Viernes, 5 de noviembre de 2010 | Hoy
No sabían leer ni escribir y hoy publican un libro. Los testimonios y los resultados de una experiencia que no es la única en el país y que deja demostrada la necesidad de trabajar por la alfabetización de todos. Estas mujeres adultas que se apropiaron de la palabra más temprano que tarde demuestran que la alfabetización, mucho más que una herramienta, es un modo nuevo de habitar y de apropiarse de un lugar en el mundo.
Por Cecilia Alemano
Mírame, dando todo lo que tengo
teniendo lo necesario, lo poco
que necesito. Lo poco que es
demasiado. Que así vivo feliz.
Porque lo que tengo, todo, todo
es lo que necesito y quiero tener.
La autora de este poema se llama María Magdalena Zamudio, tiene 34 años y pertenece a ese número impreciso de argentinos que a duras penas consiguió terminar la escuela primaria. Estaba lejos de pretender nada al escribirlo. Mucho menos sospechaba que terminaría formando parte de un libro titulado Mujeres en su tinta. Llegó de La Pampa a un rincón perdido dentro del partido de Pilar. “Cuando me trajeron acá no quise estudiar más. A los 15 empecé a trabajar cama adentro. Después me casé, y ahí sigo... de vaga.” María cree que escribió un poema corto y “de vaga”, y que su estilo de vida –cuatro hijos, ama de casa full time– también es de “vaga”. Tiene una mirada tan radiante y una risa tan contagiosa, que hasta casi convence de su verdad.
El libro que compila su poema junto a otros treinta textos fue una iniciativa del grupo farmacéutico Sanofi Aventis que, en conjunto con la Fundación Convivir, financió el curso de alfabetización para un grupo de veinticinco mujeres en el barrio Villa Rosa de Pilar. “Un pequeño triunfo en sus vidas”, lo define Ricardo Zanfardini, coordinador de aquel curso. “Con estos escritos cerraron historias detrás de ellas. Son vidas sin atajos, en las que siempre se está librando alguna batalla”, asegura.
El proceso debía durar seis meses, pero algo mágico pasó, y se extendió por 40 más. De acuerdo con Zanfardini, entre las cuatro paredes del comedor El Pastorcito, “se generó un espacio de pertenencia y empoderamiento; era el único lugar donde ellas se sentían libres de hacer y decir lo que quisieran”. Y vaya si había cosas por hacer y decir.
Cristina Gómez. Si hay algo de tristeza o melancolía en su corazón, es difícil adivinarlo. Fue ella quien, en 2001, y con nada, arrancó el comedor que ofrece almuerzo, y unas buenas dosis de mimos, a más de 150 chicos. Aun en los momentos donde no había de qué esperanza aferrarse, le bastaba con su fuerza, su alegría, y el eterno apoyo de su marido Nito. Pero una vez sintió un vacío: fue cuando su hijo menor empezó a pedirle ayuda con las tareas del cole. “Me ponía nerviosa porque no sabía. Entonces me ponía loca yo, y lo ponía loco al chico. Terminábamos discutiendo los dos, gritando ‘¡No sé!, ‘¡No sé!’”, relata. “Entonces me di cuenta de que estudiar era algo muy importante.” El proceso no le resultó del todo sencillo: “Sé que a Ricardo le costó mucho enseñarme, porque las cosas no me quedaban. Pero él me puso en la cabeza que yo sabía, pero que era muy distraída. Entonces aprendí. ¡Ahora te leo corrido! Ya sé hacer las tareas con el nene, y buscar palabras en el diccionario. Sé que antes de la ‘p’ y de la ‘b’ va la ‘m’; también leo mucho; para adentro, y para mis nietos. A la chiquita le gusta el cuento de Caperucita, entonces la asusto con el lobo feroz que se va a comer a la abuelita. ¡Se asusta tanto, pobrecita!”.
Saturnina Zamudio. Con 50 años sólo sabía escribir su nombre. Cuando de pequeña llegó desde el Chaco, tuvo que ocuparse de Blanca, su hermana menor –su “muñequita”–, que sufría de una discapacidad motriz. Saturnina quería estudiar pero, claro, no había tiempo. Tampoco hubo tiempo cuando se casó, a los 19 años, ni cuando fue madre de siete varones.
Cuando se enteró del curso lo primero que hizo fue comentárselo a Oscar, su marido. “¡Loca! ¿Qué vas a hacer? ¿Qué más podés aprender?”, la increpó él. Pero ella se inscribió de todos modos. Al poco tiempo, el hombre la vio tan entusiasmada recortando papelitos para las tareas del hogar que sintió curiosidad y empezó a pedirle que le enseñara. A Saturnina los ojos se le iluminan: “Ahora ya sabe todas las letras”, dice, y ríe.
Y ella aprovecha sus palabras para desahogarse en el papel, o redacta cartas. Hace dos años, cuando murió su hermanita querida “le escribía cosas, las hacía plastificar y las llevaba a la sepultura, o la ponía entre las plantitas de ella. A mí me dijeron que ellos a la noche lo leen, así que yo me conformaba con eso”.
Ahora, Saturnina quiere aprender computación. Por eso, todos los miércoles, de cinco a siete de la tarde, se sienta con su hijo frente al monitor. “Estamos con lo básico, aunque ya sé prender la compu y entrar a Internet.”
Yolanda Moreira. Su voz se abre paso tenue, como pidiendo permiso. Tiene el pelo atado detrás de la nuca, la raya al medio y los rasgos endurecidos por los tiempos difíciles. Misionera, madre de siete hijos y empleada doméstica, desde que empezó a trabajar no había vuelto a agarrar un libro. “Ahora la enseñanza es distinta de cuando éramos chicos”, asegura. Cuando está “medio así” (baja la cabeza), agarra un libro y lee. Eso la hace sentir mejor. “Lo que más me gusta son los manuales de geografía. Me encanta hacer mapas. En la época que mis chicos más grandes iban al colegio, yo no tenía para comprarlos, entonces pedía prestados los manuales y los hacía en casa. Los pinto todos al revés, del color que tenga que ser. Después, con una lapicera de cartucho, que sale finito, escribo los nombres.”
Silvia Schimpf. Está orgullosa de los ojos azules de Jesuan, su hijo más chiquito, tan parecidos a los de ella, pero sin la melancolía. Terminó séptimo grado, pero cuando su papá murió, se dedicó al corte y confección y al dibujo. (“¿Viste los Billiken? Yo te agarro los dibujitos y te los agrando”, cuenta contenta). Cuando quería leer, tartamudeaba, o se salteaba letras. Hoy, leer y escribir es su medio de desahogo. “Me pongo a escuchar música medio triste que me hace acordar a otros tiempos y escribo.” Uno de sus poemas nostálgicos ganó un concurso literario y fue publicado en una antología de poetas.
Alejandra Zamudio. Con 24 años, es la más joven del grupo de mujeres de El Pastorcito. Cuando en noveno grado quedó embarazada, dejó la escuela para no volver. Después de participar del curso, asegura, aprendió ortografía y cosas sobre derechos humanos. Pero sobre todo, se enganchó con los poemas. Y escribió versos como éstos: “La vida final de todo ser/ es el nacimiento y la muerte/ pero lo más puro/ es el amor de la madre. La madre, que para tu vida/ es la enseñanza que queda en ti/ la errante que viaja en el viento/ es la madre de la nada”.
Las historias de estas mujeres están lejos de ser excepcionales. Cada una de sus historias responde a los patrones sociales de un país que cocina sus avances de género a fuego lento.
En Argentina hay muchas Saturninas que deben dejar la escuela para cuidar a sus hermanitos, porque en las poblaciones con menos acceso a los derechos básicos las nenas son las asignadas para las tareas hogareñas y la custodia de sus hermanos menores. Por eso es que tanto en estudios primarios como secundarios hay desventaja del cupo femenino.
También hay muchas Alejandras que fueron madre a los 15 años (y, por consiguiente, abandonan el colegio). El 3 por ciento de los nacimientos en Argentina corresponde a madres adolescentes y preadolescentes, cifra que crece en las zonas más pobres.
Otro tanto hay de Silvias, que en vez de estudiar como ellas querían, sólo tuvieron la opción de formarse en algún oficio tradicionalmente vinculado con la mujer, como corte y confección, dibujo o enfermería.
Se sabe también que la función social asignada a la mujer sigue siendo la de ser madre antes que cualquier otra cosa. Y si bien alguien como María Magdalena puede autodenominarse “vaga” por quedarse ocupándose de la casa y cuidando de sus cuatro hijos, las estadísticas muestran que siete de cada diez mujeres en su misma situación se encuentran fuera del mercado laboral.
Delia Méndez es coordinadora del Programa Nacional de Alfabetización Encuentro del Ministerio de Educación. “Tomamos la concepción de educación popular de Paulo Freire –explica–, alfabetizar no es sólo enseñar a leer y escribir, sino trabajar sobre los valores de construcción de ciudadanía, replantearse situaciones a partir de la comunicación, mejorar la calidad de vida familiar, desarrollar un espíritu crítico y poder peticionar ante las autoridades. No es un enfoque lineal escolarizado. Es una educación dialógica, de enseñar y aprender recíprocos que implica una escucha respetuosa de lo que las personas adultas traen el centro de alfabetización.”
De cada 100 alfabetizandos, 68 son mujeres que llegan con la inquietud de poder ayudar a sus hijos en la escuela. Les cuesta pensar que puedan hacerlo –también, o solamente– por sí mismas. “Hay un gran deseo de acompañar a sus hijos en edad escolar. Pero después aparecen las ganas de avanzar en la vida cotidiana y en su propia experiencia de vida”, explica Méndez. Se suma el hecho de que sus maridos no suelen apoyar la iniciativa y, en ocasiones, las obligan a interrumpir el curso. “Por eso trabajamos el hecho de que ésta sea no sólo una herramienta para leer el cuaderno de comunicaciones de los hijos, sino un modo de enriquecimiento para ellas, que a lo mejor no es tan instrumental como lo plantean al principio”, expresa esta docente, que desde que se formó como alfabetizadora, en 1973, vivió muchos momentos emotivos. Todavía se conmueve cuando, durante las entregas de certificados, las mujeres piden disculpas a sus hijos por no haber aprendido antes, pero se muestran ilusionadas con por fin poder leerles cuentos a sus nietos. “Su vida sufre una verdadera transformación”, asegura la pedagoga.
“Nadie es, si se prohíbe que otros sean”, decía Paulo Freire (Brasil, 1921-1997), quizás el más significativo pedagogo del siglo XX. El mismo que sostenía que el mundo ya estaba lleno de respuestas, y que había que dar paso a la pedagogía de la pregunta. El mismo que construyó, con ocho palabras, una de las frases más bellas sobre el sentido de la comunicación: “Decir la palabra verdadera es transformar el mundo”.
Zanfardini vivió en carne propia la cosmovisión de Freire. Y si bien a veces lo asaltan dudas sobre cuánto colaboró con la felicidad de estas mujeres, sabe que como mínimo propició un espacio donde encontraron el don de la escucha. “Nunca les corregí una falta de ortografía, les proponía buscar la palabra en el diccionario. Nunca les di una respuesta, les dije que las buscaran; intenté no impartirles verdades, sino cuestiones. Ellas se repensaban continuamente. En los encuentros se largaban a hablar de sus preocupaciones sobre sexualidad, y algunas pudieron pararles el carro a sus maridos cuando las maltrataban. Lograron revincularse con sus hijos, mejoraron el diálogo con sus vecinas y ya pueden leer los papeles que firman.”
Todavía recuerda cuando “las chicas” subieron a recibir sus certificados de alfabetizandos, expedidos por el Ministerio de Educación, que las habilitaba para continuar sus estudios secundarios. “Les daba miedo subir al escenario, porque estar frente a un montón de personas que venían a verlas a ellas era una experiencia inédita en sus vidas. Para tranquilizarlas les dije que lo que iban a leer era de ellas. ‘Los que las escuchen, no saben’, les decía. Al final, subieron con toda la certeza de que ya sabían. Y después no hubo manera de bajarlas.”
Gabriela Díaz tiene 30 años y es madre soltera de tres hijas. No pertenece al grupo que publicó el libro de poemas, pero sí a esa legión de mujeres a quienes las posibilidades les fueron negadas. Llegó hasta séptimo grado, y enseguida quedó embarazada. Tiempo después, cuando su segundo marido la golpeaba, decidió largarse sola con las nenas. Vivieron en la calle, con mucho miedo y pocas perspectivas. Hoy, como colaboradora del Hogar El Jagüel, de Pilar, siente que vive una segunda oportunidad de vida. Apenas pudo, se anotó en el curso de alfabetización y recordó cómo era leer y escribir. Por eso, cuando tiene tiempo, relee una y otra vez los libros que le dejó su profe. Su relato preferido es el de una nena que, para que su papá la perdone por una travesura, hace una cajita y la llena de besos imaginarios. El hombre, sin entender, le dice “¿No sabés que cuando se hace un regalo le pone algo adentro?”, entonces la nena le dice: “No, papito, eran muchos besos y los dejaste ir”. Gabriela lo cuenta con todo el dramatismo, y se emociona. En su mundo de hombres que no entienden, que pegan y que se van para no volver, ella encontró un cuento de hadas a su medida.
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