Viernes, 20 de agosto de 2010 | Hoy
VISTO Y LEíDO
Con edición de Ivonne Bordelois, la revista americana Pont of Contact reflexiona, revive y resignifica la figura poética de Alejandra Pizarnik
Por Marisa Avigliano
Un cartel de plaza vacío se llenó con la cara de Alejandra Pizarnik. Por el agujero la poeta espía y pone boca de marioneta que no habla. Está trepada, sus mocasines con hebilla cuadrada pisan una baranda oscura. Posa esperando el clic de Lucrecia Plat.
Es una imagen más de Pizarnik y la elegida por la revista Point of Contact (Syracuse University, Nueva York) para abrir su libro homenaje. Esta revista, mudada en una especie de serie literaria, dedica su edición número 10 a la autora de Arbol de Diana y publica algunas cartas inéditas entre Pizarnik y el poeta Rubén Vela; fragmentos del Cuaderno verde (cuaderno de citas elegidas por Pizarnik escritas en tintas de todos los colores); una carta para Arnaldo Calveyra y otra para Julio Cortázar. Completan el tributo textos críticos de Olga Orozco, Fiona Mackintosh, Susana Chávez-Silverman, Madeleine Stratford, Tamara Kamenszain, Silvia Baron Supervielle, María Negroni y la transcripción de una charla entre Ivonne Bordelois y Pedro Cuperman (los editores) con Fernando Noy (el resultado: fragmentos textuales de Noy tan embriagadores como misteriosos que revelan su don de jardinero implacable dedicado a regar las plantitas menos litúrgicas en el edén primitivo de su amiga).
¿Cuál es la Alejandra Pizarnik que se evoca a lo largo de las más de doscientas páginas de esta ofrenda bilingüe? ¿La niña de la calle Lambaré en su Avellaneda natal, la poeta loca internada en el Pirovano o la mujer de overol burlonamente eludida por Elena Garro? Quizá no sea sino siempre la misma, la que vivía en una patria con resplandecientes piedrecitas de silencio, como escribió Orozco: “un país cuyos materiales parecen extraídos de miniaturas de esmalte o de estampas iluminadas donde hay fulgores de herbarios con plumajes orientales, brillos de epopeyas en poblaciones infantiles, reflejos de las heroínas que atraviesan los milagros”.
En el intento por descifrar todo aquello que se hace a solas, con la palabra como único testigo, Point of Contact busca delinear la ciudad Pizarnik. Escribe Kamenszain: “promediando el ’68 Alejandra Pizarnik parecía estarse preparando para dar un salto. De entrada y en forma revolucionaria para su época, ella había empezado descolocando el protagonismo del yo autoral ‘Hablo como en mí se habla. No mi voz obstinada en parecer una voz humana sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en el bosque’”.
Pizarnik no cantó blues en un sitio lleno de humo (un deseo que escribió en su diario) ni comió todos los canelones quemados que deseaba (un placer en llamas según cuenta Noy) ni dejó de pensar en Lautréamont cuando se despertaba temprano (en realidad no era un despertarse, era un no dormirse). Lo que sí hizo fue sellar palabras tras palabras como si fueran los delgadísimos brazos de sus dibujos –elegidos para ilustrar la tapa de esta edición– buscando otros brazos.
Entre las citas y las referencias literarias: cantos quechuas, cantos aztecas, versos de Dylan Thomas, palabras de Borges, Pavese y de S. T. Coleridge, Alejandra Pizarnik guardaba recortes escritos a máquina, poemas elegidos en papel naranja. Es tiempo entonces de que el naranja de aquel papel dormido y guardado se despierte para que Alejandra pueda volver a leerlos.
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