Viernes, 11 de julio de 2014 | Hoy
RESCATES > PERLA PEZELORSKA
Por Marisa Avigliano
La biografía de Perla Pezelorska guarda sólo una fecha y esa fecha no tiene día ni mes. La marca de agua de la perla viva, la estampilla de su carta natal, lleva grabado el nombre de un año, 1926. Centinela de sus pasos en tiempos de inmigración europea, aquel año par que empezó viernes según el calendario gregoriano punteó la crónica de su vida breve. Perla nació en Polonia y era una adolescente cuando llegó al puerto de Gdansk con sus padres. La hija promisoria iba a cruzar el mundo sola. Apenas sostenida en el temblor de la esperanza, hacía equilibrio levantando una mano en el adiós mientras mordía con los dedos apretados de la otra la valija chiquita cerrada con un cinturón en la que guardaba lo único que tenía. La promesa estaba hecha, del otro lado de la tierra la esperaba la fortuna de un buen trabajo que predicaba inauguración de sinagogas y escuelas. Ni ella ni sus padres supieron a tiempo que esa invitación era un fraude, un engaño organizado, una trampa puntual manipulada por un prestidigitador aduanero que sabía de la virginidad de la pasajera. Un mes después de aquel quebranto familiar cuando el vapor ancló en la babélica Reina del Plata, Perla conoció de verdad a Arnaldo Neiman, el hombre de la promesa. La joven polaca estuvo veintisiete días secuestrada en un prostíbulo muy cerca de Plaza Miserere, el rufián Neiman y su mujer eran los encargados de esconder la llave de la jaula y los que le tiraban la comida siempre al ras del suelo y fría. Carceleros turísticos. Buenos Aires futurista era para muchas inmigrantes una ciudad sin cielo que empezaba en el puerto y terminaba en el burdel de ocasión donde sin lengua madre amontonaban esclavas. Clasificadas por edad (algunas de las cautivas tenían 12 años) y por rangos de belleza según el gusto de los proxenetas que las apodaban “arte de la seda”, “cruz de diamantes” o “bolsa de papas”, las recién llegadas inauguraban su libreta sanitaria atendiendo a más de veinte clientes por día. Todas, las nuevas y las eternas, vivían y morían hacinadas. A Perla la llevaron a Once –capricho de las palabras que buscan aparearse en el tiempo– a uno de los feudos de Zwi Migdal (la red internacional de trata de mujeres judías subvencionada por la policía porteña) y ahí creyó morir hasta que un día de 1926, en la sombra de una oportunidad absurda, tiró a la calle desde una de las ventanas del prostíbulo un papel de auxilio escrito en idish y logró sin presagio divino que ocurriera lo imposible. Alguien descifró los renglones del socorro y Perla se salvó. La desaparición de Perla pudo ser una marca más en el destino de las mujeres secuestradas que terminaban enterradas en el cementerio de las putas en Avellaneda o una escena posible de Nadie la conoció nunca, la obra de Samuel Eichelbaum. Perla ausente –preludio perfecto para componer una heroína de Emily Brontë o Margaret Mitchell– fue noticia periodística en Di Idishe Tzaitung (Diario Israelita) en uno de los intentos editoriales por combatir a los “caftens”. Liberada del prostíbulo, se ocultó en el anonimato de la ciudad ajena. Cuatro años después, el 31 de diciembre, mientras retumbaba en la ciudad el eco de los festejos y llegaba la década del treinta, Raquel Liberman, otra inmigrante nacida en Lodz, víctima cautiva de Zwi Migdal durante más de once años (Myrtha Schalom, escribió La Polaca, una novela testimonial sobre la vida de Raquel), se escapó e hizo lo que ninguna de ellas había hecho: los denunció.
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