Viernes, 12 de abril de 2013 | Hoy
INUNDACIONES
En la inundación de La Plata las mujeres mayores resultaron las más vulnerables frente a la tragedia. Fallecieron por lo menos 24 ancianas. Aunque también fueron rescatadas por sus vecinas y vecinos, en historias que merecen ser contadas. Las redes comunitarias que tienen que ser fortalecidas con mayor presencia del Estado y la prevención frente a futuras catástrofes. Una crónica del duelo, pero también de los recursos para salir adelante después del desastre.
Por Luciana Peker
Eutimia Clara Palomino tenía 87 años; para el barrio era esa figura encorvada que barría siempre la vereda. Ella no resistió. Murió de un infarto, dice su hijo que es médico y repiten los vecinos. Su casa, al 1623 de la 37, ahora también está muerta. Las persianas están bajas. La casa está cerrada. La tristeza no tiene más remedio. Ya no hay a quién golpearle la puerta.
Rosa Attanasio intentó golpearle a Eutimia cuando todavía la lluvia perdonaba las rodillas. “Hubo tiempo de salir. Nosotros le tocamos la puerta. Somos vecinos de años. Ella tenía experiencia en inundaciones. Pero no contestó. Se ve que no estaba bien. Nosotros pensamos que estaba con el hijo. Y nos fuimos para el departamento de mi hijo, que ayudó a rescatar a otro viejito por el techo. Pero toda la ayuda la hizo la gente joven. Yo pensaba. ¿Habrá un helicóptero? Pero no había nada.”
Igual que Eutimia murieron, por lo menos, otras veintitrés mujeres solas. Entre ellas Lucila Ahumada de Inama, en su casa de 29 entre 36 y 37, que todavía buscaba a su nieto, a su hijo Daniel Inama y a su nuera Noemí Macedo, quienes fueron secuestrados el 2 de noviembre de 1977 y llevados al centro clandestino Club Atlético. Murió sin conocer su destino. Las Abuelas de Plaza de Mayo confirmaron que Ahumada fue encontrada sin vida en su casa bajo un metro setenta de agua. “La tragedia nos ha tocado de cerca porque una de nuestras compañeras fue encontrada muerta”, expresaron las Abuelas de Plaza de Mayo.
La muerte de Lucila muestra una fragilidad real. “Las mujeres son las que viven entre cinco y seis años más que los varones, pero con más nivel de discapacidad, son las que viven solas, no tienen la protección de tener un marido, esto puede hacerlas más vulnerables”, señala Ricardo Iacub, profesor titular de Psicología de la tercera edad y vejez de la Facultad de Psicología de la UBA y psicólogo especialista en mediana edad y vejez.
“Cuando fue la catástrofe de terremoto en Chile y el tsunami en Japón, las muertes de personas ancianas y de discapacitadas sucede. En Japón fue en un porcentaje del 72 por ciento, como en La Plata, de personas mayores o muy mayores. Está claro que cuando se produce una catástrofe el caos inicial hace que las personas traten de resolver primero lo suyo y después traten de ayudar y que las personas con mayor edad formen parte del grupo de los vulnerables porque no hayan podido tener la rapidez para irse. El 30 por ciento de los mayores de ochenta vive solo, no quiere decir que estén solos. La intimidad a distancia es una de las mejores formas que tienen para vivir, esto implica que pueden vivir en hogares diferentes pero con redes de reciprocidad y ayuda mutua entre vecinos que se ayuden en un robo, una entradera, una inundación o un golpe de calor, como sucedió hace unos años en Francia, donde murieron ancianos por deshidratación. Uno debería trabajar para prevenir que haya una red de contención comunitaria. Primero saber quién es tu vecino y que le podés tocar el timbre al otro”, propone la socióloga María Julieta Oddone, doctora en Antropolo-gía e investigadora del Conicet, y directora del Programa de Envejecimiento y Sociedad de Flacso.
La ciudad de La Plata parece una gran mudanza pública: los sillones se recuestan en la vereda sin esperar que nadie venga a usarlos, los libros se abren de cara al sol que llega para secar las letras, los contratos de alquiler se abrochan como la ropa –pero prolijos– esperando escurrir, las partituras salen sin ofrecer música, sólo sus notas a tomar aire en la cuadra donde un arbolito de Navidad también anuncia el fin de fiesta y un paraguas muestra lo inservible que puede ser cuando la lluvia no tiene medida.
La línea negra que se ensaña con casi todas las paredes muestra que el agua estuvo mezclada con derrames químicos la tarde y la noche de la tormenta. La línea negra marca hasta dónde llegó el agua en cada casa. Esa línea hoy separa en La Plata lo que se salvó de lo que no se salvó. Una de las historias más trágicas es la de la esquina de 37 y 28. Ahí un abuelo y su nieto fueron llevados por la tormenta. El nene, de tan sólo cuatro años, pudo ser rescatado por una soga por unos vecinos. El abuelo no. Su esposa tiene la ventana entreabierta. Hay un sol que no necesita confirmación. Todos parecen necesitar dejarlo entrar. Aun ella que carga con un dolor infinito y el acoso de los medios. Jorge Pío Colauti, de ochenta años, era su marido y murió en la inundación. Ella ordena con todas las cosas de su cocina afuera y pide “no me hagas ninguna pregunta”. El silencio, entonces, se impone como forma de luto.
Otras veces el duelo se hace palabras. No creen que esa lista de cincuenta y cuatro muertes sea real. Sospechan. Una y otra vez preguntan, especulan o aseguran que hay más muertes. No puede ser que sólo en el barrio La Loma, entre la 37 y 36 y la 28 y la 30, falten alrededor de diez vecinos. La muerte es muchas. Es tantas que se vuelve imposible. Inverosímil. La muerte es intragable. Y se escupe en bronca.
Las veredas tienen muebles dados vuelta y las casas, puertas arrugadas. Las conversaciones se derraman siempre en el mismo rumbo. Son como las gotas de la misma lluvia que las trajo. “Yo, que nunca tengo miedo a nada, tengo miedo”, dice Pablo Giuliodori, el hombre más robusto de la cuadra. El cuenta que la ciudad era un tsunami pero sin olas.
¿Qué puede pasar de ahora en más con los que padecieron la inundación? “Si uno se pone en los zapatos de un adulto mayor en una situación que te puede dejar sin recursos puede sentirse desbordado. Cuando se superan los 80 años los niveles de discapacidad aumentan, los problemas de vista, audición o motores. Es mucho más complejo sobrellevar el control de la realidad y puede haber síntomas de estrés, enojo, molestia, problemas cognitivos, demencias, desbordes en su capacidad de control, gente desorientada, perdida, con un nivel de irritabilidad enorme”, describe Iacub. “Cuando se nubló todo hubo llanto generalizado por miedo a que volviera a llover”, relata Claudia Montesino, psicóloga social y voluntaria en el centro de evacuados de la Escuela 125 de La Plata que ayudaba a empezar a recuperar objetos, papeles y ropas a las personas de edad avanzada para que retengan sus recuerdos.
Se pueden armar redes sociales. Iacub da un ejemplo. “En Cuba, con todos los ciclones que hay, no mueren adultos mayores. Se hace que traten de tener más cuidados, que intenten estar acompañados, que se los busque prioritariamente. Por eso hay que aprender de esta experiencia.”
Pero no todo es fragilidad en la tercera edad. Iacub rescata otra fortaleza no conocida: “Hay investigaciones que demuestran que tienen un manejo psicológico mejor que las personas más jóvenes porque frente a situaciones emocionales controvertidas prefieren elecciones más positivas. Por eso, tienen un mejor manejo de la emoción”.
–Yo me pinto para darme fuerzas –cuenta Ana González, de 93 años. Con los labios y las uñas fucsia desde antes de que le tocáramos las ventanas. Ella rescata: “Se salvaron los lápices de labios, las cremas y los perfumes”. También se alegra: “Salvé el álbum de la comunión y el álbum de los noventa”. A Ana la salvó su vecina Paula Soledad Martínez, una abogada de 26 años. “Le deseo que sea feliz”, le dice ahora, que sabe que el agua se llevó algo más que su cama, algo más que su gatita blanca, se llevó a otras vecinas.
Ana, al principio, no quería subir a la pieza de arriba. “Es que no creía que el agua iba a subir tanto”, recuerda. Después terminó en el techo junto a otros diecisiete refugiados.
–Ahorita digo yo: ¿Dónde está Dios? –se pregunta Ana.
–En algún lado está, porque acá estás vos –le contesta Paula.
–¿Y los qué no están? –vuelve a preguntar, más insidiosa, Ana.
Ella cuenta que entre los escombros encontró un llavero del Papa –el que estuvo quince años– y lo tiró. No es la única anécdota de estos días. Además de la bronca, también encontró lugar para la risa. En el zapping encontró la película Titanic y le pareció el colmo de la ironía. ¿Cómo puede ser? “¡Más agua no!”, protesta entre la risa que la encuentra acodada en su ventana, donde se la ve simplemente con sus labios rosa. Ni siquiera se nota que tiene que agacharse para caminar.
Después invita a entrar a su living. Le da bronca que resistió la mesa y no su cama. Pero no quiere que sus dos hijos gasten en un nuevo juego de dormitorio. Ella cree que siempre hay que ahorrar. Ese fue el lema en su vida. Así sobrevivió esta mujer que trabajó de kiosquera, tuvo dos hijos, cinco nietos y tres bisnietos. Y como si fuera una receta explica: “Yo pasé los años treinta”. Ella aprendió a leerle el diario a su madre analfabeta. Así sabe reconstruir y reconstruirse.
Ana tiene que agradecerle a Paula haberla rescatado. Y su fortaleza se agradece también en estos días donde la muerte se encuentra con abrir la ventana. Paula se desperezó de la tormenta con miedo de que le hayan robado su casa. Pero no fue ésa su peor pesadilla. Una semana después sigue limpiando. No hay lavandina que borre el recuerdo de la muerte.
–Mi hermano salvó a una mujer de 83 años que estaba con su marido muerto. No sabemos si se murió ahogado o de la impresión. Ella no se quería mover. Le levantamos la persiana. La pudimos convencer. Y le saqué la bata, le hicimos de tomar algo calentito, estaba blanca, helada, gracias a Dios zafó –agradece Paula.
Muchas le agradecen a ella esos pequeños gestos de deshielo.
Paula y su hermano son superhéroes. El barrio tiene sus casas apagadas y las casas que están vivas, limpiándose, buscando un nuevo orden. También hay asistentes sociales y hasta pasó el ejército. El temor a los robos no da lugar a la inocencia. Pero por un momento –que seguramente pasará– la propiedad privada tiene un lugar distinto. La vereda es ahora un lugar común en donde se juntan las propiedades de todos: los lamentos de lo que perdieron y los sueños de reconstruirse.
No hace falta prestar atención para saber de qué se está hablando. Se habla de eso. De la inundación. De lo que pasó y de cómo salir. “Esto lo guardo para el crédito”, dice una vecina. Caen las hojas, ladran los perros, los guantes se cotizan para protegerse de la lavandina y una amiga baldea una casa ajena. En la escuela del barrio no hay clases. Los chicos se ríen, casi siempre –por suerte–, los chicos se ríen, se hacen caballito, encuentran la forma de reírse, hacen pasamanos con las donaciones y aplauden. En el barrio retumban los aplausos.
Más allá de los ecos, María Ester (Maruca), de 87 años, camina con pasos cortitos y lentos. Tiene un chalequito gris de lana y una camisa. No hace frío. Pero es como si la piel necesitara algún abrigo. La abraza su hija María del Carmen Caselia, de 61 años. No importa cuánto pueda hacer Maruca para ayudar a reconstruir cada foto carnet que se apoya sobre la mesa de roble. No importa si cada uno de sus pasos es cortito. No se trata de caminar largas distancias. Su hija la necesita. Y ellas enredan sus brazos en esa pequeña vuelta que las encuentra juntas. Encontrarse es la palabra justa.
Si María Ester hubiera estado en esa casa de La Loma, ¿cómo hubiera sobrevivido?
“Mi mamá estaba en la casa de una hermana. Por suerte no en toda La Plata llovió igual, si no ¿cómo la ayudas?”, se pregunta.
Apenas María del Carmen puede recordarse a ella misma para saber cómo hizo para salir de su casa en ojotas y vestido de verano –con el agua que ya la tapaba– y subirse a una pared blanca y finita. En el intento de trepar se cortó con una reja, empezó a sangrar sin parar. Ella es médica, pero no pudo usar sus conocimientos para nada más que saber que si era una arteria estaba en problemas. Sentía la sangre arriba de ella igual que el agua y sus gritos. Era lo único que la acompañaba. Hasta que ya no sentía nada. Así aguantó durante cuatro horas seguidas. Sus ojos ahora miran fijo, clavados también, como si el tiempo no pasara. O como si tuviera que pasar todo de golpe.
–Cuando paró la lluvia yo no podía caminar, la correntada me llevaba. Por eso, lo importante es que la ciudad no se inunde –dice María del Carmen.
No encuentra otro remedio.
En su casa hay pañuelos planchados y fotos rescatadas, cubiertos sacados del cajón y frazadas nuevas. Un robo del pasado que parece un cuento tonto al lado de la inundación que arrasó hasta con los relatos de la inseguridad y un paredón alto y finito que se convirtió en una prueba de supervivencia.
–No podías ni subirte arriba de la mesa porque a la mesa la da vuelta el agua –dice Maruca.
Y lo que muestra es que la inundación arrasó también con las certezas.
Eso también le pasó a Mirta Castedo, profesora de Ciencias de la Educación de la Universidad de La Plata, cuando se le quedó el auto en 8 y 526 y se encontró con Laura Rebello, una enfermera del Servicio Penitenciario. “Todos los prejuicios se te van al diablo. Tienen que ver con estar vivo. Es una de las cosas más fuertes que me pasaron”, remarca en su casa que cuenta mil veces reformada del barrio Tolosa. Mirta habla de Laura como una líder natural, habla con respeto y con verdadera admiración.
–Yo estaba en la calle. Me agarró con dos metros bajo el agua. Alguna gente cruzó y otra no cuenta el cuento. Yo sentía que el agua me llevaba y no veía dónde pisar. Una no tiene experiencia en eso. Me acordé de las películas. Me dio miedo quedarme adentro y mi cultura cinematográfica me salvó. El auto quedó tapado hasta el techo. Yo no sabía para qué lado salir. Pero por suerte estaba Laura Rebello –con Agostina, una bebé de un año– que nos salvó a todos. Ella es enfermera del Servicio Penitenciario y rompió el candado del colegio Enet en 526 entre 7 y 8. En ese momento yo me asusté porque ya había olas y había chorros por las alcantarillas y subimos al segundo piso –relata Mirta.
Sin embargo, no todo terminó cuando ya habían encontrado refugio. Una señora mayor, Perla, de 90 años, y Mariela, la chica que la cuidaba, de 26 años, con un ataque de pánico, pedían ayuda. “Voy yo que soy enfermera”, dijo Laura. Y fue nadando. Perla estaba flotando pero decía que no se podía ir sin sus zapatos.
“Si Perla hubiera estado sola se hubiese muerto”, reflexiona Mirta para pensar justamente cómo estar prevenidos para ayudar a próximas Perlas. “Si en un barrio hay gente mayor que vive sola tendríamos que estar alertas por si tenemos que ir a buscarlas, porque va a volver a pasar y tal vez no en el mismo lugar. Por supuesto que cuando miraba a Perla la miraba a mi mamá.” Su mamá está en su casa y se acaba de pintar las uñas. La viene a buscar a la puerta. Y la llama: “Vení, solcito”.
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