Viernes, 23 de mayo de 2008 | Hoy
URBANIDADES
Por Marta Dillon
“Después de lo malo, algo bueno”, tituló el diario Perfil una nota que daba cuenta del embarazo de la esposa del jugador de fútbol brasileño Ronaldo, poniendo el acento positivo sobre esta última noticia y “lo malo” del lado las relaciones sexuales que habría tenido con una travesti, Andreia, y dos amigas más, en Italia. El diario Crítica, por su parte, dio cuenta de la nota refiriéndose a Andreia como a “el travestido” y haciéndose eco del argumento del futbolista que jura que hasta que no estuvieron los cuatro en la habitación del hotel no supo que estaba con “un” travesti. Loco, ¿no? Digo, que un tipo acostumbrado a pagar por sexo –la liviandad con que Ronaldo relata que pidió a Andreia que llame a dos amigas puede hacer intuir algo así– se haya visto estafado por “un travestido”. Es de esperar que si se lo trata de “un” sea más o menos fácil reconocerlo (haciendo énfasis en el “lo”, que obviamente no es propio). La anécdota viene a cuento en la misma semana en el que el diario de Jorge Lanata se entusiasmó con un falso debate sobre cómo “deberíamos” llamar a las travestis (pensando en las con respecto a chicas como Andreia, por ejemplo), si “los o las”. Mucho será pedir que tomen en cuenta que travestis –como se reconocen la mayoría en contra de términos que podrían ser más específicos como transgénero– hay en clave masculina y femenina, que el universo no se acaba en la prostitución o la peluquería y que también hay masculinidades en cuerpos diversos y no solamente al revés. El debate es interesante de ver aunque duela lo suyo. Sobre todo por el flagrante desconocimiento de nociones que a esta altura resultan básicas, como el género que no tiene que ver con los genitales sino con una construcción cultural y también de identidad. Interesante pero, hay que decirlo, antiguo, tanto que hasta por ley en los hospitales y centros de salud se debe llamar a las personas por el nombre que las identifica y no por el que figura en el documento o el que se supone que concuerda con los genitales. Todo eso se ignora, total, estamos en el culo del mundo y aquí se respira un “entre nos” en los medios que permite un guiño cuando se habla de las “putas” de tal o cual esquina o “los” travestis escondiendo la falta de respeto a la identidad con la que cada quien elige vivir en sociedad, consagrando los derechos inalienables de la “normalidad”. Ah no, es necesario que duela, que se corte, que se llore, estar atrapado, asfixiado en un cuerpo “que no corresponde” si no, a bancarse la pelusa, ¿querés conservar tu pito?, ¿tenés sensaciones en él? Pues entonces no pidas que te digan “la”, “la” es para nosotras, conchas profundas y de nacimiento. Y si no, al menos reconstruidas con dolor y sufrimiento, ¿o acaso no cuesta ser mujer?
Cuesta, cuesta tanto que hay que bancarse que el “entre nos” que tan bien reproduce la revista Hombre, de la editorial Perfil, en el Test Tyson, sobre el que ya escribió con claridad Mariana Carbajal en este mismo diario. Un chiste, sí, un chiste que como cualquier otro se hace cargo de eso que sobrevuela el imaginario. En ese test que ayer fue repudiado en la Legislatura de Buenos Aires a impulso de la legisladora Diana Maffía por alentar y consagrar la violencia contra las mujeres en clave de “jodita para los amigos”. Pero bueno, es un chiste, che. Como son chistes los miles que se reproducen sobre la figura del odontólogo Barreda que ahora va a gozar de arresto domiciliario en casa de su novia. Un asunto privado para los vecinos de Belgrano que seguramente –y aquí me arriesgo en la suposición aunque con algunos elementos, como el espanto cuando cartoneros y cartoneras acamparon en las Barrancas de Belgrano– pondrían el grito en el cielo si el vecino, en lugar de haber asesinado a todas las mujeres de su familia, hubiera tomado una propiedad privada que no le corresponde por derecho de herencia. Después a rasgarse las vestiduras si un Observatorio de Medios se ocupa de la discriminación, a ver si en nombre de ciertos derechos –como el de gozar de respeto a la propia identidad– se cercena la sagrada libertad de prensa.
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