Viernes, 21 de diciembre de 2012 | Hoy
COSAS MARAVILLOSAS II
Frustrado porque sus deseos no son órdenes, el niño protagonista de Una trampa para Papá Noel hace de todo para destruir al viejo barbudo.
Por M. A.
“Advertencia: contiene malas intenciones” recita un sello de calidad en la contratapa del libro mientras un nene más preocupado que enojado espera que llegue el momento preciso para dinamitar un árbol de Navidad grande, de esos que se ven en las vidrieras especializadas o en las películas norteamericanas hechas para la ocasión. Bradley Bartleby (nombre literario si los hay...) es el protagonista del relato y el chico malo de la historia, el nene que lo tiene todo y como Veruca Salt, la nena millonaria de Charlie y la fábrica de chocolate, consigue que sus padres (que le tienen terror) le compren hasta un elefante como mascota (el animal maltratado por el consentido se escapa y se esconde –más vivo que ágil– para siempre en el jardín de la mansión). Cada Navidad un ejército de escribientes tipea la lista interminable de pedidos de Bradley y cada Navidad lo único que recibe el heredero es un par de medias. Hasta aquí la anécdota y la desesperación del pedigüeño. ¿Cómo sigue la historia? Con las estrategias que durante todo un año idea el pequeño Bartleby para destrozar a Papá Noel, quemarlo, triturarlo, guillotinarlo y servirlo como banquete a unos cuantos tigres famélicos para quedarse con toda la bolsa de regalos no bien el gordo regalón meta parte de su cuerpo en alguna de las entradas de la casa. Una casa a estas alturas demasiado peligrosa para todos (excusa perfecta para que sus padres y los dos perros se muden a un hotel) y guarida ideal para el detractor de las medias. La moraleja y el final quedarán para después de las doce (siempre será la hora señalada cuando se termine de leer el cuento), pero mientras tanto podemos detenernos en las malas intenciones de las que el libro habla y en las otras, en las creencias y en las enseñanzas con perfume a muérdago. Un codazo para que la gula no sea el único pecado navideño, Una trampa para Papá Noel, de Jonathan Emmett (Leicestershire, Inglaterra, 1965), es fundamentalmente una historia con dos destinos: el primero les dice a los más chicos que no es bueno pedir mucho y mucho menos pedir todo, y el segundo que no dejen de creer en el poder y en la sabiduría de la magia (aunque una vez por año vista traje rojo, gorro –un bonete caído– y barba). Las ilustraciones de Poly Bernatene (Buenos Aires, 1972) acompañan con elegancia cada una de las maniobras (las literarias y las de Bradley) con una acertada paleta de colores (comodísimo el sillón cobalto en el que Papá Noel espera que el reloj dé las doce sin leer nunca la lista de Bradley, aunque eso no significaba olvidarse de él, todo lo contrario) y como si un Sempé con volumen dictara cada unos de los cuadros, la historia de las medias de Bradley se mueve con la agilidad de la historieta que, sin olvidar la barbarie heteróclita de las primeras decenas del siglo ajeno, inaugura una identidad cercana que hace juego con la maldad oscura (aunque no es ni será el único que fabrique trampas para atraparlo) y humorística de Emmett y acompaña hábilmente el ritmo de la comedia infantil que brinda con lo siniestro. Una prosa ingeniosa, austera (seca), complementada con las sombras creadas por Bernatene hacen posible que la historia de Bradley sea un cuento de Navidad sin huérfanos pero con orfandades nuevas.
Una trampa para Papá Noel
Jonathan Emmett
Ilustrado por Poly Bernatene
Grupo Macmillan
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