Viernes, 3 de octubre de 2014 | Hoy
PANTALLA PLANA
La serie de la BBC Call the Midwife retrata a un grupo de parteras inglesas de los años ’50 y discute temas como la maternidad, el amor, el rol del imperio en la salud y las desigualdades de género.
Por Milagros Belgrano Rawson
El último capítulo de la tercera temporada de Call the Midwife batió records de rating en el prime time británico e incluso le ganó a la versión local de Patinando por un sueño. Todo un logro para este drama de la BBC relatado por la gran Vanessa Redgrave, la voz en off y madura de la protagonista. Basada en las memorias de la enfermera inglesa Jennifer Worth, esta serie disponible en Netflix relata las aventuras de Jenny, joven que llega a un convento anglicano a trabajar como partera. Las condiciones de trabajo son difíciles: estamos en el Londres de la posguerra, en el East End, zona portuaria que, además de portar el estigma misógino de Jack El Destripador, cuenta con altas cifras de desempleo, natalidad y mortalidad infantil. En la primera temporada, Jenny lidia con su falta de tacto y empatía ante situaciones que la exceden. En esa época, y salvo en casos graves, los partos aún se realizan en casa de las parturientas. En su mayoría, ellas están a cargo de hogares donde hasta siete personas comparten el mismo colchón. A veces presentan ETS, no reciben ayuda para criar a sus hijxs y sufren de violencia doméstica. Afortunadamente, la protagonista cuenta con la guía de la hermana Julienne, la madre superiora, que antepone el bienestar de las pacientes al dogma religioso, sin juzgar ni moralizar a nadie, práctica que, como ha señalado la historiadora británica Dina Copelman, era común entre las sociedades filantrópicas de la época.
La hermana Julienne dirige un convento que, ya en los años ’50, da cuenta de la crisis de fe que enfrenta la Iglesia de Inglaterra para captar fieles: allí viven apenas cuatro monjas que han dedicado su vida a traer bebés al mundo. Necesitadas de mano de obra calificada en un distrito donde los embarazos son frecuentes, Julienne ha convocado a parteras laicas para que colaboren con las necesidades de la comunidad, que muchas veces superan el trabajo obstétrico. Allí no hay hospital y, fuera de sus horarios de guardia, Jenny y sus compañeras deben atender a ancianos y niños enfermos o a todo el vecindario en caso de catástrofe: como cuando la policía encuentra una bomba viva, resabio del Blitz que azotó la zona entre 1940 y 1941.
El East End soportó, en efecto, la peor parte del bombardeo alemán y, con la victoria británica en la Segunda Guerra Mundial, el barrio pasó a representar la unidad y la valentía de los ingleses frente al nazismo. En la serie hay, sin embargo, inconsistencias históricas: quienes trabajaron como parteras en los años ’50 aseguran que algunos de los instrumentos que las comadronas usan en la ficción no se conocieron hasta la década del 60. Y si en la primera temporada las pacientes de este barrio marginal se muestran desarregladas y en pobres condiciones de higiene, a partir del noveno episodio se presentan a la clínica zonal –como por arte de magia, aparecen los recursos para abrir una– bien vestidas, pulcras y con cochecitos. Tal vez esto último no sea un error sino una forma un tanto brusca de reflejar los cambios que después de la Segunda Guerra se dan en la sociedad británica. Es precisamente en esta época cuando se institucionalizan programas de acceso a la salud, vivienda y educación, seguro de desempleo y pensiones, entre otras conquistas que marcan el nacimiento del Estado de Bienestar británico, desmantelado luego, en los años ’80, por cortesía de Margaret Thatcher.
Más allá de esos detalles, Call the Midwife discute con altura temas como la maternidad, el amor, la sexualidad, la “britanicidad” –viejo dilema que ha ocupado a filósofos e historiadores del imperio más grande–, las desigualdades de género y el rol del Estado en la salud. Y si se lo desintelectualiza, el programa no pierde una pizca de su encanto: a lo largo de la historia, lxs televidentes pueden llegar a sentir el delicioso olor de esos bebés recién nacidos, junto con el del talco y el Espadol... Y el té Earl Grey y las tostadas con que las comadronas se premian después de un parto difícil.
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