Viernes, 30 de enero de 2015 | Hoy
RESCATES
Martina Chapanay
¿1800/1811?-¿1887?
Por Marisa Avigliano
La historia la llama “la gaucho hembra”, porque cuando las mujeres no tenían derecho a nada ella hizo lo que quiso, aunque su deseo fuera cosa de hombres. Martina, leyenda del desierto, es una vida sembrada por voces andinas, canon de los llanos. Fue ladrona de caminos, bandolera, Robin Hood con cara de mujer, cuchillera sin sosiego y heroína de la patria. La exactitud de las fechas distrae el cuento, así que casi sin certezas dicen que nació en 1800 –otros prefieren decir que fue en 1811– y que murió en los años ochenta tan marginal como vivió, aunque la ficción la haya hecho morir viejita rezando arrepentida. Hija de un cacique huarpe –o de un indio toba que escapó de su patrón y se refugió en las Lagunas de Guanacache, según el contrapunto– y de Teodora González, una cautiva blanca que murió cuando Martina tenía tres o cuatro años, vivió un tiempo en la casa de una mujer en Ullum, donde la dejó su padre para que la educara, hasta que se escapó (el relato romántico dice que se fue siguiendo a Cruz Cuero, un amor adolescente). Fue entonces cuando aprendió a manejar el cuchillo, a montar y a danzar lazos y boleadoras con la maña que envidiaría un experto. La semidiosa púber con bombacha de gaucho dejaba atrás pormenores de orfandad y entraba a la historia grande como guerrillera de caballería bajo las huestes de Facundo Quiroga. Después del crimen de Barranca Yaco, se unió a la resistencia de Pie de Palo y tomó los caminos. A mediados de siglo XIX la saqueadora rebelde, la bandolera de las causas justas, era mujer y bandida, marginal por partida doble. Marginalidad que repiten los siglos cuando llaman Martina Chapanay a la nena que se sube a los árboles y se aburre jugando a las muñecas. En una historiografía oficial plagada de datos y confianzas, una mujer sólo existe si es leyenda, así que bien puede aparecer como chasqui en filas sanmartinianas, como ladrona, india perseguida, sargento mayor o como policía. Mujer mito y viñeta entre tanto prócer veraz. Pero quizás el mejor de los relatos sobre Martina es el que cuenta que fue ella quien vengó la muerte del Chacho Peñaloza cuando se encontró con Irrazábal, el asesino del Chacho, y lo retó a duelo. Cuando la mujer de los llanos sacó su sable gritando que lo iba a matar de frente y no a lo cobarde como él había matado a Peñaloza, Irrazábal empezó a temblar desde la mandíbula hasta las uñas de los pies. Fue un médico, o uno que de médico hacía, quien decidió suspender el duelo mientras el cuerpo del asesino flotaba en espasmos sobre las baldosas de barro.
Su muerte también es leyenda, la disputa para terminar con la vida de la mujer montonera la estelarizan la picadura de una serpiente y los dientes de un puma, la fecha que se repite es la de 1887. Una laja blanca sin nombre fue su tumba en Mogna, tierra sanjuanina. No hace falta escribir nada, dicen que decían, todos sabemos que ella está ahí abajo. Ahí van los peregrinos devotos en fechas patrias y en las otras a pedir por las causas justas. Más allá de la leyenda, de las escuelas que llevan su nombre, de los versos y las cuecas: “Lagunera fue, sí señor/ Heroína fuerte cual ñandubay /La que el huarpe añora/ En el alma nuestra debe perdurar”, la modernidad la convirtió en marca. El nombre de la santa popular es también el nombre de un vino, un blend. Mientras tanto la biografía incompleta sin pausa ni reconciliación sigue buscando su esqueleto.
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