Viernes, 20 de junio de 2014 | Hoy
COSAS VEDERES
La muerte les sienta bárbaro a mujeres que, lejos del encorsetado y lacrimógeno velorio tradicional, eligen despedirse como vivieron: con alegría y, por qué no, cierto estilo. Nada casual que esto suceda en Nueva Orleáns, ciudad con el mayor número de cementerios del mundo –en el libro de Mariana Enriquez, Alguien camina sobre tu tumba, se puede recoger el dato y pasear a través de la lectura por alguno de ellos– y en donde las creencias ancestrales de la población negra hacen lábiles los límites entre vida y muerte.
Por Guadalupe Treibel
Cuando a comienzos del siglo pasado, en 1910, Rainer Maria Rilke publicaba Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, las ideas agudas se volvían punzantes: El deseo de tener una muerte propia es cada vez más raro. Dentro de poco será tan raro como una vida personal. Dios mío, es que está todo hecho... Se llega, se encuentra una existencia ya preparada; no hay más que revestirse con ella. Si se quiere partir, o si se está obligado a marcharse: sobre todo, ¡nada de esfuerzos! “Voilà votre mort, monsieur.” Se muere según viene la cosa, se muere de la muerte que forma parte de la enfermedad que se sufre. Pues desde que se conocen todas las enfermedades se sabe perfectamente que las diferentes salidas mortales dependen de las enfermedades, y no de los hombres; y el enfermo, por decirlo así, no tiene nada que hacer. Seriada, inadmisible, tabú (¡más que el sexo!, declaman los estudiosos), la muerte moderna se instaló sin ser personalísimamente propia; una más como muchas; todas negadas. Porque el “de eso no se habla” es un clásico de larga data que ocupó el pensamiento de muchos; entre ellos, el del siempre lúcido Michel Foucault.
“Es inadmisible que no se nos permita a nosotros mismos preparar la muerte con todo el cuidado, la intensidad y el ardor que deseemos y con todas las complicidades que se nos antojen”, ofreció el pensador francés, cuestionando además que “nos hagan de esta certeza, un azar, que toma por su carácter repentino e inevitable el aspecto de un castigo”. “Hay que preparar la muerte, componerla, fabricarla pieza a pieza, calcularla o, mejor, encontrar los ingredientes, imaginar, elegir, recibir consejo y trabajarla para hacer de ella una obra sin espectador que existe únicamente para uno (...) Merece la pena ocuparse más de ella que de cualquier otra: no para preocuparse o intranquilizarse sino para transformarla en un placer desmesurado, cuya preparación paciente, sin descanso ni fatalidad, iluminará toda la vida.”
Ojo, la descalificación de la muerte no es desde el principio de los tiempos. Acorde con Foucault, data de finales del siglo XVIII y tiene su manifestación más plena en la desaparición de los ritos públicos que antes la acompañaban. De allí en más, el destino despiadado: recluirla a la intimidad, lo privado, lo que no debe ser visible, la vergüenza. De allí en más, el final estereotipado, aséptico, tecnificado, protocolar, sanitario, prediseñado. “Como si la muerte debiera apagar cualquier esfuerzo de imaginación”, advirtió el autor de Vigilar y Castigar. Empero, hete aquí la buena suerte: como ocurre con toda norma, existen excepciones... Y el fallecimiento de Miriam Burbank, aka Mae Mae, es una de ellas.
Burbank no es una señora famosa, dama de letras, actriz hollywoodense o aplaudida artista plástica. Oh, no: Burbank simplemente es una mujer que, tras su deceso (o, más bien, por su deceso), acaparó buena porción de atención entre medios globales. Pero su transgresión a la regla (ya llega, en breve), le valió caer en las secciones de “noticias curiosas” o “datos extraños” a lo ancho y largo del globo. ¿Qué hizo? Pues, la oriunda y residente de Nueva Orleáns, Estados Unidos, protagonizó un velorio que, lejos del corsé de las costumbres típicamente ejercitadas, fue una fiesta. Muerta el pasado 1º de junio, su último rato preentierro no la tuvo echada en el típico ataúd, los ojos cerrados, el vestido de luto, las manos cruzadas sobre el pecho; la tuvo sentada frente a una mesa bien provista de cerveza, whisky y cigarrillos mentolados, dos bolas de boliche en los alrededores, las uñas de las manos con los colores de su equipo de fútbol favorito (los Saints).
Motorizado por sus hijas para despedirse de su madre de 53 años como ella hubiera querido, el servicio fue armado por la funeraria Charbonnet que, respetuosa de los deseos de las mujeres Burbank, orquestó la puesta en escena. Puesta en escena que, lejos de aspirar a la respuesta lacrimógena, contó con música, luces y una muerta sentada, pucho en mano, gafas favoritas puestas, sonrisa a punto, trapos preferidos sobre el cuerpo, una bufanda amarilla en el cuello, aros glamorosos, sopa de letras al alcance. Y sin tabúes a la vista, evidentemente. Acercándose a las costumbres del Antiguo Egipto, como quien no quiere la cosa; aunque sin momificación, eso también hay que aclararlo.
Curiosamente, no es la primera vez que este tipo de “fiesta de despedida” (léase, velatorio especial) acaece en las tierras de Nueva Orleáns. El pasado abril, recogen los diarios atentos, la relacionista pública y filántropa Mary Cathryn “Mickey” Easterling, de 83 años, concurrió al festejo que ella misma había craneado para irse de este mundo. Muerta (¡pero con estilo!), su cuerpo fue ubicado en una banca de hierro, vestido con un conjuntito floreado llamativo, sosteniendo una burbujeante copa de champán, mientras más de mil presentes brindaban por ella. Un gesto extravagante que pareciera replicarse en ciertas latitudes, donde ataúdes personalizados se multiplican o seudozombis (no reviven, después de todo) se sientan –estoicas, inertes– para ser honradas por última vez. Evidentemente, la industria RIP se reinventa. Rilke estaría orgulloso.
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