Viernes, 5 de noviembre de 2010 | Hoy
PIDIENDO A LAS MADRES QUE MIREN A LOS OJOS A SUS NIÑAS Y QUE LES DIGAN QUE SI, QUE UNA MUJER PUEDE, DILMA ROUSSEFF DABA SU PRIMER DISCURSO LUEGO DE SER ELEGIDA PARA EL CARGO MAXIMO DE SU PAIS. LA LLEGADA DE DILMA A ESTA NUEVA CAMADA DE MUJERES PRESIDENTAS EN LATINOAMERICA EXIGE UNA MIRADA ATENTA A LOS CONCEPTOS RENOVADOS DE LA DEMOCRACIA QUE SE ESTAN PLANTEANDO EN LA REGION Y A LA IMAGEN DE MUJER QUE LOS MANUALES ESCOLARES MUY PRONTO DIVULGARAN ENTRE LAS NUEVAS GENERACIONES.
Por Liliana Viola
Para quienes fuimos niños en el siglo XX, las mujeres importantes de Latinoamérica eran tres: Gabriela, Alfonsina y Juana. La chilena de las canciones de cuna que nunca tuvo hijos pero que ganó el Nobel, la uruguaya beldad a quien las rosas, rosas, rosas en sus manos crecían y que se recluyó antes de hora para que no le vieran su piel marchita, y la argentina, enjaulada por un hombre pequeñito que elige como fondo el mar con sirenas y caracolas allá en La Perla, Mar del Plata. Las mujeres latinoamericanas en la escuela eran poetisas, musas de América, transidas de amor. Más allá de la ironía de ex alumna, debemos agradecerle al recorte pueril, la gracia inspiradora de las rimas, el contacto con las metáforas, el trabajo de hermeneutas que provocó, la inteligencia de las señoras que se adivinaba en los versos, la elección –que también se adivinaba– de un destino de intelectual, una elección “por afuera”. El recorte de estampita casi patriótico obturó a las brasileñas y a muchas otras escritoras contemporáneas que cada uno debió buscar después. También –después supimos– recortó el trabajo y la biografía de las mismas tres poetisas. Todo el género –se diría ahora– quedó afuera como si nada.
¿Serán tres presidentas, o más, las figuras femeninas para los escolares del siglo XXI? O finalmente no habrá excepciones femeninas en la currícula? Michelle Bachelet, Cristina Kirchner, Dilma Rousseff. No, ya son más: Laura Chinchilla desde febrero de 2010 es presidenta de Costa Rica, Kamla Persad Bissessar, desde mayo de 2010 primera ministra de Trinidad- Tobago. Quiera diosa que el recorte escolar no las subtitule como Michelle la sin marido, Cristina la esposa, Dilma la ahijada, etiquetas que tanto oposición como oficialismo repiten como si hubiera una necesidad vital de reponer una genealogía, donde ahora el que pare es un hombre, en la aparición de estas damas con poder, jefas de Estado. No son las primeras presidentas de Latinoamérica. Los contadores ya suman 12 con Dilma. Pero también es verdad que las elegidas en este nuevo siglo tienen muchas diferencias con sus predecesoras. Dejando en los setenta a la siempre citada Isabelita cuando se quiere hablar de la ineptitud y hasta de la perversidad de las mujeres al poder, los años noventa vieron asumir a Violeta Chamorro, con su proyecto neoliberal que le ganó al Frente Sandinista de Liberación Nacional con el 54 por ciento de los votos y a Mireya Elisa Moscoso Rodríguez, la primera mujer en ejercer la presidencia de la República de Panamá, entre 1999 y 2004. Otras más llegaron al poder también, aunque por ausencia del primer mandatario: Rosalía Arteaga, vicepresidenta de Ecuador, asume por unos días, cuando el presidente renuncia; Janet Jagan, siendo vicepresidenta de Guyana asume la presidencia luego de la muerte de su marido el presidente.
Fue elegida como la mejor jefa de Estado en los 200 años de historia de su país, muy lejos del segundo puesto que obtuvo Jorge Alessandri y Santos, el presidente del que Bachelet habría heredado el poder. Salvador Allende ocupa el quinto lugar, seguido de cerca por el dictador Augusto Pinochet...
La diferencia en este club que inicia Bachelet radica, entre otros puntos, en que todas vienen a continuar, no el proyecto de un varón, sino el proyecto político, ideológico y económico que ha ejercido con éxito el anterior presidente. Lo continúan, pero no porque llegan tarde o después de ellos, sino porque ya desde mucho antes estaban trabajando, y en puestos claves, en ese proyecto. Las mujeres presidentas de este siglo XX representan modelos progresistas, de izquierda, que con diversos matices y contramarchas están compartiendo muchos países de Latinoamérica. Los análisis políticos, por el momento, siguen con la inercia de la esposa heredera, de la secretaria que le ocupa el lugar al jefe por un rato, la marioneta. Así es que aun en los mejores intencionados aparece el rastreo de fricciones ocultas, de la pálida sombra frente al verdadero hombre de poder. ¿No será que acostumbrados a esta inercia de mujeres recortadas por la liturgia escolar nos estamos perdiendo una parte importante de este juego? Prácticamente no se habla de cooperación entre dos personas poderosas y con un amplio potencial electoral, que a la sazón son un hombre y una mujer ni en el caso de Argentina ni en el de Brasil. Conveniencias, acuerdos, beneficios compartidos y hasta compañerismo parecen móviles reservados a los políticos varones. Seguramente, con el tiempo, analizadas las experiencias tanto de la presidenta argentina como de la brasileña quede demostrado que en política, la amistad entre el hombre y la mujer es posible.
Uno de los últimos y más desesperados ataques que recibió Rousseff de parte de su rival, José Serra, fue aquello de que “usaba demasiado el espejo retrovisor”. Más allá del avance que conlleva una metáfora que apunta a la conducción automovilística aplicada a una mujer teniendo en cuenta lo instalado que está aún el consejo de “andá a lavar los platos”, Serra estaba poniendo el dedo en una llaga histórica y de sensible actualidad. La llaga de la historia de un país y un continente marcados por años de dictadura que hoy, con tres décadas de democracia y una economía en vías de recuperación –en el caso de Brasil exultante– está más apto para mirar hacia atrás, revisar lo que los gobiernos últimos hicieron al respecto y sostener sin peligro de perder la gobernabilidad políticas que alienten la memoria y apunten a la dignidad aunque voces críticas de izquierda duden mucho de que la brasileña llegue a la revisión de juicios a torturadores y dictadores como sucedió en la Argentina o incluso lleve a cabo sus promesas sobre la ley de aborto que tanto rechazo trajo durante la campaña. La dignidad, ya sea como enunciación, como planes de inclusión social, como identidad regional y como igualdad cierta entre hombres y mujeres, aparece en estos gobiernos entendida como nunca como índice de la calidad democrática. Intentaba Serra, quien además recurrió al discurso sobre la seguridad como caballito de batalla, meter miedo sobre el pasado de guerrillera, de presa política y de torturada de su contrincante, puntos que no hicieron otra cosa que sumar acciones, pasado y coraje, hoy sustantivos revalorados, a la figura de Dilma. Coherente con su posición, Serra también atacó y quitó importancia al Mercosur, otro hito simbólico de una serie de gestos, más allá de lo político y económico, que apuntan, como lo hace el gobierno de la Argentina, a una integración con el resto de los países de la zona.
Le preguntaron, palabras más, palabras menos, si pensaba que iba a sobrevivir al cáncer linfático. Respondió que nadie aguanta una campaña si no está en condiciones. Y también dijo que la pregunta le parecía de mal gusto, sin ocultar que, más allá de una pregunta que apunta a una cuestión de Estado, también atenta contra la buena educación que no se le debe preguntar a nadie si piensa morirse. Algunos dicen que utilizó su enfermedad para sensibilizar al electorado y otros dicen que se cargó al hombro el estigma de la enfermedad, otra cara de las debilidades femeninas. Lo cierto es que con esa doble respuesta Dilma deja en claro que no está dispuesta a sobreactuar posturas típicamente masculinas para demostrar que puede. La bipolaridad, la fragilidad e incluso la torpeza aparecen como una tentación vieja de los cronistas a la hora de describir las mujeres en situación de poder. El problema es que ellas hace rato que lo tienen, se trata de profesionales de la política, que a pesar de ese costado mediático que tienen por la curiosidad de que son féminas, han capitalizado muy bien. Por eso, se diferencian de sus predecesoras en que no están sorprendidas del lugar que ocupan. No sobractúan y, lo que no es tan bueno, tal vez hasta lleguen a olvidar concentrarse en políticas de género. En las primeras entrevistas que dio como presidenta electa, le preguntaron si lloró. A ningún presidente electo se le pregunta tal cosa; difícil ver llorar a un presidente, también es cierto. Dilma respondió que sí. Que muchas veces. Los ojos que miraron fijo a Cristina Fernández durante largas horas tanto en el sepelio de su esposo como en su primer discurso por cadena nacional también se dedicaron a contabilizar las lágrimas. Cómo las contuvo, cuándo se quebró. La lágrimas parecen ser la medida de la debilidad femenina. En las lágrimas estaría demostrando ese presupuesto tácito de que tiene algo raro adentro. Pero también su fortaleza, acuosa ventaja que da haber sido educadas para enfrentar los sentimientos, exponerlos y controlarlos sí, pero recién después de haber admitido que están. “Lloré después y fui llorando de a poco. No lloré así, de una sola vez. Lloré allá, cuando di el discurso, pero ahí lloré un poco. Lloré llegando a casa, bastante.” Le señalan que también lloró cuando nombró a Lula. Y ella responde que sí, que ahí sí que lloró. Y entonces Dilma agrega: “Algunos dicen que me contuve. No es así. Yo lloré por dentro, y por fuera un poco”.
La presidenta argentina la saludó diciendo: “Bienvenida al club de género”, una frase de pertenencia, pero también de advertencia para muchos.
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