Viernes, 28 de marzo de 2014 | Hoy
TEATRO Como en un juego de espejos, Eva Halac creó una dramaturgia sobre una investigación verdadera, sobre dos personajes fundamentales del periodismo y la política nacional. Personajes que, a su vez, buscan con vehemencia distinta el cuerpo de una mujer que también hizo de su vida una obra o, de una película que protagonizó de joven, su destino. Así se cruzan Rodolfo Walsh, Tomás Eloy Martínez y el fantasma de Eva Duarte en Café irlandés, una obra de ficción que no abandona el dato documental y que sirve para recordar a Walsh en la semana en que se cumplen 37 años de su homicidio durante la última dictadura militar.
Por Alejandra Varela
Ella es una figura traslúcida, la respiración entre las risas y las palabras que la mencionan en secreto. Que tal vez está escondida en el escenario de un cine y la ansiedad de pasar por allí y ver caritas achinadas prendiéndole una vela. Ella es la iluminación perfecta en una escena donde van a hablar de una muerta, de su cadáver conservado en formol, del cuento de su figura repetida y enterrada de pie como los hombres, los reyes y los faraones.
Tomás Eloy Martínez y Rodolfo Walsh querían escribir sobre ella cuando mencionar a Eva Perón estaba prohibido, pero por sobre todo veían en ese fantasma, en esa muerte joven, la mejor historia, la que podía darles un nombre. El peronismo era para ellos una regocijante abundancia de literatura.
“Fijate que la pistola de Walsh es la misma que la de James Bond. Hay algo de buscar la belleza del arte y de la ficción en la vida”, interviene Eva Halac con una dramaturgia que se presenta en el espacio. Las butacas rojas de un mundo desordenado donde se encuentra como una perla una mesa de café. La barricada más aventurera para esconder la casa de dos escritores, dos periodistas, dos hombres que piensan la realidad como materia de escritura. Ellos están en el lugar del espectador, territorio político en el que la directora Eva Halac decide incrustarlos. Entre el pueblo que se deja cautivar por rumores ingeniosos, por la mitología secreta de un peronismo proscrito, están Walsh y Eloy Martínez en los tempranos años sesenta como los soldaditos de un cine derrumbado que miran desde el suelo la rara película en que se ha convertido la realidad.
“Es un espacio más en el laberinto. Es un laberinto de butacas.”
Enamorados de la imagen romántica del detective, del periodista novelesco que lee códigos secretos y sigue pesquisas invisibles, se convierten en dos personajes teatrales mientras planean una nota rutilante sobre el cadáver de Evita. Son ellos los que sueñan con descubrir el paradero de ese cuerpo que desata maldiciones sobre un escuadrón de militares locos que la codician y la odian, que hacen de esa mujer embalsamada una posesión y un espíritu.
“Tengo una concepción wagneriana del teatro, por lo tanto la idea y la estética van unidas. Hay un código y un concepto. Lo principal para mí era ese juego de proyecciones como un juego de espejos donde hay un imaginario que se convierte en realidad y a su vez esa realidad se convierte en imaginario y así sucesivamente. Hay algo del infinito, algo de ese juego que es como una especie de ajedrez donde hay distintos casilleros y metas. Lugares de largada o de llegada.”
La ventana monumental es la pantalla de cine, la luz de la escena con el cartel de Coca-Cola que recrea el cuento Esa mujer. Walsh cumple su parte del plan y va a la casa del Coronel encargado de esconder el cadáver de Evita. El va como periodista y sale como escritor. El discute con su amigo Tomás Eloy, más libre y descarado al momento de pensar los modos de contar el periodismo. Importa la historia, más que la verdad, le repite y lo engaña fabricando rumores en los que un atribulado Walsh cae como presa de un ingenio que multiplica. Porque el autor de Operación Masacre también piensa hipótesis ficticias para meterse en el intrincado mapa del peronismo. Ese idioma de la política argentina que ellos no entienden, al que ironizan y cuestionan, pero no pueden evitar volver a él como un inexplicable destino. Ellos son dos hombres marchando encantados bajo el hechizo del espectro de una mujer inevitable que actúa como diosa griega, como la verdadera dueña y custodia de su misterio.
“El peronismo tiene algo del realismo mágico, que sobrevuela, que flota, que se respira y tiene un lugar de identidad que lo supo tomar muy bien Leonardo Favio. El descubrió lo artístico del peronismo, esa desmesura que no tenía un anclaje, que los personajes siempre están a cinco centímetros del piso, de lo afectivo, de lo onírico. Creo que Leonardo Favio entendió al peronismo desde lo artístico y yo no sé si hay otra forma de entenderlo. Hay algo de lo simbólico que intelectualmente es incomprensible. Fijate que Evita era actriz, filma una película completa como protagonista, La pródiga, donde ella es una señora muy generosa, a la que le dicen la señora que ayuda a los pobres y después esa historia la hace en su vida.”
Entrar en la trama de esa investigación es internarse en la mitología que sostiene la estructura de Café irlandés. La experiencia descolocada del peronismo, la imposibilidad de predecir la acción, los descubre como pequeños personajes de una teatralidad que se parece asombrosamente a esa intemperie del periodismo. Es por esa razón que el Coronel y su esposa (otra figura anómala, otra marca de lo femenino que parece repetir los pasos de Evita, entenderla desde la empatía de un cuerpo que también sufre) son los propietarios del escenario, de ese cine imaginario, un lugar casi vedado para Walsh y Martínez que llaman y acechan esa casa donde el testimonio parece estar engañosamente capturado.
“Hay algo de lo femenino que es desesperante de ver, máximo en los ‘60, que es un momento bisagra. En el caso de la mujer del Coronel, está fuera de ese juego de varones que no puede detener ni comprender, ni le encuentra sentido porque está por encima. Creo que hay algo de la frase de Leopoldo Marechal, del laberinto se sale por arriba, que es lo femenino, porque el laberinto no lo armaron las mujeres, sus reglas no son femeninas.”
Ese hueco que talla el no saber alimenta la posibilidad de la ficción. El Coronel necesita demostrarle a Walsh que sabe para construir la magia de su poder, pero el joven periodista entiende que en ese discurso enmarañado no hay sentido, que tanto él como Tomás Eloy deben intervenir sobre esa realidad para inscribir sus historias en el terreno de lo posible. La acción dramática se detiene para que ellos puedan contarla. Ellos no están en el detrás de la escena, dictando textos desde bambalinas, sino delante de la representación, en la pista del circo. Sus reflexiones no permanecen ocultas para el espectador, se convierten en parte de la épica. Los que escriben la historia comparten el mismo espacio que el pueblo. El violento oficio de escribir es una tarea colectiva, lanzada al barro de lo público.
“Una pregunta que me llevó a contar esta obra fue ¿por qué, si Walsh hablaba de que la denuncia se sacralizaba y perdía su valor en el arte, decide, con semejante entrevista que, más allá de que no tuviera el dato del lugar del entierro tenía una cantidad de elementos que sí obraban como denuncia, hacer una ficción?”
Hay algo del orden de lo increíble. Un depósito de palabras que invocan la arquitectura de La novela de Perón y Santa Evita. Allí destierra Tomás Eloy toda la madeja de una mística peronista en la que él también se convierte en personaje y detective.
En ese espectro, en esa figura hamletiana sobre la que se interrogan un cuerpo que no está, pero que en esa ausencia irradia la ferocidad de una muerte imposible, la obra de Eva Halac queda manchada de tragedia.
“Hay algo de sacrificio que es inevitable, que lo tuvo Evita y lo va a tener Walsh. En el caso de Evita cuando se habla de su obra es un trabajo que la lleva a la muerte, es una imagen terrible de lo femenino. Es ese trabajo donde a la mujer se le pide que sea la gran madre de todos. Es la figura de la Virgen. No es una persona, esa exigencia a la vez es literaria. En una generación con tanta literatura había una exigencia sobre la realidad que estaba más allá de las posibilidades y hay una exigencia al personaje de Evita que ella por actriz, inclusive, no puede desilusionar. Es muy difícil desilusionar, ya no al público sino al pueblo. Entonces encarna el personaje y da la vida por él pero en términos políticos, de organización política, lo que queda es el símbolo y no quisiera que cada vez que haya que resolver lleve a la muerte. El sacrificio es una idea terrible de la política.” l
Café irlandés, con dirección y dramaturgia de Eva Halac y las actuaciones de Guillermo Pfening y Michel Noher, se presenta los viernes y sábados a las 21 y los domingos a las 20 en la Sala 3 del Centro Cultural San Martín.
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