Viernes, 6 de septiembre de 2013 | Hoy
VISTO Y LEíDO
El relato de Muriel Spark es una obra de ebanistería, donde un grupo de náufragos sobrevive en una isla que los convierte en pupilos sin muelle ni anclaje.
Por Marisa Avigliano
Robinson
Muriel Spark
La Bestia Equilátera
Cuando el día recupere su tamaño, dejarán de ser náufragos. Mientras tanto se consuelan en la espera eterna, donde el aliento muerde. Son tres desconocidos y los únicos pasajeros vivos de un avión que se incrustó en llamas en la entrepierna oeste de una isla con croquis de forma humana y dueño. Estos huéspedes inesperados (dos hombres, Jimmie Waterford y Tom Wells, y una mujer, January Marlow, la voz que narra) vivirán casi tres meses con Robinson –el terrateniente insular que bautizó a la isla con su nombre– y con Miguel, un niño en discípula adopción. El relato del vagabundeo organizado –una vez más es magistral la ebanistería de la señora Spark (1918-2006)– define roles en los límites del agua para que el lector se relama a gusto. Muriel, la explotadora, exhibe con natural malicia las reglas de convivencia entre el trío desamparado y los anfitriones. Los que llegaron sin haber tenido que remar, y sin que una ola empuje el golpe de gracia del desembarco, se convierten en pupilos sin muelle ni ancla; Robinson y el niño, en viajeros quietos. Los cinco ofrecen y esconden asuntos con la misma impertinencia, nunca con la misma elegancia.
Spark se puso en gastos y, además de demostrarnos que no siempre lo común es un lugar común y que el humor no es gracioso cuando se esconde detrás de la cómoda ironía, nos preparó un banquete. Catolicismo, amuletos de la suerte, nadería masculina, retratos familiares (qué bien lo hace, digo, eso de mostrar las caras de una familia y sus intenciones), sangre, intriga y accidentes geográficos (un volcán es un horno, una sangría subterránea, un escondite seguro y una tumba inesperada). Hay más: una biblioteca con primeras ediciones y tipografía dieciochesca, una gata que juega al ping pong (la edimburguesa llevó a su Bluebell a la isla) y una mujer lápiz, o mejor dicho un diario escrito por una mujer. La misma mujer –la única– que hace contorsiones faciales (pone la cara de la persona cuyas intenciones y pensamientos intenta descifrar) para descubrir un caso policial, protagonizando una de las tantas escenas memorables de Robinson: “Mi método no era infalible, pero a veces servía para agudizar la percepción. Lo practicaba desde la infancia (...). Primero imaginé que estaba erguida y firme, con mucha presencia y la boca ancha y recta; luego estiré la boca, achiqué los ojos, alcé las cejas, fruncí el entrecejo, coloqué la lengua bajo el labio inferior y empujé hacia fuera del mentón; la nariz, tan concentrada estaba en imaginarla, se curvó un poco en el puente. Entonces me transformé deliberadamente en Jimmie”.
A medida que la novela avanza, se celebra con intención y estilo el poder de las horas porque los sobrevivientes saben que ya nadie los está buscando, saben que los dieron por muertos, pero también saben (y no voy a contar por qué lo saben) que van a ser rescatados y que esa muerte entre paréntesis –como si la silueta de un junco de esteras diera buena sombra– los ostenta iracundos e incapaces de cruzar el agua para pisar la tierra del otro lado.
En Robinson (1958) hay además muerte sin melancolía, maternidad sin melaza y una prosa categórica. ¿Qué más se puede pedir?
¿Conmoción? ¿Enigma? Súmenlos a la lista de los encantos porque, como dice January, “todo sistema que no contemple lo inesperado y lo inoportuno es una basura”.
El navegante de Defoe era el tercer varón de una familia de York y no había aprendido ningún oficio porque lo único que quería era surcar los mares; los aventureros forzosos de Spark, en cambio, no habían concebido otra naturaleza que no fuera la que se imagina desde la urbanidad. Una diferencia que pierde importancia cuando gana el mito, la balsa de tierra recortada en la que vive Robinson (el del inglés o el de la escocesa, cualquiera de los dos).
Una escritora de deslumbrante lucidez capaz de completar en el aire azul, oxígeno de Vermeer, el vuelo truncado de cualquier pájaro, de cualquier avión.
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