Viernes, 11 de julio de 2014 | Hoy
TEATRO
En Mau Mau, la mítica disco de Recoleta que atravesó cuatro décadas de historia argentina, convivieron en alegre festejo del brillo más vacuo el jet set televisivo local, milicos genocidas, ilustres miembros de familias de doble apellido, políticos de ideología flexible y alguna estrella del firmamento internacional. Y sus mujeres, claro, así como se enuncia, marcando posesión aun cuando el vínculo no fuera de tiempo completo. Mecha y Rita, los personajes de la obra Mau Mau o la tercera parte de la noche son dos de esas mujeres o tal vez muchas. Interpretadas por Eugenia Alonso y Gaby Ferrero, intentan utilizar para sí el exhibidor descarnado de la discoteca y habitar esta ensalada amarga de la que son ingrediente con la impunidad del humor. Lo consiguen.
Por Dolores Curia
Rita y Mecha están pintadas. En el sentido literal, porque cumplen con el ritual estético de lo que se supone que le gusta a quien le gusta ser mujer, con pestañas postizas y tacos aguja incluidos. Pero también están pintadas porque la Historia con mayúscula les pasa por al lado (o por afuera, del espacio del drama) apenas despeinándolas un poco para seguir su curso. Ellas son las protagonistas de Mau Mau o la tercera parte de la noche y, al mismo tiempo, segundonas de un gran relato que las mantiene en las gradas. Dos anónimas tratando de meter bocado, de resaltar pero no tanto en medio de una decoración Africa-chic venida a menos. A la historia la escriben los demás. Y excepto por un único acontecimiento que las tiene como victimarias (del que se salvan no por la fuerza de la astucia sino con un poquito de ayuda de la estupidez), los ’60, los ’70, los ’80 y los ‘90 son cuatro décadas de sucesos argentinos que Mecha y Rita tocan de oído, sólo a través de los datos que llegan de boca en boca a la pista de baile y que algún playboy imaginario les susurra al ritmo de la noche.
“Somos dos, a la vez somos muchas, y quizás, una sola. Somos las mujeres de empresarios, militares y políticos. Todo el tiempo esperando que alguna figura masculina nos dicte qué hacer o qué pensar con respecto a la guerra de Malvinas, al alfonsinismo, al atentado a la Embajada de Israel”, explica Gaby Ferrero, quien junto a Eugenia Alonso conforma el dúo teatral Acido Carmín, que desde 1996 viene gestando sus propias producciones (El beso, El 52). Para esta obra decidieron invitar al director Juan Parodi (Solita para todo, Cuentos de colección, Rosa Brillando) y los tres convocaron a Santiago Loza para la dramaturgia, autor de obras como Nada del amor me produce envidia, Todo verde y La mujer puerca, en las cuales trabajó aspectos de la feminidad enclaustrada, solitaria, cruzada de contradicciones. Las de Loza son para Gaby Ferrero mujeres “olvidadas y queriendo encajar en un espacio al que nunca acceden. Santiago encontró un lenguaje poético-costumbrista para estas dos víctimas de sí mismas y de sus circunstancias. Al principio te parecen dos tilingas, dos taradas. Luego pensás ‘ah, se están haciendo las idiotas’ y al final pueden llegar a conmoverte”.
Alberto Lata Liste, fundador de la boîte, en 1964 les aseguraba a sus socios –su mellizo José y Federico Fernández Bobadilla– que con Mau Mau estaba naciendo un nuevo tipo de glamour, muy anterior y mucho menos flexible que el de la pizza con champán. Por ejemplo: los baños estaban estratégicamente situados en el fondo para que ellas tuvieran que atravesar la pista exhibiéndose como en una pasarela. Lata Liste, además de otros negocios, vio el de la necesidad de pertenecer y se encargó de que no faltara en Mau Mau farándula ni realeza. Pasaron por la boîte Liza Minelli, Geraldine Chaplin, Charles Aznavour, Alain Delon, Cristina Onassis, Rudolf Nureyev y una selección del jet set local que iba de Guillermo Vilas, pasando por Coppola, Susana Giménez, Graciela Alfano, hasta el Tigre Acosta. Todos se dejaban fotografiar para la revista Gente, que en años oscuros dirigía Chiche Gelblung haciendo propaganda oficial.
El goce de los habitués de la boîte exclusivísima era nada menos que el filtro. No sólo el de la entrada: la distribución de los asistentes en las mesas y sillones de Mau Mau también estaba estratificada según el estatus. El ojo de Fraga, el histórico portero –que según cuentan las leyendas hubiera defendido, incluso a costa de ligar un balazo, la entrada a la discoteca– operaba, es obvio, por portación de cara, apellido, zapatos, smoking, fragancia importada y un termómetro de ordinariez (es conocida la anécdota en la que el insobornable Fraga dejó afuera a Sylvie Vartan “por ordinaria”). Cristina Civale relata en el libro Las mil y una noches que para montar el lugar se gastaron 20 millones de pesos para simular un legendario living de millonario y volverlo digno de los dobles apellidos que concurrirían, los Peralta Ramos, los Pereyra Iraola, los Zavaleta Pueyrredón. Más allá de la moralina de la etiqueta “sólo para parejas”, la función de tamiz clasista de la puerta no olvidaba la doble moral, las apariencias y los mandatos del cubrirse entre machos. En la entrada Fraga les cuidaba las espaldas a los habitúes y si el señor llegaba del brazo con una compañía extramatrimonial, le avisaba en la puerta si algún conocido de la “legítima” ya estaba adentro. Dandy porteño, chanta que vive soñando con dar el batacazo y habitué de Mau Mau, Isidoro Cañones caricaturizaba cierto reverso frívolo de los ’70. Rodeado de mujeres con ropas psicodélicas bailaba las canciones de Fred Bongusto hasta que se acabara el mundo, en movimiento perpetuo, igual que Mecha y Rita. El show y el aturdimiento debían continuar, tracción a vodka, aunque se prendiera fuego la pista, aunque del brazo de un uniformado entrara una señorita a punta de pistola, aunque sorprendiera el estruendo de una bomba.
Eugenia Alonso: No. La mayoría de la gente hablaba de ese espacio sin haber ido. Para mí lo más parecido había sido el Bauen, un lugar que alguna vez fue lindo y que ahora es medio cutre. Tuvimos que hacer una investigación sobre notas de la época, material gráfico, testimonios, como para reconstruir Mau Mau. En Internet casi no encontramos nada. Esta falta de información debe tener que ver con su carácter de ámbito privé. No había información de lo que adentro sucedía, salvo los reporteros. Pero los cronistas no escribían libremente sobre lo que veían. La obra tiene mucho de nuestra imaginación y del imaginario de época sobre este lugar.
Eugenia Alonso: Se van acomodando a todas las circunstancias. Rita y Mecha son varias a la vez. La señora del empresario que va a codearse a la boîte, la modelo venida a menos que ha sido descartada por el mercado de la moda. En los ’60 son glamorosas. En los ’70 están con los milicos. En los ’80 son pop, bailan Madonna y saltan con la democracia.
Gaby Ferrero: El público conecta con estos personajes un poco porque le causan gracia y otro poco porque como sociedad también venimos de ahí. De una sociedad que ha hecho la vista gorda o que ha callado quizá como un método para sobrevivir. Cuando tenía 15 años yo me escapaba de mi casa para salir y mis viejos terminaron metiéndome en un colegio de monjas que, según ellos, me “preservaría de la guerrilla”. Y estuve en esa burbuja muchos años. Yo hice la secundaria del ’73 al ’78, nada más y nada menos. Amigas mías de otros ámbitos desaparecían, pero yo estaba un poco bloqueada en relación con el análisis que en ese momento podía hacer de la realidad. No te digo que yo era Mecha y Rita, pero ellas simbolizan un poco esa lógica de burbuja al amparo de la noche.
Promediando los sesenta bailaban en la pista Aramburu y Lanusse. Este último y sus secuaces se dieron una vez cita en el lugar durante una velada que las revistas bautizaron “la noche de los generales”. Esa noche Lanusse arrinconó al DJ en la cabina porque había querido homenajearlo con una versión de Billy Bond de Himno Nacional. Con la Patria no se innova. Por esos años también tuvo lugar una performance de perverso tenor anticipatorio: una chica disfrazada de guerrillera sale de un pastel gigante con ametralladora en mano. Esto es evocado por la obra como una fiesta temática subversiva, episodio que una de las protagonistas narra así: “La trajeron para el show, le calzaron el bikini, todo el circo a cambio de liberarla. Tantos ideales dicen que tienen. Con tal de zafar, se desnudan adentro de una torta”. Aquellos traslados a los que se hace referencia eran otro elemento más de lo que soportaron algunas prisioneras de los campos de concentración argentinos, una más de las formas del abuso sexual, la tortura y el abuso de poder. Como trofeos de guerra exhibidos a la luz del día o debajo de la bola de boliche. En algunos casos se trató también de relaciones de sometimiento nacidas en el encierro con sus victimarios. Cambiar la vida o el cese provisorio del dolor físico en una transacción que involucrara al cuerpo de estas mujeres –si bien es evidente que esto no es distinto de una violación– era una situación revulsiva y condenable incluso para los compañeros y compañeras de militancia. En el imaginario de la época, y no sólo de esa época, representaba una doble traición de la que se hace cargo el discurso de Rita y Mecha: el mandato de pureza que rige para la mujer en general y también una traición a los principios de las organizaciones. Pero además, una mujer que se atrevía a ingresar en el testosterónico campo de la política no podía ser otra cosa para los uniformados que una prostituta. Tanto por izquierda como por derecha se llega a una muy extraña concepción del libre albedrío, que aparece explícita, por ejemplo, en las palabras de Emilio Eduardo Massera, otro habitué de Mau Mau: un descargo contra las “malagradecidas” que formaban “pareja” con hombres de la fuerza, que no reconocían que “(...) aunque los marinos somos muy machistas porque no aceptamos que las mujeres tomen decisiones, a las terroristas las tratamos como caballeros y no las violábamos, como lo hacían en el Ejército” (1995, revista Gente).
Gaby Ferrero: Allí se mezclan el clisé del festejo de la chica que sale de la torta con la idea de las mujeres que estaban chupadas en esa época. Se toma ese hecho real para denunciar este otro hecho solapado que era llevar prisioneras a lugares así, restaurantes paquetes, etc. La fachada de Mau Mau era que no podían entrar mujeres solas y que no era un lugar de levante, pero después se fueron conociendo estas historias de horror. Rita y Mecha son un poco prototipos de cómplices de aquellos que por esos años algo sospechaban, pero elegían mirar para otro lado o se escudaban bajo muletillas conservadoras de un supuesto sentido común.
Eugenia Alonso: Justamente porque no es nuestra intención señalar con el dedito acusador. Confiamos en que el espectador saque sus conclusiones. Ni Gaby ni yo éramos militantes en esa época, pero obviamente hubo mucho del miedo de ese clima que respiramos todos. ¿Cómo se arman estos personajes tan llenos de contradicciones, de historia argentina, de matices, de gestos odiosos y algún gesto piadoso? Hay algo de conocimiento de los acontecimientos de la vida personal y de la vida pública que pudimos poner en función de Mecha y Rita. La obra tiene un toque siniestro que convierte lo cómico en amargura, y al revés. Es fiel al estilo que nos gusta manejar, el de decir cosas tremendas desde la impunidad del humor.
Gaby Ferrero: Mecha y Rita pueden ser condenables, pero también están atravesadas por el abandono, el amor, el desamor, el compañerismo con la amiga, por la imposición de la competencia entre nosotras, la idea de que una mujer tiene una vida útil para mantenerse atractiva según ciertos parámetros. Todo eso circulaba y circula en el ambiente de la discoteca. Es un exhibidor donde todos se ofertan. Más aún las mujeres. La obra se ríe, con cierto gusto amargo, del tilingaje, de cómo pasan de celebrar el Mundial ’78, a las Malvinas, al uno a uno. Ellas no salieron en Gente, pero les hubiera encantado. Son las guardianas de Mau Mau, las presencias olvidadas de la noche.
Mau Mau o la tercera parte de la noche: lunes a las 20.30. Teatro El Extranjero, Valentín Gómez 3378
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