Jueves, 31 de diciembre de 2009 | Hoy
IN CORPORE
El verano es ese tiempo en donde el agua puede ser hamaca, el cuerpo un sitio libre de tirantes en el cuello y ropas como repollos. El verano es esa estación que invita a que los dedos se descubran en los pies como individualidades que pueden estirarse, mojarse, pintarse, descalzarse o calzarse plataformas para navegar en la planta que sostiene al cuerpo y centra la caminata. El verano es esa temporada en que el tiempo sin tiempo tiene tiempo y las piernas pueden estirarse, los ojos cerrarse y la espalda doblarse haciendo lo que se supone que hay que hacer en verano: estirarse, remolonear, dormir, tomar sol, echarse.
El verano es, esencialmente, bello. Y, sin embargo, como una trampa, como una autotrampa, como una trampa a la que hay que sortear, ganarle o encontrar la manera en que la belleza no sea boba sino propia, el verano impone una belleza. Una belleza que no tiene ni dos ni tres. No hay bellas altas y delgadas. No hay bellas curvas y consistentes (menos que menos conscientes), no hay bellas livianas pero flojas de obligaciones y de carnes. Hay bellas que se casan con futbolistas, tienen hijos y muestran a los dos meses al bebé y a la cola y a las tetas hechas y a las dietas en viandas de astronautas y al gimnasio como trabajo y a la belleza como una belleza con la que hay que cumplir. O... ¿O? ¿Esconderse? ¿Tener vergüenza? ¿Reivindicarse? ¿Rebelarse? ¿Reubicarse?
La belleza tiene que ser una búsqueda propia en donde un aro naranja, un escote en bote, una blusa que descubre un hombro, un tajo que invita a seguir el corte de pollera, un dedo pintado de color coral o unos labios con brillo pueden ser —son— signos de belleza sin que todo tenga que combinar como si se tratara de una muñeca sin fallas.
La belleza es una cuota de ADN, un deseo de vestirse de violeta, unas ganas de trotar para sentirse más fuerte, de hacer yoga para estar más flexible, de nadar para romper las metas, de maquillarse para redescubrirse o de lo que cada mujer siente que es ser bella. O debería. O deberíamos. O casi tendríamos que revelarnos para revelar —cada una— nuestra propia sensación de belleza. Y no la que se supone que es, tanto, que la televisión —aún para la mayoría de los y las que la critican de chatarra— impone como dictadura única de cuerpo y espejo.
Pero que no implica, necesariamente, reivindicar la fealdad o el agrio sabor de no disfrutar los rincones mostrados y escondidos de la piel. Los sitios esbozados y gozados del goce del cuerpo. “La belleza es lo que uno transmite a los demás, la energía, el aura, es sentirse bello y quererse. La belleza es amor. Es un concepto plástico y psicológico. Tiene que ver con la autoestima, con el cuidado y con entender que cada una tiene que sacar lo mejor de sí misma pero siempre siendo una. Por eso es importante que nos cuidemos y nos mimemos pero que nunca olvidemos que todos y todas somos bellos”, sostiene la médica y psicóloga Edith Szlazer, directora del equipo interdisciplinario que conforma el centro BACE y fundadora de la Asociación Argentina de Bulimia y Anorexia.
En Magnolia antes de entrar se ven flores y después se enseña a respirar. La belleza no es meter la panza para que nadie vea que una mujer ha tenido hijos, sino intentar que una vuelva al cuerpo y que el cuerpo vuelva a una. “La búsqueda de la belleza está concebida como un estado de energía, de salud y de equilibrio que se refleja en el espejo”, resumen allí un estado que no es, no busca, no tiene por qué ser un estado físico sino unas ganas de ser. Y de intentar serlo. Un deseo. La belleza tal vez se parezca a eso que se dice tanto por estos días, mientras las mujeres pican, comen o beben con culpa, con eso que tendría que ser un sentimiento en extinción —la culpa— pero estalla en el verano como una ola imparable. En cambio, los deseos, buenos deseos, tendrían que ir más allá de formalidades y brindis y formar las formas con la que cada mujer se quiera formar y mostrar: su propia belleza.
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