PERFILES > TILDA SWINTON
› Por Roxana Sandá
Habría que detener el tiempo si se tirara una moneda al aire para adivinar cuántas famosas de este mundo pueden convertirse en obra de arte viviente. Pocas, escasísimas damas encandilan tanto como para poner el mundo a sus pies (esta cronista se tomará la licencia de mencionar a Helena Bonham Carter). O por lo menos a su alrededor, boquiabiertos y apretados contra una caja de cristal. Tilda Swinton lo hizo. La más border y andrógina (se admite, el concepto es remanido pero imposible de soslayar porque en él anida buena parte del uno/una/todas que confluyen en Tilda) de las escocesas ilustres se acostó el domingo último en un colchón dentro de una gran caja de cristal diseñada sobre uno de los pisos del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), para realizar su performance The Maybe, una soberana siesta de siete horas creada por la artista Cornelia Parker que comienza a las 10.30 y culmina a las 17.30, cuando el Museo cierra sus puertas. Difícil contener asombros. Un cartel persigue inútil esos fines: “Artista viva, cristal, acero, colchón, almohada, lino, agua y espectáculos”. El encuentro “será por azar, viva y en tiempo real: ahora la vemos, ahora no la vemos”, dice un comunicado tacaño del MoMA. En vano: gritos cholulos, pequeños escándalos, miles de turistas japoneses observando incrédulos a la gran bruja blanca de Narnia que esta vez no ofrece de su confitero de plata dulzuras salpicadas de azúcar impalpable ni somete osos polares y sin embargo no trafica una bella durmiente. Nada le es más ajeno. Ahora descansa en la comodidad de un par de jeans, una blusa azul de lino, un vaso con agua y unos anteojos sobre las sábanas, cerca de su rostro. A cara lavada, a pelo corto peinado hacia atrás, su impronta más conocida en la construcción de musa. Aunque deplore el término porque la definiría “pasiva. Y mi esencia es muy otra”, advierte con idéntica sonrisa reposada que en los ’90 esbozó su personaje en Orlando (Sally Potter, 1992), hombre en el siglo XVII, mujer en el siglo XX, “un mismo cuerpo, diferente sexo”. Katherine Mathilda Swinton prefiere erigirse sobre otros pedestales, menos estables, más inquietantes, y se le agradece la opción por los aciertos comprobados. Sobre todo ahora, cuando parece que Tilda es Bowie y David le permite jugar a ser Tilda Stardust (tildastardust.tumblr.com), y el videoclip The stars (are out tonight) los reúne, fusiona, funde y confunde en una misma piel. La que ella habita vive el arte y el cine “de forma hiperactiva y activista”, como le enseñó con enorme generosidad su amigo, el pintor, escultor y cineasta Derek Jarman, que la dirigió en Caravaggio, Wittgenstein y Blue. Hasta 1994, cuando el artista fallece a causa del sida y Swinton cae en una depresión profunda. No hay señales de salvataje emocional, pero al fin y al cabo algunas heridas no desgarran a perpetuidad y donde parecía haber un camino bifurcado aparece un círculo de gracia que comienza a cerrar. Entonces Tilda sale del pozo con la materia que encabeza esta columna. The Maybe nace en 1995, en propuesta de exposición pública durante una semana, dormida o haciendo como que, en una caja de cristal instalada en la Serpentine Gallery y poco tiempo después en el Museo Barroco de Roma. Sus mellizos adolescentes Xavier y Honor no han pasado aún por el MoMA, demasiado apegados a la casa rural de Escocia, y Sandro Kopp, su amante alemán diecisiete años menor que ella, es un visitante aleatorio en el sentido más amplio. No hay por qué temblar, la bruja blanca suele autosatisfacerse en “los gestos humanistas propios y del cine. Tiene de increíble el hecho de permitirnos proyectar nuestra vida y emociones sobre la pantalla. Es un doble movimiento: salir de vos misma y volver”. Algo que esta gran simuladora logra como por arte de magia.
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