Viernes, 16 de enero de 2015 | Hoy
MONDO FISHION
Por Victoria Lescano
Lo primero que se percibe al ingresar a los salones del primer piso de la casa Fernández Blanco –Hipólito Yrigoyen 1420, y a la gran sala que funciona tanto como espacio de reuniones, austero taller de restauración textil, atelier de costura y depósito de vestidos, zapatos, sombreros y trajes de época– es una muñeca de porcelana con el tamaño de una niña de tres o cuatro años y en el ritual de ser vestida con un traje regional por la restauradora textil Patricia Lissa. A un costado de la escena, Edith, su asistente y experta en sastrería, repara los encajes de un vestido del 1800. Si bien el último grito de la moda en museología remite a indagar en los acervos y acentuar los oficios silenciosos, de modo tal que los guantes de látex en las manos de restauradoras textiles se divulgan desde cortos documentales tan codiciados como los films del sitio nowness, Buenos Aires continúa ajena a la directriz. “Hay poca gente a la que le importa la conservación de los textiles: parece que suele asociárselo con la ropa de la abuela y lo que está a mano. No hay fórmulas fijas, cada pieza textil tiene su problemática y voy estudiando cada caso. Considero que el textil es como la piel, es orgánico y es sensible a los agentes externos, sufre más que la pintura, la luz lo decolora. De ahí que las reglas para exhibición indican la de rotación de colecciones, que no haya cambios bruscos en la temperatura y la humedad a la que están expuestas las prendas” sentencia Lissa, formada en museología en la Universidad del Museo y en arte precolombino, con posteriores estudios de restauración en Estocolmo. Lissa trabaja con entusiasmo pese a la escasez de recursos para sus labores y parece regirse por los preceptos de la moda de los años ’40. En un recorrido por la casona se vislumbran una sala de plancha que luce cual un invernadero despojado, los baños con antiguas y coloridas terracotas, las habitaciones de servicio y sus patios. Ella y su pequeño grupo de colaboradoras integrado por pasantes suelen acampar allí con sus guantes y barbijos en ocasiones de tener que recurrir a lavados según el modus operandi. “Cuando ingresan las donaciones las documentamos, hacemos los reportes de las condiciones de cada pieza y luego los pasantes colaboran en un sistema de almacenaje que tomé prestado del Museo de la moda de Chile.” Entre su listado de labores de restauración destacan la de la bandera argentina más antigua, la que Belgrano llevó al Alto Perú y se encuentra en el Museo Histórico Nacional, y una copia del santo sudario de una iglesia de Santiago del Estero.
El acervo de la casa museo que es célebre por su colección de muñecas antiguas exhibidas en la planta baja con una ingeniosa puesta en escena (y que fueron documentadas desde este suplemento), admite ropajes de los ajuares “Fernández y Fernández” (así se describe en el inventario una colección de ropas con atuendos de novia que jamás se usaron) o las piezas exquisitas de la colección María Elena del Solar Dorrego de Casal, entre ellas una chaqueta entallada, con vivos de la firma Redfer y zapatos para patinar de la firma inglesa Hellstern&Sons que aguardan trabajos de mejoras edilicias y una sala permanente para ser exhibidos de modo permanente. Algunos fueron vislumbrados en pequeñas muestras en la sede del Museo de la calle Suipacha. Sobre la diferenciación y el delgado límite entre conservación y restauración, concluye la experta: “Mientras que la restauración manda todo a su estado original, se plantea si agregar o no alguna cinta, la conservación textil se limita a que estén limpias”.
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