pulmones se resistirían a aspirar en un ambiente más sano. Por ejemplo, cuando no he tenido más remedio que vivir en lugares de montaña, por razones de filmación o por cualquier otro motivo, me viene una cosa que se llama resfrío seco, que es como si demasiado aire puro me atacara la garganta.
Adoro los gatos, los adoro realmente. En una época tenía muchas porcelanas de gatos porque no me alcanza el tiempo para cuidarlos vivos. A Leopoldo no le gustan los animales y a mí es el único que me interesa. En una oportunidad, estuvimos en la casa de un crítico inglés, Derek Prouse, que tenía ocho gatos. El dueño no estaba y Leopoldo se engripó, de modo que mandamos los gatos al jardín, con culpa porque si se enteraba Derek, nos mataba. Me acuerdo con qué ternura yo les daba de comer sin que se enterara mi marido. Pero finalmente, Leopoldo los aceptó dentro de la casa y convivimos con ellos durante varios meses.
Me gustan con panceta, al estilo norteamericano. Como de chica viví varios años con mis padres en los Estados Unidos, me han quedado ciertos gustos que se forman en la infancia: la panceta bien quemada y el huevo encima. También me encanta la manteca de maní, con pan fresco o con galletitas, aunque si puedo elegir, elijo la medialuna.
Soy incapaz de memorizarlos, apenas se los tolero a Vizcacha.
Me atraen solamente cuando hay jazmines del Cabo, por el perfume. Siempre me han gustado más los kioscos de golosinas, esos donde hay baratijas y puedo comprar algo al pasar. Disfruto comprando, cualquier cosa, pero que dure. Voy en busca de la perennidad. Y no sé, puede ser que las flores las asocie también con entierros o velorios, con la primitiva costumbre de las coronas. No puedo separar la imagen de las coronas de las filmaciones: cuando hay que armar un entierro, me veo yendo a robar flores a los cementerios con el jefe de utilería, averiguando cuál es el último muerto, porque es el que tiene las flores más frescas.
LOS ENANOS
A veces tengo la impresión de haber convivido tanto con los enanos de Buñuel. Es decir, he convivido con enanos y otras criaturas por el estilo en mi imaginación, en los films, en la literatura. Soy de una generación en la que el circo, donde siempre hay enanos, tuvo una gran influencia. Mi papá nos llevaba siempre a ver el Sarrasani. También podría decir que al enano lo siento como porte-bonheur, pero de una manera romántica. No le veo deformación al enano, no más que a los que no lo somos, lo miro con verdadera naturalidad. Recuerdo que al lado de otra casa donde vivimos había un hombre muy alto con una enanita preciosa, muy linda pareja. Otra vez tuve la suerte de que el tren que iba de Nueva York a México se parase en Ciudad Juárez. Y en Tijuana pude ver un prostíbulo de enanas. Solo desde afuera, lamentablemente.
Para mí, está muy unido a Manuel Puig. Lo veo como todo aquello que Manuel sintió en su piel, pero que lo hirió. Es una problemática de mi generación. Es decir, ambos sentimos lo mismo por el art-nouveau, una atracción que es como un abismo que nos está llamando, pero a la vez es el mundo terrible, oscuro, lleno de prejuicios y prohibiciones de nuestras tías, de nuestras madres.
Lo odio, siempre lo rechacé. De chica me atraía mucho Betty Boop porque la veía bonita y avispada. Si fuera ministra o tuviese algún poder, sacaría de circulación cosas tan feas como el Pato Donald, Olivia, Spaghetti, por el bien de los chicos. Pero dejaría a Mr. Magoo.
Nada más alejado de mis inclinaciones. En todo caso, podría decir que mi deporte favorito es salir de mi casa con el brazo extendido en alto para llamar; “Pssst, taxi”.
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