Viernes, 11 de julio de 2014 | Hoy
EL MEGáFONO
Por Alejandrina Morelli *
Discutimos. Cuando me iba del departamento, agarré un candelabro que me había regalado una amiga para nuestro casamiento y eso hizo estallar la pelea, los tironeos primero, los manotazos después. Trastabillé y me caí al suelo, donde él me pateó de la peor manera, con saña, como se patea a un animal dañino.
Una de las patadas me fisuró una costilla. Por suerte me dolió: para no olvidarme, para no dudar cuando me llamaba al celular, varias veces por día. Pero, además, el dolor fue como un rayo X sobre la historia de mi pareja.
Vivíamos en una villa turística donde me crié y donde trabajé en todos los gremios: hotelería, inmobiliaria, gastronomía, artesanías... Luego de formarme en la capital, volví con un proyecto periodístico. El había llegado pocos años atrás, esa suerte de exiliados afectivos o económicos que buscan reparo cerca del mar y se había adosado a mi trabajo, a mi gente, a mis amigos, se ocupaba de llevarme y de traerme.
Me di cuenta, con el efecto certero del dolor, de que la violencia había empezado mucho antes, cuando entre sus gentiles gestiones incluyó pagar mis cuentas, cobrar las deudas y administrar mi dinero. ¡Y pensar que a mí me parecía que todo eso era amor!
Denuncié los golpes y el juez lo amonestó, pero lo dejó libre porque no tenía antecedentes. Mi psicóloga pensó que, como soy periodista, podía influir en la opinión pública y me recomendó comentarlo para que hubiera una censura social.
Sucedió todo lo contrario. Empecé a contar la violencia y no sentía una respuesta solidaria, más bien silencio, algunos esbozaron una sonrisita que decía, sin decir: “¿Qué habrás hecho?”. Lo comentaba en un grupo y cuando me alejaba sentía que juntaban sus cabezas para cuchichear sobre el tema.
A mis espaldas, mi ex marido se acercaba y les decía: “Pobre, está mal porque la mamá está muy grave en Buenos Aires. ¿Cómo le voy a pegar yo? Se cayó al suelo arriba del candelabro y se golpeó la costilla”. Se ocupó de ser especialmente gentil con mis amigos y parientes para que nadie dudara de su buena fe.
Empecé a sentir vacío cuando me acercaba a una mesa y, al darme vuelta, el murmullo de los comentarios se prendía de mi ropa. Notaba que mi palabra estaba devaluada, lo que decía resbalaba por ojos asombrados.
El empezó a aparecer como director de mis proyectos cuando siempre decía que venía sentado en el “sidecar”. Contrató a mi equipo y cada vez que alguien llamaba no podían decir que me había divorciado sino que estaba en Buenos Aires, cuidando a mi madre. La gente, conmovida, lo invitaba a cenar, le pasaba la información, le renovaban la pauta de avisos en la revista.
Cuando me di cuenta, él no estaba al lado mío sino en mi lugar, en mi mesa, en mi escritorio, sentado al volante de mis proyectos. Las entradas al partido estaban todas a su nombre.
Y a todos les pareció natural que fuera así.
* Periodista y licenciada en Historia.
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