Viernes, 28 de marzo de 2014 | Hoy
RESISTENCIAS Una joven denunció, la semana pasada, que fue violada en la misma cama donde dormía con su novio por un amigo de éste. La denuncia es un escándalo, aunque no tanto por la manera en que uno cubrió al otro, sino porque los muchachitos son jugadores de fútbol, y entonces otras voces masculinas se levantaron desde los medios y las tribunas para pedir que no se manche al club de sus amores, que no les arruinen la carrera a los deportistas. Al mismo tiempo –y esto no es una muletilla–, las fotos de la víctima empezaban a publicarse: en bikini, en short, poniendo la boca para el beso, cumpliendo el ritual de lo que se supone sexy, valorado, deseable en una mujer. “Ella se dejaba”, dijo el acusado para justificarse como si ese dejarse tuviera algo que ver con el consentimiento. “Calculadora entrenada y no víctima inocente”, dijo de la víctima un conductor de televisión, porque la chica tuvo los reflejos suficientes para protegerse y llevar su ropa interior al momento de hacer la denuncia, por citar sólo una perla en un mar de fondo de comentarios descalificadores de la voz de quien acusa. Aunque éste es un relato particular, forma parte de un guión bien aprendido, de una cultura de la violación en la que los machos se cubren entre ellos, las víctimas son sospechadas y el cuerpo femenino se convierte en zona de riesgo.
Por Flor Monfort
¿Cuántas veces pasaste por alto el no de una mujer?, preguntaba, entre otras cosas, Las12 hace tres semanas a algunos hombres que se prestaron al juego de medirse con la misma vara en los temas que le interesan a este suplemento, aquellos que se dicen de la constelación de la temática de género pero sobre los que todxs podemos pensar. Un poco por espíritu lúdico pero sobre todo porque el convencimiento es mayor cada día: hasta que no haya un compromiso global por equilibrar derechos y oportunidades, las mujeres seguiremos siendo sospechadas, desvalorizadas, asesinadas. Los varones convocados, de diferentes disciplinas y edades, tuvieron su tiempo para pensar las respuestas y casi todos coincidieron en que jamás lo habían hecho, por lo menos no a conciencia. Es de esas trampas al mejor estilo “juego de los matrimonios”, donde las respuestas de ellos son increíblemente opuestas a las que ofreceríamos nosotras sobre el mismo tema, por lo que el alcoyana-alcoyana se vuelve imposible y la conclusión no puede más que devenir en guerra. A todas las mujeres involucradas en ese cuestionario, nuestras amigas y conocidas, nos resultaba imposible no recordar que alguna vez habíamos sido vulneradas en nuestras negativas: ya sea al subir a un taxi porque el chofer decide otro recorrido del sugerido por nosotras, o en el medio de la noche y con la propia pareja pidiendo un contacto sexual que, por comodidad y para evitar conflictos, se había habilitado. Los hombres no se la podrían creer, pero la vastedad del mar donde las mujeres somos, podemos y valemos menos es enorme y la temperatura de ese mar es tan cálida que pocos la sienten incómoda. Incluidas muchas mujeres.
En la frontera de ese no que ellos desoyen y que nosotras naturalizamos que sea desoído están aquellos capaces de dejar marca. Porque el no dicho fuerte y claro puede generar mucha violencia. La semana pasada, se conoció el caso de un jugador del club Independiente que violó a Giuliana (su verdadero nombre se resguarda para preservar su identidad), después de una noche de boliche en la que ella, él y un grupo de amigos que incluye al novio de ella, Martín Benítez, fue a un departamento a hacer eso que se hace después de una noche de boliche: tirarse a dormir, bajarse una docena de medialunas, seguir con la música en el cuerpo pero con el cansancio a cuestas, ver el amanecer o tener sexo, si ambas partes están interesadas. En ese limbo madrugador, Alexis Zárate se acostó junto a la chica de 19 años, quien estaba durmiendo, y la penetró. Ella se despertó y empezó a gritarle pero ya era tarde. Confusión, reproches y un grupo de amigos que decidió cubrirse (y atacar a la víctima) forman parte de las horas siguientes, incluido un intercambio de mensajes de texto donde ellos le piden a Giuliana que no haga la denuncia, que Alexis se quiere matar, que estaba borracho en ese momento y después, muerto de vergüenza. Pero ella hizo la denuncia igual, poniendo en boca de todos ese interrogante incómodo que muchos contestan por default sobre el no de una mujer. Porque en esa escena donde hay un agresor y una víctima hay tantos matices como colores tiene la mañana, y hoy ya son miles las voces que tienen algo para decir sobre los límites y definiciones de una violación.
Para Inés Hercovich, socióloga y autora del libro El enigma sexual de la violación (Biblos), la violación tiene un doble fondo. El imaginario manda un callejón oscuro, ropas rasgadas y una víctima que pega alaridos de auxilio, pero la realidad rechaza de plano esa escena. Si bien hay casos con algunas de estas características, es muy difícil encontrarlas juntas porque, según su investigación con decenas de mujeres que habían sido violadas (y a las que no les fue muy difícil llegar cuando inició la investigación para el libro preguntando entre amigas y conocidas), la coreografía es mucho más sutil, pensada y, finalmente, macabra y, sobre todo, porque la víctima cuando es sorprendida en un ataque sexual lo único que quiere es que pase lo más rápido posible. “Pero de ninguna manera la víctima es desvalida. Ni siquiera con un niño se impone ese vínculo de indefensión que se pretende creer. La víctima de un ataque sexual tiene herramientas y va a usarlas para salir viva/o de la situación. Pero la sorpresa no es exactamente esa que imaginan las películas: una calle junto a una vía y un desconocido que arriba con una amenaza; la sorpresa viene porque la violación es casi siempre cometida por alguien del círculo íntimo: un compañero de facultad, un amigo, un familiar, la propia pareja... Alguien que sabe que tiene nuestra confianza y en ese descoloque que supone la agresión (ambigua, siniestra) se labra la estrategia que el cerebro manda antes que cualquier intelectualización. Si queremos sobrevivir probablemente no gritemos, sino más bien nos quedemos quietas o mudas, y en muchos casos también nos movamos, finjamos gozar, o le acariciemos la nuca al violador. Y esto no se puede narrar, porque es insoportable o porque deviene en la acusación de la víctima.” A este guión que tantas contaron a Hercovich está la que jugó a ser prostituta de su violador, la que le prometió llamarlo, la que fue a hacer la denuncia con la sangre fría de alguien que quiere hacer justicia y no esa bruma en la que el mundo entero parece querer encajar a la persona que sufre una violación: confundida, errante, cubierta en sangre, incapaz de hilvanar los hechos.
En el caso de Giuliana, este guión se activa cuando ella va a hacer la denuncia con el mismo short que el agresor corrió para violarla y donde finalmente eyaculó. Esa prenda que hoy sirve como prueba es parte del legajo que se abre en el apartado “algo habrá hecho”, porque si hay algo que cae sobre una mujer violada es un prontuario de preguntas, anécdotas del pasado y suspicacias variadas, como las que se despliegan detrás de cualquiera de las notas periodísticas que relata el devenir del caso. Mirando al azar los comentarios de la gente en los medios digitales que se ocupan del hecho, Dany Docampo, por ejemplo, le contesta a una mujer que defiende a Giuliana: “Decime si sería fácil violarte, ¿acaso no te defenderías y lucharías por tu dignidad? (...) ¡Si la chica no tiene marcas de pelea es porque fue consensuada!”. Héctor Hisemberg, indignado, agregó: “¡Es una víctima de la fiesta negra en que se metió!.. ¿O es normal que se vaya a encamar con la pareja a la casa de un amigo, y que mientras se la embocan el amigo ni se despierte? ¡Vamos, papá!”. Yacare Taragui sigue con las ironías: “Pero qué bárbaro, entregó la cucaracha en un lugar donde había tres tipos, qué piba más ubicada. La próxima vez llevate unos veinte tipos, así tenés más para denunciarlos” y Carlos Blüthner va por la teoría del enriquecimiento: “Que quiere obtener indemnización no hay duda. Una persona abusada lo primero que hace es lavarse exactamente la zona abusada, y casualmente la chica llega a su casa y se baña con la bombacha puesta, como para preservar el semen en la vagina. Si eso no es querer preservar las ‘pruebas del delito’ con vistas a una demanda...”, sin mencionar todos los que dicen que esto es una estrategia para arruinar la vida deportiva de los chicos, los que linkean las fotos de G con mucha piel como para reforzar la teoría de la trola y quien no puede creer que alguien tarde tanto tiempo en despertarse. “Cosas de pibes de 19 años, no son violadores”, dice Daniel Zakhour Jury, un comentarista más. Y para sumar agua a este molino, quien escribe escuchó al periodista Mauro Viale decir que, según su experiencia, quien lleva una prenda con material biológico es un calculador entrenado, no una víctima inocente y Crónica llevó a tapa la cara de Giuliana con el título “Fiesta roja en Independiente”. Para Hercovich, quien analiza estos casos cuando aparecen y dice que si bien ha cambiado mucho el panorama desde aquel momento (1997), el estereotipo manda: “El violador debe ser un tipo que está agazapado en un departamento calculando su próximo ataque. Y la verdad es que los hombres bien podrían calzarse una pancarta que diga ‘violadores somos todos’. No porque lo sean, ni en la misma medida y el mismo tenor, pero sí porque tienen habilitada cierta permisividad, los límites que una mujer impone parecen laxos y el mandato de ‘entregar’ en la primera cita es algo que flota en la cabeza de todo el mundo, por no decir de lo que pasa en el interior de una pareja cualquiera, cuando ella no tiene ganas y él avanza igual, signado por esa ceguera que le dijeron que siente un varón cuando quiere penetrar”, dice y respecto de los avances del ’97 a esta parte rescata la información que llega a oídos de chicas como Giuliana, que supo cómo actuar y a quién recurrir. Y un coraje de acero a la hora de exponerse sin titubear para que los responsables se hagan cargo del ataque.
Penetrar, entrarle a, meter, violar son los verbos que siguen signando el acto de marcar un cuerpo a tal punto de volverlo herido y con secuelas, como quien tira ácido en la cara de una mujer (el trabajo del fotógrafo Emilio Morenatti sobre quince mujeres paquistaníes desfiguradas da cuenta de ese tipo de agresión con absoluta brutalidad) para volverla irreconocible. El mapa de peligrosidad lo marca la silueta femenina deambulando por el mundo, un día cualquiera, como si mostrarse tan sólo sea un síntoma de provocación y no de mera existencia. El riesgo a ser violadas es inherente al ser mujer: no importa que viajes por el mundo buscando aventuras (como las turistas francesas Cassandre Bouvier y Houria Moumni que murieron en Salta el 15 de julio de 2011 en sus vacaciones luego de ser violadas y asesinadas a balazos, y cuyo juicio se está realizando ahora) o te quedes toda tu vida en tu barrio natal, el solo hecho de portar tetas y culo te vuelven un peligro, y ese hecho es prolijamente inculcado a la más que ambigua formación de toda mujercita: tu cuerpo es bello, pero si lo mostrás demasiado pueden violarte y si te violan ya no vas a disfrutar de nada porque la violación es una huella irreversible. “Esa es la otra pata del relato, la que manda que aquella mujer que ha sido violada no se recupera jamás, no vuelve a disfrutar nunca, se debe confinar o entregar a la meditación. Y lo cierto es que muchísimas de las mujeres que conviven con nosotras a diario han sido violadas, lo que deja como obvia conclusión que muchísimos de los varones que vemos y tratamos han violado, pero no se consideran violadores, sólo hicieron eso que evoca la pregunta de Las 12: quebrantaron el no de una mujer, sólo que no se dieron cuenta”, concluye Hercovich. Para la escritora y música feminista Helena Pérez Bellas, “es un sistema de dominación que no fue destrabado y del cual no se habla a menos que sea en las hojas de policiales. Es extraño porque hablamos de todo, del aborto, del sexo libre y de la libertad de elegir qué pareja sexual queremos tener, incluso cuántas, pero no hablamos de que no tenemos la libertad de tomarnos un taxi solas a las 4 de la mañana o salir a buscar algo al kiosco a la medianoche. Es altamente común que los autos pasen haciéndoles luces a las mujeres en la vía pública, desacelerando aún más, como buscando un levante. Cada vez que me hacen eso, lo único que puedo pensar es que se asume que todas somos putas. Y eso no es cuestionar a la mujer que está trabajando en una esquina. Es la posición en la que te colocan. De pasar a estar esperando un colectivo pasás a ser una puta y en el medio no hay nada. Este tipo de cosas me hacen pensar cuáles son los espacios reales de privacidad y realidad que tenemos las mujeres. Porque cada vez son menos y más bien pocos. A tal punto que incluso cuando se viola a una mujer la que debe exponer, explicar e incluso justificar el porqué fue violada es la mujer”. Giuliana tiene pruebas para acreditar que fue violada y un abogado que está actuando con celeridad, tal vez arengado porque el caso saltó a los medios, porque los muchachos acusados (uno de la violación y el otro de encubrirla) ya no tienen demasiado margen para decir que ella “se dejó”, como dijeron al principio. Pero este caso recuerda al de DJ Memo, miembro de los Wachiturros, acusado de abuso sexual que, aun condenado por el hecho, salió del país infringiendo el límite de su pena. El comentario común demandaba a la fan entregada, fácil, embaucadora, que se subió a la camioneta del grupo para provocar y después se le ocurrió acusarlos; a nadie se le ocurrió que las intenciones de la chica no importan, sino que el límite que impuso fue franqueado por la muchachada en banda, segura de su poder y de su fama. “Aparentemente para que te quieran violar, para que te quieran coger, para que te quieran invadir, para que quieran irrumpir en tus espacios, para que te falten el respeto hay que ser linda, y esa belleza tiene que ser exactamente acorde a los parámetros de la sociedad. Entonces dejamos de discutir el hecho de que una no circula con total libertad por la calle, para ver si una es linda o no es linda. ¿Qué hacemos con todo eso? Yo la verdad no sé, sí sé que no tengo problema en admitir que no me tomo un taxi sola a la noche y cuando admito eso no estoy haciendo otra cosa que decir: ¿y esto acaso es normal? ¿A la gente le parece normal que una mujer no confíe en viajar sola con un hombre en un auto a la medianoche? ¿Están conformes los varones con la idea no general y taxativa de que son malos, sino con la idea de que una parte nuestra les tiene miedo? ¿Van a plantearse eso alguna vez’? Yo espero que sí pero no la veo venir”, concluye Bellas, planteando una nueva pregunta para el intercambio.
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