Jueves, 31 de diciembre de 2009 | Hoy
CINE
Por Moira Soto
Era de cajón que la crítica no iba a tener lisonjas para con Silencios, la película recientemente estrenada de Mercedes García Guevara, una realizadora discontinua, intermitente, que no entra dentro del llamado Nuevo Cine Argentino, tampoco navega sobre fórmulas más comerciales ni se caracteriza por practicar ninguna forma de lobby. Sin embargo, una cineasta, guionista y productora que convoca a un elenco tan extraordinario –en buena parte proveniente del teatro alternativo– como el que da relieve a este film, y que es capaz de lanzarse con cuestiones tan tremendas como el abuso sexual por parte de un modesto cura de parroquia y de proponer personajes cotidianos ambivalentes e imprevisibles, ciertamente merece que se le dedique atención. Ana Celentano, Duilio Marzio, Stella Galazzi, Nahuel Pérez Biscayart, Marta Lubos, Guillermo Arengo encabezan un cast de primera, bien acompañados en la segunda fila por Marcelo Zamora, Alejandro Ruiz Díaz, Susana Varela...
Si bien se arrima a problemas sociales diversos vinculados con la abismal desigualdad social (que puede generar tanto violento resentimiento como abierta solidaridad en los diferentes personajes), García Guevara se maneja con particular fluidez en el trazado del perfil de sus criaturas y en las relaciones que van entablando, en las dificultades de comunicarse, en la dualidad con que se manifiestan. Inés es una treintañera sin títulos que trabaja en un Centro de Cirugía de Alta Complejidad, soltera, sin hijos, evidentemente insatisfecha, que comienza dos relaciones bien opuestas: con un chico vecino que la provoca dejándole mensajes soeces, y paralelamente con un arquitecto correcto y galante. El padre de Inés es un viejo prejuicioso y sentencioso de una clase media alta venida a menos, que no entiende los códigos del mundo actual, mantiene una relación tensa con su hija (está claro que prefiere a la otra, casada con hijos, que vive lejos y no lo visita) a la que no puede expresarle afecto, mientras que deja hacer a la mucama (desopilante el momento en que miran bailar flamenco por la tele y la impagable Galazzi trata de taconear), incluso cuando se entera de que le está robando las joyas de la familia. Juan es el joven vecino de Inés, dado a las drogas y el alcohol la juega de perversito pero con la abuela Eloísa se lo nota más humanizado, quizás porque recibe la atención que nadie le presta en su hogar, donde sólo se ve a una empleada doméstica manejando la casa en la que también vive la hermana bulímica de Juan. Eloísa se ha ido a vivir a las afueras, al campo, con sus perros y gatos, colabora activamente con un comedor popular, al que entrega los costosos electrodomésticos que le regala su hijo (el padre de Juan, tan ausente como la madre). Omar es un chico que vive en un barrio muy pobre, está sin trabajo y pasa el trapito, su mamá hace limpieza por horas ganado un dinero que no puede pagar las zapatillas de marca que pide uno de sus hijos menores.
El nexo entre dos de estos personajes es el padre Luis, un cura que visto desde afuera parece cumplir los requisitos elementales para estar a cargo de una parroquia. Al comenzar el film, el sacerdote termina de celebrar misa y da a los fieles “la bendición de Dios Todopoderoso... Podemos ir en paz”. Pero el padre Luis está en conflicto con sus propios deseos y aunque en algún momento reza pidiendo “fuerzas para combatir el mal y derrotarlo”, lo cierto es que comienza el asedio sistemático de Omar de la manera más rastrera, aprovechándose de las necesidades materiales del chico y, por supuesto, de su jerarquía eclesiástica.
Hacía falta un actor de mucha calidad, de mucho coraje para interpretar a un personaje tan lamentable, a un hombre sin atributos, opaco, medroso. Guillermo Arengo –de gran lucimiento este año en el unitario Tratame bien, además talentoso dramaturgo y puestista– se atrevió a este desafío, aunque él dice con sencillez que no dudó en aceptar porque partió de la base de que no tenía que abrir juicio sobre su personaje: “Sabía por dónde iba a transcurrir, estudié sus impulsos, su manera de ver el mundo que, obvio es decirlo, no comparto en absoluto. Ya como ser humano estoy tan cargado de juicios, prejuicios, tabúes, que como actor trato de desembarazarme de toda esa carga para producir una forma actoral que no se vaya hacia los arquetipos. No estoy de acuerdo con los villanos absolutos porque en el fondo resultan tranquilizadores. Cuanto más humanizás a Hitler, más problemas le metés al público, más perturbador resulta. Es lo que sucede con Potestad de Pavlovsky. Si sólo decimos que Hitler fue el asesino más grande, todos nos ponemos de acuerdo y se cierra el tema. Y no: es un tema que no cierra nunca...”
Guillermo Arengo reconoce que cuando leyó el guión de Silencios le pareció un poco lineal su construcción, creyó que había demasiados temas que no terminaban de profundizarse. “Pero me empecé a interesar por mi personaje, por la posibilidad de abordar a un cura acosador, nunca había hecho nada parecido. Y traté de construirlo desde las reacciones más primarias, más genuinas de este tipo que se puede calentar, enamorar de un joven y usar esos recursos indignos –en cierta forma lo incita a prostituirse al darle dinero extra– para seducirlo pese a ser rechazado. Una vez terminada la película, me sorprendí por la solidez que había adquirido, los personajes y las situaciones ganaron complejidad y verosimilitud. Creo que es un logro de Mercedes y de todo el elenco.”
Silencios, a $ 6, a las 15.20, 17, 18.40 y 22.25 en el Gaumont 2, avenida Rivadavia 1535, 4371-3050
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