Viernes, 20 de febrero de 2009 | Hoy
PERFILES > Pipi Oberlin es una abogada santafesina, hija de padre desaparecido, militante de la agrupación H.I.J.O.S., que ha sabido litigar contra gigantes como la misma corporación policial en un caso de violación dentro de una comisaría y el inmenso aparato político y legal que todavía protege al ex comisario Abelardo Patti. Pero ella no piensa en la relación de fuerzas, sólo sigue adelante impulsada por la convicción y el sabor dulce de algunas victorias compartidas, como el que se siente cada vez que un o una joven apropiada recupera su identidad.
Por Sonia Tessa
Desde Rosario
Ana Claudia Oberlin, “Pipi”, sabe perfectamente lo que son las luchas desiguales. Desde muy pequeña, cuando le tocó lidiar con el silencio sobre la desaparición de su padre y la hostilidad de una sociedad –en su caso la santafesina– que todavía tenía instalado el “algo habrá hecho”. Nació el 7 de agosto de 1976 en el hospital Durand de Buenos Aires –donde ahora se realizan los exámenes genéticos para devolver su identidad a los hijos e hijas de desaparecidos– y debieron anotarla con un apellido falso. Sus padres, militantes montoneros, eran buscados, y como habían sido presos políticos durante la dictadura anterior, eran blancos fáciles, así que estaban en la clandestinidad. Además, en enero habían desaparecido sus dos tíos. Finalmente, el 6 de septiembre de 1977, su papá cayó en Buenos Aires, y su mamá volvió a la ciudad de Santa Fe, el lugar del que venían, para resguardar a los tres hijos. Allí creció Pipi y a los 18 años se acercó a H.I.J.O.S., que estaba en plena fundación. Nunca abandonó esa pertenencia, que asegura forma parte de su identidad. Desde que era chiquita, sus familiares y amigos presentían que sería abogada, porque siempre se anotaba en cualquier pleito y defendía encarnizadamente sus posiciones. Más grande, cuando ni siquiera tenía 30, se enfrentó a un gigante: lleva adelante la causa contra Luis Abelardo Patti en San Nicolás, por la que fue detenido en noviembre de 2007 y por la que se impidió al represor asumir como diputado. Por lo mismo, participó activamente en el proceso que derivó en la negativa del Congreso de la Nación a aceptar su diploma no una, sino dos veces.
También fue una pieza fundamental para encontrar a la hija de Raquel Negro, la penúltima nieta recuperada, a fines de diciembre. Durante meses viajó de madrugada, entre Rosario y Paraná, para investigar el destino de aquella niña nacida en Paraná, que hoy sabe su auténtico nombre y apellido y conoce también que sus padres, Tulio “Tucho” Valenzuela y Raquel, estuvieron secuestrados en la Quinta de Funes. Oberlin presentó el escrito para pedir que se investiguen las declaraciones de un represor, Eduardo “Tucu” Costanzo, quien aseguró que a la militante montonera secuestrada la habían llevado al hospital Militar de Paraná a tener sus mellizos y, luego, la beba había sido dejada en un “convento de Rosario”. Aunque no todas las afirmaciones hechas por este “arrepentido” al periodista José Maggi, de Rosario/12, fueron verdaderas, Oberlin decidió probar. “Eso habla de cómo hay que trabajar estas causas, que no hay que dejar ninguna punta sin investigar, porque todo puede ser. Además, las causas que tienen apropiaciones son desesperantes. Se produce tanta ansiedad de encontrarlos y hay tantas ganas, que eso muchas veces implica que investigues todo, hasta la cosita más chiquitita, porque los tenemos que encontrar, y los estamos buscando de una manera desesperada, porque pasan los años, las abuelas se mueren, los chicos cada vez son más grandes, tienen las vidas cada vez más formadas, es cada vez más difícil”, dice con el apremio en su mirada. Y lo subraya: “Cada día que pasa pienso faltan... tantos chicos”.
Ese compromiso está presente desde siempre en su vida profesional. Antes, en 2003, cuando todavía no estaba concentrada totalmente en las causas de derechos humanos y asistía a víctimas de violencia policial, representó a una adolescente de 16 años que fue violada por tres policías en una comisaría rosarina, el 26 de julio de 2002. Cuando habla de Erica, aquella adolescente que terminó suicidándose, se le quiebra la voz. Es que Pipi –como le dicen todos– no concuerda con aquel axioma de la “distancia” con el cliente. De hecho, no considera así a la mayoría de sus representados. “Para mí son compañeros y compañeras, no puedo verlos de otra manera”, dice.
Con sus llamativos ojos y el pelo bien negro, Pipi también sabe lo que es el micromachismo cotidiano en los juzgados. Cuántas veces, para neutralizar alguno de sus pedidos, le han dicho: “Pero doctora, no se ponga así, una mujer tan linda y tan joven, no se enoje”. A ella la subleva más. Afirma que coincide con los postulados de los feminismos. “Entiendo por ser mujer y por estar muchas veces en espacios donde hay tensión vinculada al poder lo que implica vivir en una sociedad machista”, dice. Pero mucho más allá de esa degradación cotidiana, enfoca la cuestión de la violencia de género en su trabajo profesional. “Los jueces se niegan a imputar a las patotas por agresión sexual, cuando está comprobado que fue una práctica sistemática, que incluso violaban delante de otros, para quebrar la subjetividad de los secuestrados. Nosotros insistimos con que se incluya la agresión sexual, pero no logramos que los imputen. Ese es un tema que me preocupa particularmente”, indica.
Trabajó intensamente sobre los delitos contra la integridad sexual, como les dice el Código Penal, cuando se convirtió en la abogada de Erica, la niña de 16 años que fue violada en una comisaría rosarina por tres policías. “Fue toda una construcción muy innovadora la que tuvimos que hacer (junto a su socia, Florencia Barrera), para que se condenara sin el estándar probatorio que se exige, que es bastante forzado, y eso es porque estos delitos, para los jueces, tienen otro tratamiento, son como de otra categoría, es lo mismo que pasa con los delitos de lesa humanidad, que sí imputan por torturas pero no por violaciones”, relata sobre aquella experiencia, que terminó en la condena de los tres autores. Para ella, también fue determinante por lo que ocurrió con la víctima, cuya subjetividad fue arrasada en aquel ataque. Al punto de que se suicidó meses después de la condena. “Nos cambió la visión de la Justicia”, reconoce ahora. “Cuando logramos la condena, y estábamos tan contentas, en nuestra idea un poco inocente, creímos que ya estaba, que para ella iba a ser reparador, si bien no iba a poder compensar el daño tan espantoso que le habían hecho, de alguna manera sí la situaría en otro lado. Y cuando le dimos la noticia ella se puso tan contenta... Pero después todo terminó como terminó”, suelta a borbotones, con la voz un tanto estrangulada y sin decir la palabra suicidio.
Antes, durante y después, Oberlin siguió siendo abogada de H.I.J.O.S. Rosario. Cuando la Corte Suprema de Justicia declaró la inconstitucionalidad de la obediencia debida y el punto final comenzó a dedicarse exclusivamente a las causas de derechos humanos. A fines de 2004 conoció a Manuel Gonzálvez, hijo del desaparecido Gastón Gonzálvez, que había recuperado su identidad. Entonces, como la jurisdicción del secuestro (Zárate o Escobar, no se sabe bien) era San Nicolás, Oberlin empezó a representar a Manuel y a su hermano Gastón (bajista de los Pericos), junto a Nadia Schujman. Llevan la causa por la desaparición de Gastón, en la que está imputado Patti. “En los primeros tiempos de la causa, cuando nadie quería declarar y era todo muy complicado, íbamos a hablar con gente a Escobar y nos contaban cosas, pero estaban muy asustados. Su detención, el 22 de noviembre de 2007, fue un quiebre. A partir de ahí, un montón de gente se animó a declarar, y eso tiene que ver con que él era un icono de la impunidad”, recuerda ahora. Es que antes de la detención de Patti, los posibles testigos les decían: “Yo sigo viviendo acá y él tiene poder”.
Por eso, la indigna que se considere que el rechazo del ingreso de Patti al Congreso haya sido manipulado por el gobierno nacional. “Con muchísimas dificultades logramos dos veces que el Congreso se pronuncie en contra de Patti, que fue algo histórico y además quiero resaltar que se pusieron de acuerdo prácticamente todos los sectores, con la exclusión de una parte vergonzante de la UCR y los sectores vinculados al pattismo. Porque se quebró el bloque radical, eso fue algo fuerte”, relata. Y cuenta: “Nosotros estábamos adentro de todo eso, buscando el acuerdo para el rechazo, que no fue porque Kirchner quisiera, sino por un compromiso muy grande de un montón de sectores. Y personalmente se comprometieron muchos diputados y diputadas que no eran oficialistas y que la pelearon”. En esa lista menciona especialmente al legislador de Proyecto Sur, Claudio Lozano.
El tema de Patti la desvela. Dice que el fallo de la Corte Suprema de Justicia, que habilitó su asunción, fue “un retroceso institucional. Lo que planteamos es que Patti pudo ser candidato a diputado y tener una vida política porque las instituciones democráticas del Estado no funcionaron. Por la cantidad de pruebas que había en contra de Patti, y las características de su accionar, tendría que haber estado siempre preso y no podría haber sido candidato a nada. Ni a presidente del club del barrio”. Y por eso considera que se trata de un caso “tan emblemático, que concentra cuestiones que tienen que ver con lo más descarnado de la dictadura y de la posterior construcción de la impunidad. Es un personaje que además tuvo mucho poder en democracia, y lo ejerció desde su lado antidemocrático. No se disfrazó de otra cosa, como hicieron muchos”.
El arsenal de Patti, hoy, es el poderoso equipo de profesionales que lo defiende. “Es difícil porque él suma abogados, algunos con mucha experiencia, y tiene ayuda económica de gente poderosa que quiere que parar la causa. Nosotros recibimos mucha colaboración del Cels, por ejemplo, pero a veces nos falta plata hasta para las fotocopias”, cuenta, pero no a modo de queja, sino para ilustrar que se trata de una pelea asimétrica.
La desaparición de Gastón Gonzálvez no es la única causa que Oberlin lleva en San Nicolás, vinculada con la familia Gonzálvez. Otra es por la masacre en la que mataron a la compañera de Gastón, Ana María del Carmen Granada. “Fue una masacre espantosa”, recuerda. Allí había tres adultos con tres niños, y entró una patota de 50 policías y militares, que mató a todos los que estaban a la vista. Manuel se salvó porque Ana María lo envolvió en un colchón y lo metió en un ropero, donde lo encontraron los vecinos, intrigados porque entre los cadáveres faltaba “el bebé”. Allí nace la tercera causa: la apropiación del niño sobreviviente, por la que acusan al juez de Menores de San Nicolás, que violó las normas de adopción, al no buscar a la familia biológica.
Además de su trabajo en H.I.J.O.S. y Abuelas, Oberlin lleva las tres causas en San Nicolás como representante de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Reconoce los avances que significó este gobierno en materia de los juicios contra los represores, pero se niega a atribuirlos sólo a la voluntad política de una administración. “Es al revés, considero que fue producto de la lucha de un montón de organismos, de organizaciones y de los argentinos y las argentinas, que en un buen porcentaje no querían más la impunidad”. No acepta de ninguna manera que se considere “una gracia otorgada”.
Sobre los procesos que se están llevando adelante –espera que este año llegue a juicio oral la causa Feced, que investiga el grueso del Terrorismo de Estado en Rosario– es crítica pero también los valora. “No son los juicios que queremos, son los que tenemos. Se está enjuiciando a un sector muy pequeño, ínfimo, de los involucrados con la dictadura. Creo que habría que avanzar no sólo hacia los ejecutores sino también a quienes la impulsaron, se beneficiaron. Y de los represores, apenas se está juzgando a un sector muy pequeño, muy limitado. Creo que se deben profundizar, y se necesita ampliar las responsabilidades. Pero no niego la importancia histórica y trascendental que tienen estos juicios tal como están”, subraya. En ese sentido, pide evaluar esos procesos desde una “mirada estratégica”.
Y sobre el valor histórico de los juicios confiesa su admiración por quienes hoy se plantan en los Tribunales para testimoniar el horror. “Para mí, los testigos son héroes y heroínas muchas veces anónimos”, expresa. Claro que la desaparición de Julio López apuntó a quebrar justamente eso, la presencia de testigos que no estuvieran estrechamente vinculados con los organismos de derechos humanos. “Pero son excepcionales los casos de los testigos que decidieron no declarar, y eso habla del coraje y la valentía de quienes fueron víctimas de estos hechos. En la mayoría de los casos declaran, tienen una paciencia infinita porque son citados en seis o siete causas en distintas jurisdicciones, pero van, declaran. Y te dicen cosas muy fuertes, como que deben hacerlo porque todos sus compañeros están desaparecidos”, rescata como una de sus definiciones de la palabra dignidad.
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