Viernes, 15 de agosto de 2014 | Hoy
Memoria Un día de julio dudó de su identidad y un día de agosto del mismo año supo que era el nieto de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, una mujer a la que aprendimos a querer por lo que transmitió, porque consiguió dar vuelta la historia y los discursos complacientes con la apropiación, porque estuvo ahí festejando cada vez que otra familia se reunía con quien había buscado por décadas. Ignacio, tal como pidió que lo llamen, todavía debe estar soñando despierto y dejando que se filtren en sus sueños los residuos de la noche. Dice que está feliz y su felicidad es contagiosa, pero es fácil imaginar la agitación que lleva dentro. Para él, para que lleve en su bolsillo como un talismán en el largo camino de completar su identidad, tres mujeres que aprendieron a vivir con una historia para ellas nueva, tres mujeres que conocieron tarde el deseo con que su papá y su mamá las habían imaginado y de la suerte que corrieron y de la familia que las buscaba, tres mujeres que saben de qué se trata le entregan como hadas madrinas un regalo simbólico al nieto de Estela: un regalo que se cuenta en la voz de una “hermana” que no sabe si un tercer hijo o hija de su mamá ha nacido pero que sabe, como se sabe lo que está escrito en el cuerpo, que lo imposible sólo tarda un poco más.
Por Raquel Robles
Es casi de noche. Tengo treinta años y un bebé de cinco o seis meses. No sé qué hago caminando por Once, pero sé que estoy volviendo. No creo que haya salido a dar una vuelta, a tomar aire con el bebé porque Once no es un lugar para ir a tomar aire. Es cierto que a mí no me produce el rechazo general que opera en el común de la gente, porque Once fue siempre para mí, que vivía en el oeste del Conurbano, la puerta de entrada de la Capital. Siempre era feliz llegar a Once porque el barrio había quedado atrás y empezaban las verdaderas aventuras, o el barrio quedaba adelante y las aventuras, que no habían sido tan rutilantes, se escondían en una vergüenza íntima que se disiparía en el asiento desfondado del tren. Pero aun así Once no es un lugar para pasear. Los puestos que hacen de las grandes veredas corredores flacos se estaban desarmando. La gente corría por las escaleras de la estación para agarrar el tren o para ubicarse mejor en las colas que se arman en los andenes en donde después, cuando llegue la formación, estarán las puertas. Siempre me pregunté cómo hacía la gente para saber exactamente dónde iban a quedar las puertas. Yo no hubiera podido y eso –creía yo en ese momento– me delataba como una especie de turista de la zona oeste. Tendría que haberme criado en City Bell, tendría que conocer Constitución y no Once; mis aventuras deberían haber sucedido en La Plata y no en la Capital. Pero qué importancia puede tener un barrio u otro, esta ciudad o aquella ciudad, si se piensa en la masacre de la que fueron víctimas mis padres y los padres de tantos otros y los hijos de tantos más.
Yo estoy apurada. Tal vez porque se está haciendo de noche y no es lugar para pasear con un bebé. Y entonces, de frente, casi tropezándose conmigo, veo a un hombre rubio con una chica del brazo. Es un rubio horrible, con los labios gordos, los ojos chiquitos, o achicados, como si la gordura de la cara le quitara lugar a los ojos, la panza estirando un chaleco de lana y un pelo amarillo cayendo por la frente, tapándole las orejas. Es un rubio horrible pero no es un rubio desconocido. Es un milico que cumplía funciones en Campo de Mayo en la época en que mis padres estuvieron secuestrados en ese campo de concentración. Es un loco que nos citó a mi hermano y a mí para hablarnos de la belleza de mi madre y de lo buena compañera que era con las otras detenidas. Es un perverso que lagrimeó en un bar porque no podía superar la noche en que la mataron. Justo antes de ese encuentro nos habían hecho llegar el dato de que mi mamá podía estar embarazada. Cuando ese sujeto nos dijo la fecha en la que la habían matado, a ella y a mi padre, descartamos esa idea y no nos hicimos las extracciones de sangre. Pero después sospechamos de la perfecta sucesión de los hechos y pensamos que tal vez ese encuentro había tenido ese objetivos y fuimos al Durand a dejar nuestros tubitos de información genética. Además supimos que tenía una hija, única, que había nacido en el ’76. Esa era la chica que caminaba colgada de su brazo.
–Hola, mi papá y yo queríamos saludarte –me dice la chica, con el rubio gordo a la rastra había vuelto hasta donde yo estaba, a una cuadra de distancia, después de haber corrido empujando a toda velocidad el carrito de mi hijo.
–Preguntale a tu papá qué hizo durante la dictadura –le escupo yo y maldigo el semáforo que se empecina en no dejarme cruzar, en impedirme la huida que todo el cuerpo me pide.
–Sí, él me contó todo, dejame explicarte –ella me toca el brazo, quiere que deje el perfil y la mire, que charle con ella, con su papá que está detrás y nos observa con sus ojos de cerdo.
–No, no te contó todo. –Todo hubiera sido que custodiaba detenidos en Campo de Mayo, que para garantizar el silencio se rotaban para torturar, que me siguió durante toda mi vida y que puede contarme episodios que yo ni recuerdo, pero que él miró desde su puesto de espía–. Decirte todo hubiera sido que es un represor, un genocida, tal vez uno al que se le quebró la mente y se volvió un esquizo paranoide, pero eso nunca eximió a los culpables.
Y me voy, cruzo la calle casi corriendo y me voy. Llorando pero también aliviada: esa chica no puede ser mi hermana. Esa chica es fea. Era el año 2001. Todavía no habíamos llegado a diciembre, todavía las calles no se habían llenado de “que se vayan todos”. Y eso era la impunidad total: encontrarte en la calle con un genocida y hacer cálculos ridículos para saber si una chica que caminaba a su lado podía o no ser tu hermana.
Hoy vivimos en otro mundo. La impunidad ya no es una losa que no tiene fisuras: los juicios por delitos de lesa humanidad van devolviendo cada cosa a su lugar. Sin embargo todavía hay trescientas familias –habemos trescientas familias– que podemos estar conversando con un desconocido o desconocida que puede ser nuestro hermano, nuestro nieto, nuestro sobrino, el hijo o la hija de aquella compañera tan querida.
En este mundo Ignacio se buscó y se encontró con Guido. En este mundo donde ya no hay “padres del corazón” sino apropiadores. Donde ya nadie duda de que la verdad sana, aunque duela, aunque lastime, aunque arda.
Ese camino, el que ahora está emprendiendo el nieto de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, ya lo han recorrido otros. Y no solamente los 113 nietos que fueron recuperados antes que él, sino también otros y otras que por haber quedado en las redes familiares, aunque hayan tenido que luchar hasta partirse las manos por ser quienes realmente eran, no tienen número. Pero cuentan. Tres de ellas hoy son parte de esta nota. Se llevan diez años de saber la verdad. Paula Eva Logares lo supo hace treinta años, Angela Urondo Raboy hace veinte y Victoria Montenegro Torres hace diez. Cada una se tropezó con piedras diferentes, cada una se levantó con distintas fortalezas. Pero las tres quieren que Ignacio –el Guido de Estela– tenga algo de ellas para llevar como un talismán en este largo viaje que le espera. Unas hadas madrinas sin varitas, unas hadas que vieron el revés de las cosas, que saben que la bondad y la solidaridad son el contrapunto de la crueldad más indecible; que conocen lo que hay detrás de los espejos y aun así apuestan a la felicidad. Son hadas, madrinas para más datos.
Victoria Montenegro Torres es hija de Roque Montenegro y de Hilda Torres. Ambos, secuestrados en febrero de 1975 y llevados a Campo de Mayo. El cuerpo de Roque –Toti, como le decían todos– fue recuperado hace dos años. Esos huesos dicen que estuvo cautivo al menos tres meses y que no fue “abatido en un operativo”, como le dijo su apropiador cuando tuvo que decir la verdad, acorralado por la Justicia.
Cuando Victoria era chiquita era la nena de papá. Iba con él a todas partes. El se ocupaba de su formación con método y ella quería absorberlo todo. En el verano se levantaban los dos a las cinco de la mañana y partían hacia Campo de Mayo. Nada le gustaba más a Victoria que pasar los días en el trabajo de papá. Lo que más le gustaba era manejar el conmutador que estaba en el Centro Fijo y derivar las llamadas a las distintas dependencias del cuartel. Papá era una persona importante. Papá luchaba contra la subversión. Un día, en un paseo con toda la familia, la llevó a conocer el Museo de la Subversión del que él era el guía. Ahí vio un libro enorme en el que había fotos de operativos, un maniquí vestido de negro con una estrella roja y un arma muy grande y una cárcel muy chiquitita que se llamaba “Cárcel del pueblo”. Ahí era donde el enemigo encerraba a sus presas. “Mi papá ahí no entraría”, pensó la nena. Herman Tezlaf medía dos metros.
Victoria fue ubicada cuando tenía ocho años, pero el juez le aseguró a Tezlaf que no había de qué preocuparse porque él no iba a permitir que pasara nada. Cuando diez años después el abogado de su apropiador le aconsejó que se sacara sangre porque de lo contrario lo complicaría más, ella estaba convencida de que los subversivos tenían un plan para dañar lo más importante y lo más frágil de “La Fuerza”: la familia. Por eso, para defender a su papá, que era una de las tantas víctimas de esa persecución política, se sacó sangre pero nunca quiso saber el resultado. Cuando en 1998 no tuvo otra opción más que conocerlo, le dijo al juez que ella se quedaba con el 0,0001 por ciento. Herman estaba preso y cuando lo vio esposado se puso a llorar. “No llores –le dijo él–, no hay que mostrar debilidad frente al enemigo.”
Victoria tenía vergüenza de ser hija de subversivos, pero lo que más la atormentaba era que su papá no la quisiera por tener “sangre sucia”. Pero su apropiador la tranquilizó. Le contó el operativo en el que fueron abatidos los enemigos del que ella era la única sobreviviente y ella sintió que era un ángel. Sólo un ángel podía criar como propia a la hija de su enemigo.
Pero después conoció a su familia. En un juzgado, obligada, enojada, diciendo que era hija de Herman y de Mary. Eran un montón. Ella dio su discurso castrense y enfiló para irse pero vio a una señora –que luego sabría que era su tía Irma– que lloraba sin ruido y le dio pena. En ese momento de indecisión el juez aprovechó para decirle que ya que habían viajado dos mil kilómetros desde Salta no estaría mal que se presentaran. Entonces hablaron. Todos. Y ya no hubo vuelta atrás. Accedió a ir cuatro días a conocer el pueblo de sus padres y se quedó cuarenta y siete. Sin embargo, cuando volvió del viaje fue corriendo a mostrarle las fotos a Herman. Victoria, que en la casa de los apropiadores era María Sol, se fue haciendo lugar muy de a poco. Cada vez Victoria ocupaba más lugar y María Sol se iba apagando. Vicky se convertiría en una militante tiempo completo por la causa de la restitución de la identidad de todos los hijos de los desaparecidos que fueron robados, pero no sólo eso. Fue candidata por el Frente para la Victoria, hizo un spot para la campaña de Cristina Fernández de Kirchner y es la secretaria de Derechos Humanos de Kolina, la agrupación política que lidera Alicia Kirchner.
Nunca, en todo ese proceso, dejó de decir la verdad. A todos. A los hijos de desaparecidos que trabajaban en Abuelas –que le parecían unos hippies que usaban ropa demasiado suelta–, a las Abuelas, a sus apropiadores, a su marido, a sus hijos. Sus sentimientos siempre estuvieron dichos por esa boca enorme que la hace una de las morochas más lindas de la militancia vernácula. Por eso a Ignacio ella quiere darle el don de la sinceridad. “Tiene que ser sincero consigo mismo. Abrazarse a los afectos, a los de antes y a los nuevos que vayan apareciendo. Tiene que tenerse paciencia. Nadie puede dar lo que no tiene y a veces te exigen que seas quien todavía no sos. La restitución es parirse a uno mismo y el parto siempre es con dolor. La verdad es también todo lo que se va sintiendo en este proceso que es largo, muy largo y muy difícil.”
Angela Urondo Raboy es hija de Paco Urondo y de Alicia Raboy. Su padre fue asesinado el 17 de junio de 1976 en Mendoza y su madre, secuestrada en ese mismo operativo. Ella, que estaba en el auto en el que huían de la policía, fue llevada junto con ella al campo de concentración que funcionaba en el D2 de esa provincia. De ahí fue trasladada a la Casa Cuna y luego recuperada por sus abuelas. Se acordó que la abuela materna la cuidaría, pero después, como estaba muy enferma ella le pidió a una sobrina que la criara. La sobrina accedió y cortó todo contacto con la familia paterna. La adoptó en tiempo record y amputó todo lo que estaba antes de ese momento. Esa nena que había vivido once meses con sus padres no existía más. No existirían tampoco los padres, ni otros familiares, ni las circunstancias de su muerte, ni nada. Angela siempre supo que era adoptada y siempre supo que de eso no había que hablar. Tampoco de la mamá que ella recordaba ni de por qué tenía dos abuelas que vivían juntas –la mamá de Alicia y la mamá de la señora adoptante–. Cuando alguna vez quiso saber cómo habían muerto sus padres le respondieron que en un accidente de auto. Y punto. Después le dirían que los habían matado los militares y que su papá era escritor –de libros de economía–. Y cuando ella preguntó por qué nunca le habían dicho la verdad le respondieron que porque ella nunca había preguntado nada. Así de perverso: te mentimos porque vos no quisiste saber la verdad, si hubieras querido saberla hubieras preguntado.
Pero la verdad es muy persistente y aun sin nuestro consentimiento se hace lugar. Así ella supo quiénes eran sus padres, cómo habían muerto y que nunca había encontrado en las librerías libros de economía escritos por Francisco Urondo porque su papá era poeta.
Angelita, como la llamamos muchos, no es poeta, pero es escritora. Escribió un libro –Quién te creés que sos–. Pero no sólo escribe. Angelita rasca las palabras hasta llegarles al hueso. No le gusta que se hable de “apropiación”, porque es una palabra que significa que “alguien tomó algo que estaba disponible”, y lo que hicieron no es eso sino robarse chicos. Y como ella sabe mucho de palabras, quiere darle a Ignacio la posibilidad del silencio. “La verdad acaba de estallarle en la cara. Ahora todo es ruido, todo es exposición, todo es público. Debe tener las orejas ardiendo de tantas cosas que le dicen. Por eso yo no quiero decirle nada. Quisiera que pudiera tener intimidad, recogimiento, un cese del ruido para poder procesar todo lo que le está pasando. La restitución de la identidad es un trabajo de toda la vida. No termina. Nunca termina. Donde hay piezas que encajan por fin y piezas que no encajaran nunca.”
Paula Eva Logares es la hija de Claudio Ernesto Logares y de Mónica Grispon. A sus padres los secuestraron en Uruguay, donde estaban exiliados. Los llevaron a los tres a la Brigada de San Justo. A ella se la llevó Lavallén, un policía que actuaba en ese campo de concentración, a sus padres al Pozo de Banfield, donde tiempo después los asesinaron. Paula tenía casi dos años en ese momento. Pero la anotaron como propia el policía y su pareja como si acabara de nacer. Paula iba a la salita de cinco del jardín de infantes aunque tenía siete años en realidad cuando su abuela la encontró. Todavía los análisis genéticos no existían. La denuncia contra sus apropiadores –contra los ladrones que se la robaron de brazos de sus padres– se hizo en el primer día hábil de la democracia. Pero hubo que esperar a que la ciencia consiguiera –después de que las Abuelas recorrieran doce países, hablaran con decenas de científicos en otras tantas universidades y laboratorios– lo que hasta entonces no existía: demostrar de manera indubitable el lazo de familia que hay entre abuelos y nietos cuando la generación de los padres falta.
A Paula la llevaron a Tribunales sin decirle para qué. Le dijeron que se pusiera un vestido muy lindo y que eligiera una muñeca. Ahí, en ese lugar palaciego, le fueron contando quién era en realidad, quiénes habían sido sus padres y que esas personas que la habían llevado le habían mentido desde siempre. Paula sintió que de pronto estaba muy agotada, que necesitaba dormir, pero no se animaba a pedirlo. La señora que decía ser su abuela le había mostrado fotos y ella se había reconocido. No sabía en quién confiar pero también sabía que ahí no le estaban mintiendo. Sobre esos sillones lujosos, frente a la mesita ratona y rodeada de tanto mármol, Paula se durmió Lavallén y se despertó Logares Grispon. Nunca ofreció resistencia, en algún lugar de sí sentía la comodidad de estar en el lugar que le correspondía. Su abuela no le tiró una catarata de datos en ese primer día pero de a poco le fue diciendo todo. A veces algunas cosas dolían pero siempre se sentía mejor que antes de saberlas. Por eso Paula quiere darle a Guido el don de la verdad. Decirle que lo peor ya pasó, que ahora todo siempre será para mejor. “La única familia ideal es la de los Ingalls, todas las otras tienen fallas. Pero conocer es tener más herramientas para la vida. El quiso saber la verdad y eso lo hace fuerte. Lo que vivimos cuando estamos recuperando la identidad no está bueno pero siempre es mejor. La verdad siempre es mejor.”
Aquel 2001, o aquellos años ’90 en los que no había justicia y por eso había escrache hicieron de cimientos para los días que vivimos hoy. La alegría de gol de final del mundo que vivimos todos cuando apareció Guido, el hijo de Laura, el nieto de Estela, no se vive entre unos pocos, en determinados círculos; no se choca con la incomprensión y la hostilidad de una sociedad que no entiende o no quiere entender. Vivimos en otro mundo. En un mundo donde Estela es Estela Carlotto para todos y Guido es su nieto. Sin embargo, en este mundo donde los juicios por delitos de lesa humanidad nos dan la paz de no tener que programar un escrache por semana, también sucede que hay personas que todavía esperan llamarse como sus padres los nombraron y querellan durante más de diez años y tienen hijos y la vida pasa, y todavía los documentos no llegan. Todavía las palabras hay que pelearlas una por una y decir que Laura no tuvo “un amor clandestino”, como si hubiera sido una Julieta de un Romeo argentino. Laura estaba en la clandestinidad porque la perseguían para asesinarla. Si bien no se habla de la “familia del corazón”, se dice con alivio que “Guido fue criado con amor” y entonces parece que nadie quiere embarrar la cancha endilgándole un delito a esa pobre gente “simple y de campo” que lo anotó como propio y nunca le dijo la verdad. Los delitos –bueno siempre es aclararlo– no se indultan por haber sido cometidos por gente buena o por buenas razones. El Código Penal puede contemplar atenuantes, pero la gracia de una sociedad regida por leyes y no por arbitrariedades es que no importa quién ni por qué se cometen los delitos, cuando se cometen, aunque los cometamos personas de bien, todos tenemos derecho a ser sancionados. En este mundo de hoy, en este en el que los derechos humanos son política de Estado y no la responsabilidad de unos sacrificados militantes, todavía parecen ser necesarios los detectives privados. Hermanos, abuelas, tías y tíos hacen campañas, siguen pistas, impulsan causas. Qué lindo sería un programa “Identidad para todos y todas” y que todos los nacidos entre 1975 y 1984 se hicieran una extracción de sangre para dejarla en el Banco de Datos Genéticos. Entonces no tendrían el peso de una decisión tan complicada los que tienen dudas sobre su identidad, y las familias no tendríamos el peso de sentir que nuestros seres queridos tal vez no aparezcan nunca porque no los buscamos lo suficiente. Y porque a veces hasta el deseo de encontrar es díscolo.
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