Viernes, 11 de marzo de 2011 | Hoy
RESCATES
Catalina II de Rusia (1729-1796)
Por Aurora Venturini
Nació esta fabulosa mujer en Pomerania, localidad alemana, de la pareja formada por Augusto de Anhalt y Johanna Elizabeth, pertenecientes a la clase noble.
Por entonces la pequeña se llamaba Sofía, que crecía delgaducha y apestosa de impétigos y resfriados. Padecía, además, una escoliosis que la inclinaba exponiendo un hombro más alto que el otro. La encorsetaron y a los 11 años, mejoró. Guardó memoria atroz de una medicación aconsejada por los curanderos: todas las mañanas, a las seis, una joven, en ayunas, frotaba con saliva su espalda.
Ella, rebelde y orgullosa, no declinará ante nadie sosteniendo su voluntad encorsetada, recta y durísima. Cuando se mira en el espejo, acepta su nariz demasiado larga, su mentón harto prominente, defectos minimizados por el fulgor de sus ojos negro azulados y brillantes cual circones de ver sorprendidos, por donde asoma un espíritu distinto del común, propio de alguien destinado a la grandeza.
Sofía tiene una gobernanta sabia que la insta a la lectura. Esta señora, francesa, Babet Cardel, opinará: “La niña sabe casi todo sin haber aprendido nada”. Para aristocratizarla, le enseña lengua francesa y la acerca a textos de Corneille, Racine, Molière y el universo maravilloso de La Fontaine. En intimidad, la ha apodado Figchen y ya son amigas.
En 1739, la llevan a la ciudad de Kiel, residencia de los nobilísimos Holstein-Gottorp; ahí conocerá a su primo Federico Holstein. El príncipe azul de nuestra heroína. Luego de tratarlo, se desilusionará porque el muchacho apenas lee y no escribe... Ha cumplido 15 años y coquetea al ritmo de los consejos de Babet; estos consejos y su prestancia le permitirán abordar ilustres destinos.
En Sofía despunta un interés agresivo, interesado, cuando conoce a Pedro Ulrico de Holstein, príncipe ruso, heredero de la zarina Isabel, su tía. La extensión territorial de Rusia es la que despierta en la alemanita a un estado superior del vano ensueño.
Pero quien se despabila aún más es su mamá, doña Johanna, que la hace retratar por el famoso Antoine Pesne, entre velos y alas.
Resulta que la adolescente ya pretende a Pedro y dice: “Todo esto me inquietaba mucho y tenía para mí que estaba destinada a Pedro Ulrico, porque de todos los pretendientes era el más importante”. Johanna piensa y vaticina: “¡Augurio seguro que Pedro III será tu marido!”
Esta novia deberá cambiar de credo religioso, dado que siendo luterana y el novio ortodoxo tendrá que optar por la iglesia de Rusia: ortodoxa. Cumple con la obligación el día de Santa Catalina, adoptando ese nombre. Ya no será Sofía...
Un 28 de junio, verano florecido en los plantíos, habrán de comprometerse y un 21 de agosto de 1745, casarse. Entre el casamiento y la ascensión al trono de la pareja, pasa largo tiempo durante el cual acontecen revoluciones y escándalos de Estado. Lo peor es que la esposa permanece intacta 12 años. El marido parrandea con oficiales y pajes afeminados. Catalina, enterada, montó en cólera y montó a Sergio Saltykov, maja cabalgadura de la que saldría Pablo, hijo y heredero.
Pero cómo poner ante el pueblo este embarazo, fue entonces que decidieron operar a Pedro del pito, donde residía el impedimento por cuestiones de prepucio.
El cuitado, después, probó el amoroso connubio con una dama de la corte, y pudo... En seguida, se acostó con su consorte. Esta cuenta, mucho más tarde, en una carta a Molière: “... Apenas me tocó, no sentí nada”. Al cabo de unos meses se anotició en público el nacimiento de Pablito.
El 5 de abril de 1762 muere la tía zarina y sube al sillón real Pedro III, que en nada se aproxima al genial Pedro el Grande. Este nuevo zar es tonto, abúlico y quiere ser chistoso, restando sólo en ridiculeces.
Los zares habitarán, con las galas de su rango, el Palacio de Invierno de San Petersburgo. Este mandatario fracasará en su gestión y no lo respetarán. En julio de 1762, el zar se va de San Petersburgo dejando a Catalina, que gobernará ayudada por funcionarios que le responden. La reciente zarina se complace con un amante, Gregory Orlov, fogoso y encantador, hermano de Aleksei, que asesinará a Pedro III.
Han designado a Catalina emperatriz por “manifiesto de acceso”, con la unanimidad popular. Desde entonces, ella tuvo los hombres que se le antojaran; pero no sólo fue extraordinaria como amante sino también como legisladora, inspirada por los iluministas Montesquieu y Molière. Ordenó a Rusia interiormente y expandió sus áreas territoriales. La nominaron la Semiramis del Norte, una déspota ilustrada.
Catalina II ejerce notable mecenazgo y se preocupa por alfabetizar al pueblo desatendido en el tiempo de Isabel. El Museo del Ermitage, del Palacio de Invierno, consistiría en centro cultural donde luce la colección de libros que utilizarán los estudiantes. Catalina es autora del Manual para la Educación de los Niños, fundando un instituto para mujeres jóvenes.
Es notable la correspondencia de esta emperatriz con Voltaire, en quien confía, al punto de relatarle intimidades, por ejemplo, sus amores con Gregory Potemkyn.
El último querido de la emperatriz será el príncipe Zuboy, 40 años menor que ella.
Un día invernal, en noviembre, luego de padecer dolorosa agonía y de intentar detener a la muerte con desesperación, fallece Catalina.
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