Viernes, 12 de abril de 2013 | Hoy
INUNDACIONES II
En la catástrofe hídrica que inundó Santa Fe en 2003 murieron 23 personas. En los años que siguieron, 125 más se sumaron a la lista de víctimas por las secuelas físicas y psíquicas de la inundación. A esos muertos los llaman “los secuelados”. Desde esa experiencia, quienes sobrevivieron hablan de la cooperación, del trabajo con otros y otras como la mejor forma de resistencia a una pérdida cuyo inventario apenas empieza en los objetos.
Por Sonia Tessa
Cualquiera que haya vivido una inundación sabe que se trata de una bisagra. Sus recuerdos se dividirán en antes y después de aquel día en que el agua entró a su casa y arrasó con sus recuerdos, sus muebles, su cotidianidad. Las inundaciones de la semana pasada en La Plata y Capital Federal mostraron la intemperie y la solidaridad. Cuando el agua baja, llega el momento del recuento de pérdidas, la limpieza, la lenta reconstrucción. Hace diez años les tocó a más de 130 mil personas en la catástrofe hídrica que sufrió Santa Fe el 29 de abril de 2003, cuando una tercera parte de la ciudad fue tapada por el río Salado, que demoró hasta 20 días en bajar. Algunas de aquellas víctimas se convirtieron en protagonistas: en un primer momento, en la ayuda a sus pares, la organización para asistir la emergencia. Luego, para reclamar justicia. Durante la inundación murieron 23 personas, pero se cuentan 158 por las secuelas físicas y psíquicas que provocaron fallecimientos posteriores. Les dicen “los secuelados”. “Cuando volvés a tu casa te empiezan a caer las fichas del desastre”, sintetiza María Claudia Albornoz.
María Claudia es peluquera, psicóloga social y militante de la vecinal de barrio Chalet, en la zona oeste de la ciudad. Después del agua, se integró en la Carpa Negra que estuvo 197 días instalada frente a la Casa de Gobierno de Santa Fe y más tarde reclamó todos los 29. La peluquería de María Claudia era parte de su casa, donde entraron 4,50 metros de agua. Le llevó un año volver a vivir allí, con su madre de 78 años y su hijo de cinco. “Tres meses después de las inundaciones, instalamos la Carpa en la Plaza de Mayo, frente a la gobernación. Yo iba a cortar el pelo a la plaza, me habían prestado una bicicleta y con eso andaba dando vueltas haciendo peluquería a domicilio. La gente que antes era mi clienta me llamaba y así iba juntando los manguitos. Con la jubilación de mi mamá pudimos alquilar otro lugar durante un año”, cuenta.
Con la vuelta, se crearon también los espacios de lucha: La Carpa Negra, la Marcha de las Antorchas, las movilizaciones de los 29 de abril y la causa penal en la Justicia, en la que el juez Jorge Patrizi procesó a tres funcionarios, pero nunca llamó a declarar al entonces gobernador Carlos Reutemann. “Estas tragedias seguirán pasando en la medida en que los responsables no paguen. Es la misma matriz de impunidad de Cromañón, la Tragedia de Once o La Plata, que viene de la dictadura. Eso lo aprendimos después de las inundaciones, con las Madres de Plaza de Mayo y los organismos de derechos humanos. En la medida en que los gobiernos que cometen, entre comillas, errores criminales no los paguen, esto se sigue reproduciendo. Ellos tienen que pagar, no nosotros con nuestros cuerpos, con nuestra vida. Hoy podemos decir que no es la inundación, es la impunidad lo que te mata”, dice María Claudia el martes a la noche, mientras participa en la instalación de la Carpa Negra que quedará allí, en la Plaza de Mayo de Santa Fe hasta el 29 de abril, cuando se cumpla una década de la inundación.
“Durísima fue la vuelta, era empezar a limpiar las casas, por eso cuando hablamos con la gente de La Plata les decimos que no vuelvan solos, que traten de volver acompañados con familia y amigos a limpiar, porque es desgarrador. El esfuerzo de tu vida, poco o mucho, estaba adentro de ese hogar, y no era nada, estaba todo desarmado, baboso, era barro”, recuerda María Claudia. Una y otra de las entrevistadas hacen alusión al olor como indescriptible. “Los barrios se transformaron en montículos de basura, que eran nuestros recuerdos. Como podíamos, los íbamos sacando a la calle y tirando todo afuera. Era todo gris: imaginate una ciudad gris y marrón”, rememora. Un año le llevó volver. Limpiar el barro de cada rincón, incluso dentro de los caños de la luz. Poner braseros en las habitaciones para que se fuera la humedad. “De a poquito la fui llenado de olores distintos para volver, porque quería volver”, dice ahora.
Cada una de las entrevistadas se convirtió en referente social. Para algunas la militancia no era ninguna novedad. María Claudia participaba en la vecinal de su barrio. Milagros Demiryi integraba –e integra– el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos. Se incorporó en 1983, cuando recuperó su libertad. Fue presa política durante ocho años y medio. Quizá por esa historia personal, cuando cierra los ojos le cuesta despegarse del recuerdo de los helicópteros del Ejército que surcaban el cielo santafesino cuando Reutemann decidió militarizar la ayuda social. “Los recuerdos son muchos. Los olores, ese olor a podrido que tenía el agua, hasta ácido. La sensación cuando íbamos a las casas a limpiar, esa acidez que había en el ambiente, que te producía de pronto un ardor en la garganta y empezabas a toser y tenías erupciones en la piel. Mientras lo cuento lo estoy reviviendo. Otro recuerdo recurrente eran los gritos desesperados de la gente pidiendo ayuda, que los fueran a rescatar. Acá hubo toque de queda, se militarizó la ciudad. A mí particularmente me lastimó la presencia del ejército, los helicópteros dando vueltas en la noche...” En el momento de las inundaciones vivía con su esposo Jorge Castro y cinco de sus hijos, ya que las dos mayores ya vivían solas. Nunca volvieron a la casa de barrio Roma –una zona de clase media, casi céntrica– en la que los chicos tenían sus juegos y un patio con árboles. Después de autoevacuarse en la casa de sus padres, una compañera de la escuela secundaria les ofreció un departamento para que vivieran.
A la hora de hablar sobre lo que ocurrió la semana pasada en La Plata y Capital Federal, las entrevistadas coinciden en que evitaron mirar la televisión. Graciela García, de la Marcha de Antorchas, que todos los martes se moviliza a los Tribunales provinciales y la Casa de Gobierno, y que instaló 158 cruces negras en la Plaza de Mayo, no puede evitar quebrarse cuando habla del impacto de la tragedia repetida. “El intendente de La Plata pidió disculpas, pero a los inundados de Santa Fe nunca nadie nos pidió disculpas. Al contrario, nos cerraron todas las puertas. En 2007 (el entonces gobernador, Hermes) Binner abrió las puertas simbólicamente, pero después nos dio la espalda a lo que exigimos, que es el juicio político a la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe”. Graciela acaba de jubilarse. Tenía 50 años en 2003, era empleada administrativa de una obra social. Entonces, no tenía ninguna militancia, sólo compromiso moral con las causas de derechos humanos. Ahora es un puntal de la Marcha de Antorchas. “Los diez años de impunidad son un tema muy grande, porque se construye desde el poder político, judicial y legislativo. Estuvimos diez años en la calle, sintiendo la frustración de cómo se ha ido fortaleciendo la impunidad”, dice Graciela, y su voz se diluye en algunas lágrimas. “No sé por qué estoy llorando, disculpame. Estos días están siendo muy difíciles. No estoy viendo casi nada de la tele porque lo que emparienta a Santa Fe con Buenos Aires son las imágenes del horror. Pero me parece que lo que nos diferencia es la contención. Allá hay un reconocimiento público de las autoridades que acá no hubo”, opina.
Los días de la vuelta son difíciles de relatar. Para todas las entrevistadas, la decisión de dejar la casa, el momento de irse, el agua que subía, la organización para asistir no sólo a los evacuados sino también a los que se quedaron en los techos, son momentos en los que se detienen con detalle. Es más difícil ponerle palabras a la vuelta. “Todos tuvimos que volver a las responsabilidades diarias, mientras tanto también estábamos ocupados en reconstruir nuestros lugares, que no volvieron a ser los mismos. Porque se perdió el olor de tu casa, viste que cada casita tiene un olor y los rincones de cada uno. Se perdió el rincón que te refugiaba, con las cosas más queridas, se perdió la rutina, los horarios de la comida. Yo no recuperé nada de eso. Y mi casa aún hoy, si bien vuelvo a tener lo necesario para vivir, ya no es la misma porque sé que no tengo lo que más me aferraba a mi lugar. Por ejemplo, yo tenía muchas cartas de mis amigos, y muchos libros regalados.” Ni siquiera puede pronunciar que los perdió, sólo silencio. “No perdimos todo, porque nos quedó la vida y la integridad moral”, reflexiona.
Otro rasgo común es que la propia reconstrucción se produce conectada con el proceso colectivo. Por eso, Graciela se disculpa por llorar. “Cuando nosotros salimos a la calle, creíamos que estábamos fuertes. Pero después algunos profesionales de la salud que consulté me dijeron que los secuelados somos todos. A mí me hubiera sido más difícil quedarme adentro de mi casa, pero en estos diez años se murieron tres compañeras de la Marcha de Antorchas. Entonces, nos dimos cuenta de que no éramos infalibles, que las secuelas están, que el cuerpo nos va cobrando lo que quisimos desconocer”, dice sobre la necesidad de ser fuertes para reclamar. “Nunca nadie nos vio llorar, pocos nos vieron llorar, y nunca lloramos frente a un poderoso. No claudicamos. El estar de pie tiene un significado muy grande”, dice.
La misma sensación comparte María Claudia. “A mí esto de la lucha me ayudó un montón a mantenerme en pie, pero hay mucha gente que se metió para adentro, porque la reconstrucción de tu casa te mete para adentro. Los que pudimos llegar a la plaza y peleamos, ésos somos los que de alguna manera seguimos resistiendo”, recuerda. Los comienzos, para ella, fueron difíciles. “Eramos nuevos en la lucha, fue un redescubrir cosas y entender. La verdad la fuimos construyendo acá, en la plaza. Nos convertimos en expertos en ingeniería hídrica, empezamos a comprender cómo robaban con las obras. Ahora ya sabemos cómo llueve, cómo entra en el agua, cómo se llenan zanjones”, dice.
Lo mismo cuenta Ana Isabel Zanutigh, que era dirigente del Sindicato de Amas de Casa en 2003 y hoy integra la granja agroecológica La Verdecita. En su sindicato se improvisó un centro de asistencia para autoevacuados que sostuvieron durante cuatro meses. Recuerda que algunos llegaban sólo para llorar. Y sobre todo, el desconcierto. “Santa Fe es un pozo, no teníamos la menor previsión los ciudadanos y ciudadanas. Eso fue clave, no saber que estamos viviendo en una olla, con una defensa (construida alrededor de la ciudad, pero con un espacio abierto por pedido del Jockey Club) que estaba inconclusa, con gobernantes como Reutemann y (el ex gobernador Jorge) Obeid que la habían inaugurado como completa”, dice la militante social sobre las responsabilidades políticas.
A la luz de lo ocurrido en los últimos días, María Claudia asegura que “el miedo está presente permanentemente. Esto de La Plata nos puso en ese mismo lugar otra vez. Traté de mirar lo menos posible televisión pero los vecinos nos empezaron a llamar para decirnos que tenían miedo. En Santa Fe, la gente está otra vez yendo a los psicólogos como en 2003”.
María Angélica Marmet es codirectora de la Escuela de Psicología Social de Santa Fe. “La inundación es un proceso y por lo tanto tiene etapas: no es lo mismo el primer momento del impacto que el shock psicológico de la vuelta a la casa, que también tiene que ver con múltiples particularidades”, dice la especialista, que organizó la asistencia en salud mental en 2003. A partir de esa experiencia, desalienta las “conductas heroicas”. “La vuelta a la casa, o al contacto con todo aquello que se perdió, es un momento muy dañino como para enfrentarlo en soledad. La organización, lo comunitario, lo colectivo, es una sugerencia que hacemos. Enfrentarlo con otro da una calidad diferente”, describe. Otro aspecto que señala es que “la reparación hay que diseñarla porque no se vuelve de cualquier manera”. Esa etapa empieza cuando el damnificado, después de lamentar lo perdido, se pregunta cómo seguir. Para Marmet, “lo que hay que hacer es la cooperación”. Otro elemento central “es la justicia”. “En Santa Fe está pendiente. El cómo se produce la justicia también tiene que ver con la lucha, la organización. Las organizaciones de inundados sostienen la memoria, el pedido de justicia, porque saben que no está resuelta la situación por la cual se podrían volver a inundar”. De hecho, recuerda, cada lluvia copiosa vuelve a tapar de agua a los barrios más vulnerables.
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