Viernes, 23 de mayo de 2008 | Hoy
LIBROS II
En La casa de los conejos, Laura Alcoba reconstruye la clandestinidad durante la dictadura a través de la voz de una niña de siete años que sabe vivir momentos luminosos en medio de la obligada oscuridad.
Por Ana Craig
En 1976, Laura tenía siete años y junto a su madre se fue a vivir a una casa clandestina en las afueras de La Plata. Allí, en el fondo del patio, su madre imprimía los ejemplares de Evita Montonera y tuvo los dedos manchados de tinta por varios meses. Mientras tanto, Laura se iba a jugar con una vecina que tenía un placard lleno de zapatos y en la casa ayudaba a preparar los paquetes con cintas de colores con que envolvían los periódicos para que nadie sospechara. Para que nadie sospechara, además, en el patio tenían jaulas llenas de conejos porque supuestamente allí se preparaba conejo en escabeche.
Su padre estaba preso. Ella lo iba a visitar y a la distancia empezaron a tejer un vínculo epistolar. A los meses de estar en esa casa, la madre logró exiliarse en Francia a través de algunos clientes de su padre, que era abogado de estafadores y delincuentes que conocían muy bien la frontera. Laura se quedó a vivir con los abuelos y se reencontró con su madre tres años después, en París. “La adaptación no me costó tanto. Desde la cárcel, mi papá me escribía que tenía que aprender francés, que tenía que ir al Louvre y contarle, como si yo fuese los ojos que él no tenía, y yo le contaba lo que veía en los museos. Entonces me integré muy rápido y entré por la cultura, me enamoré del idioma y de la literatura.”
Durante estos últimos treinta años, Laura viajó a la Argentina por pocos días y siempre por motivos puntuales. En 2003, su abuela cumplía años y ella fue al festejo con su hija menor Heléne, que en ese momento era una beba. Por primera vez sintió ganas de volver a la casa en la que había vivido y que se convirtió en escombros el 24 de noviembre de 1976 por fuerzas de la represión comandadas por el general Carlos Suárez Mason, Adolfo Siggwald y Ramón Camps, según un artículo de La Gaceta de la época. Un mortero y disparos que se extendieron por tres horas mataron a siete personas. Entre ellas estaba el matrimonio dueño de la casa, Daniel Mariani y Diana Teruggi. En ese momento, la hija de ambos, Clara Anahí, tenía tres meses y medio y se estima que sobrevivió porque su madre la escondió debajo de un colchón en la bañadera. Su cuerpo nunca fue encontrado. “Fue una situación muy fuerte. Encontrarme viva con mi hija en el lugar donde se habían separado una madre y una hija fue un shock.”
A partir de ese shock empezó a escribir “instantáneas fotográficas” de lo que se acordaba de su niñez en la dictadura. Lo hizo sin contarle a nadie de su proyecto y esas imágenes se convirtieron en la materia prima de La casa de los conejos, su primera novela. “Es como que una puede empezar a escribir cuando aceptó el niño que fue y yo sabía que el mío era tan pesado, tan fundamental, tan difícil, que al escribir tenía que empezar por eso.”
La lengua original es el francés, su lengua de escritura. El día de su cumpleaños 38, el 10 de abril de 2006, lo mandó a Gallimard. Tres días después, uno de los editores la llamó con la sensación de la lectura en la boca y la citó para una reunión. Finalmente el comité editorial decidió incluirla en la colección Blanche, la serie más prestigiosa de la casa. En abril, el libro fue traducido al español por el escritor argentino Leopoldo Brizuela, sin que ella pudiera imaginarse que el libro llegaría a la Argentina y, además, editado en inglés.
–Porque yo no escribí este relato para reclamarle mi infancia a nadie. Se robaron tantas cosas en la Argentina, se llevaron tantas vidas, la violencia fue tal que sería obsceno exponer el dolor del yo autobiográfico. No quería hacer un panfleto, no tenía la intención de criticar o reivindicar nada y en el terreno de la literatura se expone lo complejo, lo paradójico, lo que no es unívoco. Todavía no logro alcanzar de entender del todo y me sigue pareciendo misteriosa la situación política. Desde Francia no tiene sentido decir nada de los acontecimientos. Por eso quise armar un relato con trama, que no fuera una acumulación de recuerdos. Mi universo es la literatura y cuando escribía tenía muy presente La montaña mágica de Thomas Mann y no libros de la época.
–La casa funciona de manera simbólica, donde aparece lo oculto y lo que se puede mostrar. También había algo real de que mi mamá estaba en una clandestinidad muy dura. Ella tiene reservado el espacio que llamaban el “embute”. Ahí estaba oculta la imprenta clandestina y es la parte más oscura de la casa, la más retraída. Al mismo tiempo fue una manera de proteger a mi mamá como personaje. No quería hablar en su lugar o cuestionarle nada por respeto a una elección que no había sido mía.
–El libro es un intento de ver por dónde pasa la frontera entre los vivos y los muertos, los sobrevivientes, por qué nos salvamos, cómo fueron esas casualidades que hicieron que escapásemos a eso. Y cuando empecé a escribir, me di cuenta de que me venían momentos felices entre comillas, muy luminosos, y de esa sensación rescato la imagen de Diana, que es el personaje femenino casi principal del libro y en mi recuerdo estaba como una mujer bellísima.
–Hablamos muy poco de ese período. Yo sé que para mi mamá es muy doloroso e intuyo un sentimiento de culpa de los sobrevivientes muy grande. Ahora ellos miran la elección del exilio de manera crítica, pero bueno, fue su elección en ese momento, tanta gente murió, pero nosotros no... Ese peso es muy grande y eso lo sé aunque ellos no lo formulen; entonces en el libro no quería agregar un dolor suplementario.
–Eso tiene un poco que ver con el trabajo del duelo. Bueno, hay una herida a la que es necesario volver para tratar de cerrarla en un sentido. Yo evoqué el deseo del olvido porque tenía la idea de publicar hace un tiempo y sabía que cuando empezara, tenía que hacerlo por este libro.
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