Viernes, 20 de junio de 2014 | Hoy
ACOSO
Una estudiante universitaria que vive en Rosario denunció que el encargado de su edificio las espiaba a ella y a otras dos jóvenes que viven allí. Le llevó meses que los integrantes del consorcio dieran crédito a su relato y tomaran medidas. Debió intervenir el Instituto Municipal de la Mujer para alertar que el caso constituía “un riesgo”. Qué pasa cuando el acoso es sutil y las denuncias parecen en vano.
Por Sonia Tessa
Algunas de las vecinas del consorcio le dijeron que era una paranoica, que el portero –Osvaldo– no le había hecho nada. Que cómo sabía que eso que estaba sufriendo era acoso. Pero Ayelén, una estudiante universitaria de 23 años, sí sabía que el hombre la espiaba, no sólo a ella, sino también a otras chicas jóvenes que vivían en monoambientes en el mismo edificio céntrico de Rosario. Ayelén aceptó contar su historia a cambio de proteger su identidad, ya que la exposición pública le causa un poco de temor: “él sabe dónde vivo, mis horarios, tiene cómo ubicarme”, dice sobre el empleado, que fue despedido con causa el 9 de mayo pasado. Ese tipo de acoso que las mujeres pueden sufrir en la comunidad parece escurrirse de las manos a la hora de iniciar una causa judicial, pero hace daño. “Está visibilizada la violencia física, pero estos tipos de violencia que son más sutiles e igualmente demoledores no están claramente encuadrados”, apunta Susana Chiarotti, abogada y directora del Instituto de Género, Derecho y Desarrollo (Insgenar). Ayelén es de un pueblo del sur santafesino. Vive en Rosario desde 2009, y actualmente comparte el monoambiente con su hermana. Sabía que lo que pasaba era violento. Al punto de que el 17 de diciembre del año pasado, Ayelén llegó hasta la Comisaría 3ª de Rosario a denunciar que el trabajador la espiaba por la cerradura. En la presentación policial planteó claramente: “Quiero que este hombre deje de molestarme”. Pero en las reuniones, otras personas con propiedades en el edificio minimizaban, o directamente desestimaban, su situación. Tuvo que recurrir al Instituto Municipal de la Mujer de Rosario. Fue la intervención del organismo estatal, con una carta que hablaba del “riesgo” que suponía la conducta del encargado para las mujeres jóvenes del edificio, la que destrabó la solución.
“Yo no soy Mangeri”, le dijo el portero del edificio a Ayelén, pocos días después del asesinato de Angeles Rawson, en junio del año pasado. La frase la sorprendió y también le quedó repicando durante meses. Varios meses después, una mañana, Ayelén salió de su departamento del cuarto piso y se encontró al empleado parado detrás de la puerta, sin actividad aparente. El episodio se repitió un par de veces, al punto de que un día le planteó a su hermana, que vive con ella: “Dejemos la llave puesta, me parece que Osvaldo nos está espiando”. Después, sintió que era prejuiciosa, pero no quedó ahí. Pocos días más y un vecino le confirmó que lo había visto arrodillado frente a su puerta, mirando. “Tapá la cerradura con algo porque lo vimos a Osvaldo espiando”, la alertó. Ayelén empezó un largo batallar que le llevó varios meses. La primera vez que lo encontró detrás de su puerta fue en septiembre, el mes de su cumpleaños, y recién en mayo de 2014 logró que el portero fuera despedido. Tras la decisión, en la habitación donde el hombre tenía sus cosas hallaron material pornográfico y preservativos, un dato que las psicólogas del Instituto de la Mujer consideran relevante.
Ayelén se sorprende, sobre todo, porque las más entusiastas defensoras del hombre que la espiaba eran “mujeres grandes, que viven en el edificio hace muchos años, y no tenían quejas”. Sin embargo, en el primer recorrido que la chica hizo piso por piso, juntando avales para pedir la reunión de consorcio, se encontró con varios testimonios. En el sexto piso, a otra joven que vivía en un monoambiente, el encargado la espiaba todas las mañanas, entre las 7 y las 7.20, antes de que saliera para trabajar. Otra vecina del mismo piso lo había visto unas cuantas veces. Cuando ella y su marido le espetaron que dejara de hacerlo, el hombre los amenazó. “Si a mí me suspenden o me echan, ustedes están muertos”, les dijo.
Para Ayelén, lo más inquietante era no saber cuál era el límite del portero, que una vez la había interceptado cuando salía del edificio para preguntarle si tenía novio. Cuando ella le dijo que no, la respuesta la dejó pasmada. “Ya vas a conseguir, sos una buena persona. Además, a mí me gustan morochas como vos.” Ayelén sabía que el hombre tenía más de 50 años, y también que hablaba mucho de su familia, pero –ahora– dice: “No me imaginaba que podía ser peligroso”.
El acoso hacia Ayelén fue in crescendo. Durante un mes, en noviembre del año pasado, le tocaron el timbre todos los días, al menos diez minutos de manera permanente, entre las 8 y las 9 de la mañana. “Era imposible seguir durmiendo después de esos timbrazos, sí o sí nos teníamos que levantar. Una mañana, bajé por la escalera a ver quién era, pensé que podía ser un vecino que me tuviera bronca, y veo que era Osvaldo. Después, llegamos a la conclusión de que lo hacía para cerciorarse de que nos despertábamos, e ir a espiarnos”, cuenta Ayelén.
Esa presencia inquietante en el mismo edificio era intolerable y Ayelén movió cielo y tierra. Fue a Tribunales, a fines del año pasado, a presentar una denuncia por acoso, pero le dijeron que no era delito, que debía dirigirse al Tribunal de Faltas, donde tampoco quisieron escucharla. “O sea que el tipo tenía que violar o matar a alguien para que pudiéramos denunciarlo”, expresa la joven sobre las peripecias que vivió antes de llegar a la comisaría, donde sí le tomaron la denuncia. Lo hizo el 17 de diciembre, un día antes de ir a su pueblo, en el sur de la provincia, a pasar las vacaciones, y también confiada en que a su vuelta, la situación cambiaría, ya porque el consorcio iba a tomar alguna medida o porque el portero, anoticiado de sus acciones, cambiaría su actitud.
No ocurrió ninguna de las dos cosas. En febrero, cuando volvió, no sólo encontró al encargado en su puesto de trabajo, sino que volvió a toparse con él pegado en la puerta de su departamento. Entonces, decidió irse por unos días a vivir en la casa de una amiga, mientras seguía activando las reuniones de consorcio. Durante un mes sólo fue a su departamento a buscar y dejar ropa. Después, decidió volver. “No aguantaba más. Era mucho stress ir y venir con la mochila, quería vivir en mi casa”, dice Ayelén. Apenas se instaló nuevamente en su departamento, una mañana, una amiga le tocó el timbre y ella bajó a abrirle. El ascensor se detuvo entre la planta baja y el primer piso y ahí apareció Osvaldo, diciéndole que “algún boludo” había tocado el seguro de la puerta, y ofreciéndose a atajarla en el salto que debía dar para salir. “No, usted no me toca, yo puedo sola”, le dijo Ayelén, consciente de que el trecho era alto. Desde entonces, prefirió subir y bajar los cuatro pisos por escalera.
Mientras tanto, en el consorcio seguían desestimando las denuncias de Ayelén, cuyos padres son los propietarios del departamento donde vive. A algunas reuniones fue también su papá. Las otras chicas espiadas no concurrían a las reuniones porque son inquilinas y no eran convocadas. “Las vecinas, sobre todo, me decían que Osvaldo no me había hecho nada, me preguntaban cómo me daba cuenta de que eso era acoso.”
Aunque Ayelén haya encontrado acogida en una institución estatal, lo complejo es la cuestión judicial. La ex diputada nacional Marcela Rodríguez es una autoridad en el tema de acoso sexual y presentó varias veces proyectos de ley que tuvieron media sanción en Diputados pero nunca fueron aprobados en Senadores. Para Rodríguez, lo sufrido por Ayelén se inscribe en tratados internacionales y convenciones de derechos humanos. En particular, señaló la Convención de Belém do Pará. Allí, en el artículo 2, se expresa que “se entenderá que violencia hacia la mujer incluye la violencia física, sexual y psicológica” y en el punto b indica que puede tener lugar “en la comunidad” y ser “perpetrada por cualquier persona y que comprende, entre otros, violación, abuso sexual, tortura, trata de personas, prostitución forzada, secuestro y acoso sexual en el lugar de trabajo, así como en instituciones educativas, establecimientos de salud o cualquier otro lugar”. Rodríguez también mencionó la recomendación número 19 del Comite sobre la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, que en su punto 18 establece: “El hostigamiento sexual incluye conductas de tono sexual tal como contactos físicos e insinuaciones, observaciones de tipo sexual, exhibición de pornografía y exigencias sexuales, ya sean verbales o de hecho. Ese tipo de conducta puede ser humillante y puede constituir un problema de salud y de seguridad”.
Ayelén estaba tan afectada por lo ocurrido que decidió seguir moviéndose. No pensó en resignarse. Fue a la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia pero le dijeron que –habiendo una sola denuncia– no podían tomarla. Las dos vecinas de Ayelén que vivían lo mismo no se habían animado a concurrir a la comisaría. “Todo se frenaba porque esta gente del edificio no lo quería echar. No sabía dónde pedir ayuda porque además yo lo veía todo el tiempo, él sabía mis horarios, dónde vivía, yo convivía ocho horas por día en el mismo espacio”, rememora Ayelén. El 7 de marzo recibió una invitación a una charla por el Día de la Mujer en el Instituto Municipal de la Mujer. “Pensé en probar, y cuando me atendieron, me quedé mucho más tranquila porque sentía que me empezaron a ayudar”, recuerda la joven. “Cuando vino, tenía un estado de desesperación y angustia y sentimos que debía ser alojada. Porque ella, cuando hizo su denuncia ante el consorcio, fue revictimizada y puesta en el lugar de culpable. Tuvo que hacer todo el recorrido, conseguir las pruebas y lograr que la escuchen. Por eso queremos reivindicar el valor de la palabra de la víctima”, consideró Gabriela Bozicovich, una de las psicólogas del Instituto de la Mujer que acompañaron a Ayelén a partir de su denuncia. Para Carolina Rodríguez, otra de las psicólogas, “es muy importante que todas las mujeres que se encuentran atravesando abuso o acoso puedan pedir ayuda, porque estas problemáticas se resuelven en conjunto. Tenemos que entender que se puede romper el silencio, por eso subrayamos que Ayelén es una joven que está empoderada”.
La Ley 26.485, de protección integral para prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres, menciona el acoso, aunque lo hace sin medidas específicas de protección. Para Rodríguez, “si bien la ley tiene deficiencias y se requiere una norma específica, hay que analizar el caso dentro del conjunto de normas en forma conjunta y armoniosa. El derecho a la vida libre de violencia está consagrado en los tratados internacionales de derechos humanos”. La abogada, especialista en violencia contra las mujeres, consideró que “correspondía el despido por justa causa del encargado, por parte del consorcio, quien notificado del acoso hubiera sido también solidariamente responsable y debía pagar los daños y perjuicios a la mujer”.
Justamente, la decisión de prescindir del encargado del edificio se tomó porque uno de los consorcistas –dueño de varios departamentos– al oír los tres testimonios de las chicas acosadas, consideró que la situación “era grave” y “había que hacer algo”. Con una diferencia de pocos votos, en la asamblea del 9 de mayo pasado se decidió el despido con causa.
Para la directora del Instituto Municipal de la Mujer, Andrea Travaíni, la situación de Ayelén se encuadra en la ley de violencia contra la mujer. Además, subrayó que a partir de la difusión de lo ocurrido con Ayelén –la historia del portero que decía “yo no soy Mangeri” tuvo repercusión en los medios de comunicación de Rosario–, al menos cuatro mujeres tomaron contacto con el Instituto para denunciar situaciones de acoso. “Una de ellas es maestra, y hay una empleada de un comercio que es acosada por un cliente”, indicó la funcionaria municipal. Para Travaíni, fue importante que Ayelén tuviera “conciencia de que eso estaba mal y de que ella no quería seguir viviendo así. Eso fue lo que la sostuvo, inclusive a diferencia de sus otras dos amigas, que se negaron a denunciar por el miedo”. Para la funcionaria municipal, “la violencia psicológica es la que más cuesta demostrar y el acoso se encuadra en la violencia psicológica, porque influye directamente en la psiquis de quien la padece”. A Travaíni también le preocupa que el encargado del edificio pueda “seguir haciendo lo mismo en otros lugares”.
Con una mirada desde el derecho, ya que es abogada, integra el Comité de Expertas del Mecanismo de Seguimiento de Belém de Pará (formado por los países que firmaron la Convención) y es especialista en violencia hacia las mujeres, Chiarotti señala que no hay “mucha jurisprudencia” sobre el acoso, “ni tipos penales. Hay que buscarle la vuelta. La Ley 26.485 sí lo contempla, como violencia psicológica, pero no es sancionatoria, y al no haber implementado planes nacionales integrales para los tres tipos de violencia, resulta invisibilizado”.
Chiarotti lamentó también que no haya una figura como sí existe en Estados Unidos e Inglaterra (el harassment). Sobre las particularidades del caso, consideró que “el tipo es un voyeur y las chicas no sabían hasta dónde podía llegar. Son pibas solas, jóvenes, que están acá, en monoambientes donde todo lo que hacés se puede ver por la cerradura. Y los vecinos no tuvieron solidaridad con ellas”, sintetiza la abogada feminista. Para ella, “parte de la gente de ese consorcio en realidad estaba quitándole importancia, porque de última pensaban qué mal te hace que te miren por el ojo de la cerradura, si no te tocó, ni te violó. Le están quitando importancia a algo que fue natural durante siglos. La gente lo ve como jocoso, puede hacer bromas con eso, y no se ponen en la piel de una chica que está viviendo lejos de su familia, sola en la ciudad, y pueden estar espiándola por el ojo de la cerradura de su casa, y quién sabe qué más”.
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