Viernes, 9 de mayo de 2014 | Hoy
ARTE
Escritura, grafismo y pincelada en la obra de la artista Sarah Grilo.
Por Daniel Gigena
En 2007, casi en secreto –del mismo modo en que había elaborado una obra personal e inconfundible, a estas alturas considerada una de las mejores de América latina– Sarah Grilo moría en Madrid. Allí vivía y trabajaba con su esposo, el artista español José Antonio Fernández-Muro, que murió este año hace pocas semanas. Ambos integraron el grupo de Artistas Modernos, del que también participaron Tomás Maldonado, Enio Iommi, Miguel Ocampo y Lidy Prati. Grilo y Fernández-Muro se casaron en 1945, a poco tiempo de conocerse. La pareja se instaló en París, pero la decisión presidencial de Perón de impedir el giro de divisas al exterior –podría decirse que ambos vivían de rentas y, afortunados ellos, no estaban siquiera obligados a vender obras– los obligó a volver a Buenos Aires en 1950. Aquí conocieron a intelectuales españoles antifranquistas exiliados en la Argentina, como los poetas Rafael Alberti y Juan Gil Albert. En 1960, el entonces director del Museo Nacional de Bellas Artes, Jorge Romero Brest, organizó una muestra conjunta de varios de los artistas “modernos” (denominados así porque adscribían a un tipo de abstracción que flexibilizaba los rigores de la geometría en beneficio de una poética aplicada en el uso del color y la creación de atmósferas evanescentes o intensas) y puso la obra de Grilo en el foco de la crítica, los coleccionistas y el público. En 1962, ella y Fernández-Muro se mudaron con sus dos hijos a Nueva York, donde permanecieron hasta 1970 cuando, a causa de la guerra de Vietnam y el llamado a filas de su hijo varón, que había nacido en Estados Unidos, decidieron radicarse definitivamente en Europa.
Tal cóctel de exilios voluntarios y forzados y de avatares históricos impregnó el trabajo de Grilo, que hasta fines de los años ‘60 se mantuvo en las variantes de una abstracción poética que conjugaba el constructivismo con una paleta misteriosa y mística. Sin embargo, la fuerza de los acontecimientos y el impacto de la ciudad de Nueva York en la década de 1960 modificaron el curso apacible de la obra de Grilo, que se transformó en el prisma de una mirada cautiva de las paredes de la ciudad. De esa residencia en la Gran Manzana, saturada de grafitis con reivindicaciones sociales y llamados a la acción, con carteles publicitarios e inscripciones rebeldes, Grilo filtró en sus cuadros visiones sutiles en las que la escritura, el grafismo y la pincelada intercambian funciones. Casi siempre en tinta sobre papel –a veces nítida como un hexagrama, a veces aguada, como si la lluvia la hubiera despintado– esos trabajos incorporaron la letra y la palabra escrita como elementos de un proyecto estético pictórico. En esto Grilo fue una adelantada.
Una selección cuidada de algunas de estas obras, casi todas fechadas en la década de 1970, se puede visitar en la galería Jorge Mara-La Ruche. En la pared derecha se instalaron sus trabajos, todos en técnica mixta, que se pueden leer (aunque los signos de la artista sean en ocasiones deliberadamente ilegibles) como documentos de una civilización cálida, antes de que las tecnologías audiovisuales etiquetaran el mundo como una superficie decodificada. Las superficies de las obras de Grilo, en cambio, todavía alternan con la profundidad de una incógnita. Por eso en sus obras aparecen yuxtapuestas palabras y juegos de palabras (como “sentenCIA”), líneas inseguras y su propia firma, la fecha de composición y un punto ciego que está ahí para atrapar el nervio de la mirada. A la manera de mensajes escritos en una lengua gráfica que asimilara los jeroglíficos a la sílaba, y que se apoderara de diferentes formatos (planillas, telegramas, formularios) para llegar a un destinatario futuro, las obras de Sarah Grilo, austeras y osadas, aún conservan (a diferencia de las de otrxs de sus contemporánexs) energía y vigencia. Frente a sus obras, los trabajos de cuatro artistas de la galería –Carlos Arnaiz, Kirin, Fidel Sclavo y Eduardo Stupía– aumentan una correspondencia infinita.
Cartas a Sarah. Jorge Mara-La Ruche (Paraná 1133). Hasta el 10 de junio
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