Viernes, 6 de enero de 2012 | Hoy
LITERATURA
¿Para qué sirve la poesía? ¿Qué lenguajes rescata? ¿Quién la lee? ¿De dónde sale? ¿Qué se espera de ella y por dónde circula? La gran poeta Diana Bellessi responde a estas preguntas frecuentes y también a otras más originales que ella misma se plantea, en su reciente libro de ensayos La pequeña voz del mundo (Taurus). La relación con lo social, con los acontecimientos, con los ancestros y con lo útil se revela en esta mirada crítica que por fin ha decidido posarse sobre la que nunca se habla, la poesía, “la idiota de la familia”.
Por Paula Jiménez
En la esquina de San Juan y Piedras había un baldío. Allí, antes que la sede de la asamblea popular de San Telmo existiera, pilitas de ladrillos y pedazos de troncos oficiaban de asientos y en fanales improvisados se encendían las velas que alumbraban las noches de poesía. Y mientras un grupo de poetas recitaba entre bolsas de cemento y arena, los vecinos vendían empanadas, panes caseros y vasos de vino, y juntaban dinero para construir esa casita asamblearia que ya tiene dos pisos. Fue en una de esas veladas primaverales cuando Diana Bellessi leyó una serie de poemas en los que la palabra “piqueteros” y la palabra “hambre” brillaron con su luz negra. Era el año 2002. Poco tiempo después, en la Fundación Libertaria Argentina (“la FLA”), a pocas cuadras de esa esquina de San Juan, Bellessi presentaría Mate cocido, un libro de poemas que empieza con estos versos: “El destino común / es aquello que vuelve”. Pero antes, apenas un tiempo antes, durante el Festival de Poesía de Rosario, esta escritora santafesina participó de una mesa de debate junto al mexicano Juan Bañuelos y el argentino Luis Tedesco. “¿Para qué sirve la poesía?”, era la pregunta que se les hacía a los tres poetas y a partir de la cual disertaron. Pero este interrogante presuponía una ilusión de utilidad que, pese a la caída estrepitosa del neoliberalismo de los ‘90, aún insistía en sostenerse y hacerse oír en los más diversos ámbitos, entre ellos, el cultural. Entonces La pequeña voz del mundo, la serie de ensayos que Bellessi había comenzado a escribir en 1998, habló. Y frente al público esta voz develó su identidad: no es la voz del poeta, no es la del oficio, no es la del saber, ni la de la experiencia: es la voz de la idiota de la familia, es decir, de la poesía. En “El sentido en el porvenir”, uno de los ensayos del libro, Bellessi explicará: “Idiote, idiota, el que se ocupa de lo íntimo (...) La poesía ha sido considerada la idiota de la familia en el mundo de las artes, en especial de la literatura (...) En las últimas décadas y sobre todo de la mano de las mujeres, el enunciado de que lo privado es público, lo privado es político, idioticos es politikos, se ha vuelto ya insoslayable”.
Para Diana, la respuesta a aquella pregunta planteada en el Festival de Rosario no podía ser otra más que poner en cuestión la noción de lo útil y reivindicar, a cambio, la bandera de lo inútil, lo sutil, lo desprestigiado, lo caído en desuso por la imposición de un sistema. “Las tareas de esta voz –dice en uno de los primeros capítulos de La pequeña...–: permanecer atenta a lo inútil, a lo que se desecha, porque allí, detalle ínfimo, se alza para ella lo que ella siente epifanía. Las tareas de esta voz: deshacer las cristalizaciones discursivas de lo útil y tejer una red de cedazo fino capaz de capturar las astillas de aquello que se revela. Atención y artesanía. Las tareas de esta voz: desatarse de lo aprendido que debe previamente aprenderse, y disminuir así los ecos de las voces altas para dejar oír la pequeña voz del mundo.” Ya en las primeras páginas de este libro publicado recientemente por Taurus-Alfaguara, Bellessi instala un movimiento bascular: esta voz no se queda quieta, abreva del habla popular y de los primeros años de la vida, pero también del presente y de la cultura letrada, esta voz va y viene desde el yo al nosotros y del nosotros al yo, inquietamente, en su destino de generosidad infinita.
Muchos de los ensayos de la primera parte de La pequeña voz del mundo, escritos alrededor de 2001, reflejan un estado de creciente preocupación por lo social y lo político, y se entrelazan con una honda reflexión sobre la poesía, irremisiblemente ligada a lo popular. Para Bellessi, la poesía no le da letra a nada, es ella la que se alimenta de los decires de la gente, de esa decantación que comienza en la experiencia vivencial y termina en el lenguaje: “De Mosconi o de Cutral Có, de Guernica o La Matanza, los cartoneros, los que tuvieron vergüenza, pero ya no la tienen, las que dicen: ‘Los míos no morirán’, no hasta que yo pueda, las que dicen: ‘Nuestros chicos se merecen y nosotras también’, los que tienen memoria y tienen presente, escucho una voz tan furiosa, tan tierna y honda, que pocas veces en la ciudad letrada el verso alcanza; quizá fue la de Vallejo y la de Mistral en sus mejores momentos, la de Martí y la de Yupanqui, y la de las chicas y los chicos que empecé a escuchar en los últimos años en la poesía y en la letrística, en las canciones cuarteteras, en la cumbia, en el indomable rocanrol”. Por eso para Bellessi la poesía no es vanguardia sino retaguardia, está detrás de esa voz viva y furiosa que es puro acontecer: la voz del vulgo.
Es diciembre de 2011. Han pasado casi diez años. Estamos sentadas en el sillón de su ya mítico jardín. La tarde es calma y calurosa. La autora de Tener lo que se tiene está agotada de tanto viajar. Acaba de llegar de la Feria del Libro de Guadalajara y está a punto de volver a hacer las valijas para visitar a su familia, en Santa Fe. Tomamos mate entre las hojas verdes y gigantes, las flores, su perra Talita tirada en el piso de baldosas y los pájaros que pían contentos por la llegada del verano. Cuando, en medio de la charla, le pregunto si lo que buscan los poetas con su escritura es regresar al vulgo, su mirada celestísima y relajada abruptamente se torna penetrante: “Los poetas somos vulgo –dice–, todo lo que habla es el vulgo. El resto es letra muerta”.
A lo largo del libro, pero sobre todo en la página 44 de La pequeña voz..., se lee esta rabia que despierta en Bellessi cualquier intento gregario que atine a ubicar a la poesía en la otra orilla. Esa orilla no existe, dirá de mil maneras: esa orilla está también de este lado. “¿A qué le temo más? –se pregunta allí, hacia el final del capítulo 10–. A encubiertos gestos demagógicos. ¿En quién? En mí misma, por supuesto. ¿Y qué detesto más? Que me digan en algún momento que estoy rescatando algo, giros del habla de la gente con la que me crié, o cantos de culturas condenadas, las de los pueblos indígenas, por ejemplo. Como si me picara una víbora, salto y digo: ellos me rescatan a mí. Pero por qué, repito, me enfurece tanto que me endilguen algún rescate, si todos trabajamos con la recuperación de las migajas emocionales y la invención flexible de alguna identidad. Quizá porque la palabra rescate alude a algo perdido o a punto de perderse, y coloca al sujeto que lleva a cabo la acción de rescatar en una posición de no pertenencia, es decir, alude a mi condena de vivir en un ostracismo de clase.”
En La pequeña voz..., Bellessi convierte en ensayo aquello que ya era, y es, sustancia de su poesía, el mundo de intereses que componen su imaginario. El verso funciona en su obra como el puente capaz de reunir tópicos opuestos para la cultura: lo ínfimo y lo inabarcable, la naturaleza y la política, David y Goliat. Poesía lúcida la suya, poesía que esquiva el arquetipo divisionista que condiciona a la humanidad. Si los fragmentos son ilusión de la mirada y el universo funciona al unísono, con sus contradicciones aparentes, con sus diferencias y compatibilidades, ¿en qué cabeza cabría que el poeta –ella, todos los que la escriben–, en consonancia con lo que lo rodea y con una tradición poética en la que se inscribe, quedara aislado, polarizado en un extremo, orgulloso frente a algún gesto de apropiación? “La voz del poema, la voz que el poeta cree su voz”, dice Diana ni bien comienza el libro, advirtiéndonos sobre esta trampa del ego que congelaría al yo personal en el centro de una escena que no le pertenece sólo a él.
Pero, ¿qué es esa voz poética, de qué se trata? “Yo es otro”, el enunciado de Rimbaud, está detrás de esto. “El poeta es hablado. Que el yo es otro es eso: uno es hablado por otros. Entonces uno no va a rescatar ni a tirar la soga a nadie. Me parece que la voz de la poesía está siempre en estado de peligro, la mía y la de cualquiera”, dice Diana Bellessi con un mate en la mano, sentada ahora en medio de un jardín que si tiene una particularidad es ésa: el peligro de dejar de ser. Porque un jardín es un ritmo: primero el verde estalla y luego es el tiempo de la hojarasca y más tarde volverá el verde. “He construido un jardín para dialogar / allí, codo a codo en la belleza, con la siempre / muda pero activa muerte trabajando el corazón”, había dicho en su poema “El jardín”. Por eso mismo, ¿qué seguridad podría haber en la poesía si la de la lírica es la voz de un mundo destinado a desaparecer o, cuando menos, a cambiar su estado? Que el yo sea otro no sólo habla de un descentramiento de la conciencia que, a la hora de escribir, aunque crea hacerlo desde la conciencia, le deja paso al caudal cultural que nos precede y a las pulsiones del propio inconsciente individual. El yo es un instrumento de algo más abarcador y trascendente, una porción de vida que nos ha sido concedida y que habla con eso que presumimos nuestra voz. En La pequeña voz del mundo, el enunciado rimbaudiano implica también la identificación con los otros, pertenencia a esa suerte de mandala humano que nos tiene a todos moviéndonos dentro del mismo círculo. Un ir y venir entre la cultura letrada y el vulgo es el sendero circular que sigue la poesía en este juego. “La cultura letrada te otorga el oficio sin el cual no es posible escribir”, dice Diana. Como siempre, su modo de hablar refleja un cuidado y un amor por las palabras que va alcanzando de a ratos un sutil esplendor: “Hay que leer muchos libros y observar muchas cosas para escribir versos que le hablen al corazón de otro. El problema es que te podés quedar en el camino de la adquisición del oficio y escribir sólo desde esa adquisición, y el poema entonces será correcto, pero no tendrá alma. Se habrá aprendido, pero no se desaprendió, en busca de aquella lengua primaria y afectivizada, cuando una pueblada atraviesa el poema. Ahí es cuando somos vulgo. Vulgo con oficio”.
El libro se divide en dos. Los breves ensayos de la primera parte, intensos y concentrados, están fechados entre 1998 y 2003. La segunda reúne textos más aplomados, de mayor extensión, escritos entre 2004 y 2010. “Son notas que se extienden a lo largo de 12 años –explica Bellessi–. La primera mitad respondió más a un deseo personal, y su escritura es bastante íntima, mientras que la segunda surgió de la obligación de tomar el micrófono público.” Eso que Diana llama intimidad es algo que se percibe como un avance envolvente del texto. Una especie de cono del silencio nos deja a solas con la lectura de estos ensayos, cuyo recorrido, que no es sólo intelectual sino también sensitivo e intuitivo, seguimos con esa misma “atención flotante” que desarrollamos al leer un poema. Lo que sucede es que Bellessi se sumerge en el lenguaje poético para reflexionar sobre la poesía. O quizá sea más acertado decir que en ese registro es donde ella está siempre, y donde también estamos todos porque, según esta autora, reciente ganadora del Premio Nacional, la poesía es una experiencia común: se acerca a lo preverbal y al balbuceo que en el origen de la vida comunica a cada criatura con su madre; la poesía es música y rito comunional. “La experiencia de la poesía surge muy tempranamente en la vida del ser humano –dice en el ensayo En la intimidad del habla–, un momento antes de la apropiación del lenguaje, cuando agrestes aún nos expresamos en el grito, el llanto, la risa (...). Allí sabemos que el lenguaje canta y que no proviene sólo de nuestra cabeza sino también de nuestro cuerpo, del rumor de la sangre y el hálito de nuestra respiración.” Recientemente, Mágicas Naranjas Ediciones acaba de publicar una serie de tres libros de poesía e ilustraciones para los más chicos (aunque no sólo para ellos), éstos son Cartas para la alegría de Arnaldo Calveyra, Azar y necesidad del benteveo de Alicia Genovese y Variaciones de la luz de Diana Bellessi. El proyecto combina el trabajo de un poeta y el de un dibujante, y da por resultado una pequeña obra de arte que tiene como objetivo que la lírica y el mundo infantil reediten su estrechísima relación. “Es un breve poema desglosado a lo largo de sus páginas, con unos dibujos extraordinarios de Pablo Ramírez Arnol –cuenta Bellessi–. Han hecho de poesía para adultos algo con lo que pueden jugar los adultos y los niños. Ellos, que están más cerca del nacimiento del lenguaje, más cerca están de la poesía. Habla y poesía son primas hermanas. El habla es chiflada y dice cosas rarísimas. El poema es un recorte del habla que se enfría y que se vuelve a calentar por una operación mágica: el oficio del poeta. El habla íntima, el habla loca, entre amantes, entre amigos, en la cancha de futbol, en la cama, se parece tanto a la poesía.”
Aquella operación entre conjuntos que en matemáticas se llamaba intersección y que mostraba a los ojos de los niños el contenido de una zona que unía dos universos distintos, podría ser una de las imágenes con las cuales graficar algo de la experiencia poética según Bellessi. En tanto esa zona está compuesta de elementos compartidos, éstos son parte, al mismo tiempo, del bagaje individual. Notas inconfundibles de la música personal resuenan sine qua non en el canto colectivo. Si no hay un yo, difícilmente habrá un nosotros, afirmará Bellessi a la hora de hablar de la lírica y ese yo del poeta –escondido detrás de un disfraz (el lenguaje) y expuesto al mismo tiempo en las marcas de su biografía– cobrará firmeza sólo si a través suyo lo otro, lo que le es ajeno y tan propio a la vez, puede ingresar. El yo: una puerta. El yo: un espejo. Y esta posibilidad de “entrar y mirarnos” que se activa durante la escritura o la lectura de un poema, opera también en la traducción. En su ensayo La traducción del poema, Bellessi cuenta la exquisita experiencia que unió su escritura con la de la poeta portuguesa Sofía de Mello Breyner: “La leía en voz alta, la cantaba tratando de pesar su sonido, su melodía, y avanzaba con tal rapidez en los primeros borradores, al igual que en las versiones más finas, como si yo misma hubiera escrito esos poemas en otra lengua. Es difícil de describir esa dicha. El otro es otro, y son sus poemas, uno no lo olvida, y se tropieza aquí y allá con dificultades, más que de traducción, de transcripción, y es muy tramposa una lengua cercana, a veces más que otra distante, pero cuando se es cazado por una voz, o calzado en el tono de una voz, se acierta; todo se resuelve de manera misteriosa, la intuición y un cierto vuelo parejo nos acompañan y quisiéramos que la tarea no terminara nunca”.
Podemos reconocer aquí, en esta amorosidad, el gesto lírico que liga un alma humana con otra, y del que Diana Bellessi nos habla en el ensayo “La lírica ha vuelto a casa”. Si ha vuelto es porque en algún momento no lo estuvo. Sí con fogonazos, aisladamente, lanzando destellos de sobrevivencia ante las tendencias dominantes que buscaban opacarla. Eran los años ‘90 y, en la Argentina, el objetivismo –que adoptó como padre a Joaquín Gianuzzi y que se inspiró en lecturas de un Roland Barthes que teorizaba sobre la muerte del autor o la inexistencia de un yo lírico– instalaba una prohibición: los versos no estaban para que el poeta expresara a través de ellos “su verdad”. El yo se diluía en los objetos, los objetos hablaban por él. Y se le imponían: objeto mata a sujeto. Bellessi, en La pequeña voz del mundo, deja en claro su posición: “Si al yo lírico se lo ha acusado de artificioso, de mentiroso y hasta de confesional, deberíamos recordar que el lenguaje mismo lo es. Toda representación es una ilusión. Y todo lo mirado. El objeto también, recortado por las posibilidades de nuestra percepción (...) Podemos acosar a ese yo lírico, pero abdicar de él es abdicar al mismo tiempo del objeto que contempla (...) porque el objeto y el sujeto se modifican mutuamente, como quedó enunciado en el principio de incertidumbre que sentó las bases de la física contemporánea a principios del siglo pasado”. En este capítulo, Bellessi se ocupa de desandar el camino que condujo a parte de los jóvenes poetas de los ‘90 hacia esa polarización y cita una interesantísima reflexión de Beatriz Vignoli, quien formó parte activa del objetivismo y que hoy encarna, sin embargo, una de las mejores líricas contemporáneas. Sonia Scarabelli u Osvaldo Bossi son otros de los nombres que Bellessi destaca como parte de esa generación que tras haber atravesado las grandes aguas noventistas desembarcaron en los 2000 construyendo una lírica potente y renovada. “El príncipe” es un bellísimo poema de Scarabelli que Bellessi cita sobre el final del libro. Sus versos están dedicados a un ciruelo y la naturaleza de ese cuerpo vegetal se funde a la de la voz humana. Como la de Bellessi se ha fundido en Variaciones de la luz a los colores del cielo o en “Love Story” a una escena remota en la que alguien dice, desde lo más alto de la experiencia humana, que el corazón es una achura que no se vende. Contra toda actitud elitista que la convertiría en gesto vacío, la poesía es sustancia de ese destino común del que Bellessi habla en Mate cocido. “Si somos del mercado, ya no somos poesía –dice–. Si somos de la diminuta escena literaria, tampoco; sólo si somos del mundo y de nosotros mismos en un arduo trabajo de atención, alerta y entrega. La producción llevada a cabo de esta manera no asegura llegar a buen puerto, nada asegura nada, salvo escribir y vivir en la plenitud del riesgo de la vida.”
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