Viernes, 16 de enero de 2015 | Hoy
PANTALLA PLANA
Olive Kitteridge, una mujer en la última etapa de su vida interpretada por Frances McDormand, hace de la serie homónima un monumento al cinismo. Eso sí, con el correr
de la trama, afloja la dama...
Por Malena Rey
“Estoy esperando que se muera el perro para pegarme un tiro”, dice, en un rapto de cínica sinceridad Olive Kitteridge, la mujer que le da nombre a la nueva miniserie de HBO, protagonizada por la enorme Frances McDormand, en uno de sus mejores y más protagónicos papeles, adaptación de la novela de Elizabeth Strout del mismo nombre. Y sólo cuatro episodios de una hora de duración dirigidos por Lisa Chodolenko son suficientes para que nos familiaricemos con su vida de mujer consolidada, y la relación –basada en el desprecio– que tiene con su hijo y su marido, con su entorno, en un solitario pueblo de Maine, de hermosas vistas y hermosos bosques, esos suburbios norteamericanos en donde podría reinar la paz, pero en los que la endogamia y el aislamiento son más parecidos al infierno.
No hace falta glosar demasiado el argumento, porque el fuerte de Olive Kitteridge está en la intensidad de sus personajes, en la gestualidad rígida y en la acidez de esta mujer madura y bastante deprimida, que viene a representar todo lo contrario a lo que las otras series y películas yanquis nos tienen acostumbrados: en vez de ser una esposa ejemplar, lábil, falsa, o condescendiente, coqueta y neurotizada, ella es fría, dura, muy cruel y muy poco capacitada para demostrar amor o cariño, excepto a sus plantas, a las que cuida obsesivamente. Para ella no hay filtros, ni existe la hipocresía; va de frente, aunque avergüence al bueno de su marido (el actor Richard Jenkins, en un gran contrapunto con la protagonista), o irrite y quede mal ante los otros. Una mujer auténtica, que puede ser muy despiadada e intolerante, sin un ápice de autocrítica.
Con actuaciones impecables (además de la premiada McDormand y el mencionado Jenkins, Bill Murray aparece en dos capítulos), una dirección sobria y elipsis necesarias para dar cuenta del paso del tiempo, Olive Kitteridge demuestra que la televisión norteamericana está apostando por proyectos que en otra instancia hubieran terminado en una película de 120 minutos. El formato miniserie descontractura el drama concentrado que pretende abarcar toda una vida y sus picos de intensidad, y a la vez permite abordar a los protagonistas, poniendo en juego más matices y niveles de complejidad.
El mérito del papel de McDormand, que también produce esta miniserie, es lograr que, aunque no compartamos sus formas, entendamos a su personaje y penetremos en su sufrimiento burgués y torturado. Asistimos a sus limitaciones, a contramano de cualquier psicología o psicoanálisis que quiera hacerle ver las causas profundas de su malestar en el mundo. Ella se ridiculiza sola, en su fastuosa rigidez, en sus acotaciones malintencionadas; y aunque no lo demuestre demasiado, ni le ponga palabras, estamos ante el sufrimiento de quien automatiza su vida sin registrar en ningún nivel los sentimientos (cosa que se irá quebrando con el correr de los capítulos).
Olive Kitteridge es un drama, pero sin exceso de dramatismo. Una telenovela sin el componente melodramático, ni el patetismo. Es también un fresco realista muy logrado sobre cómo una mujer transita su existencia de forma contenida, sin disfrute, y cómo llega a sus últimos años replanteándose todo, con los nervios de punta, sin más compañía que el paisaje y la música, dejando pasar los días. Eso sí: ni en sus peores momentos, ni en la soledad más honda, ella da lástima.
“Entre la pena y la nada, elijo la pena”, dice la última frase de Las palmeras salvajes, de William Faulkner, pero bien podría pronunciarla Olive en su oscuro coqueteo con la muerte y el vacío, en su insistencia para hacer de lo más mundano algo difícil.
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