Viernes, 29 de mayo de 2015 | Hoy
URBANIDADES
Por Marta Dillon
Como textos escritos con sangre, desde que se lanzó la convocatoria a manifestarse para forjar una voz colectiva que les diga ¡basta! a los femicidios, nuevos nombres se sumaron a la lista de víctimas. Puesta la atención sobre los cuerpos que se restan, los proyectos que no van a concretarse, las rebeldías que no se abrirán ya a nuevas historias de vida, las noticias de diarios locales, de ciudades pequeñas como La Esquina, en Corrientes, por ejemplo; en Campana, provincia de Buenos Aires, o el último y más espectacular, en Monte Hermoso, también en Buenos Aires, se amplifican, se replican, son la constatación de la necesidad del grito colectivo que busca su voz, su tono más estridente, la voz de la rabia y el hartazgo.
Con cada cuerpo que se resta a la vida aparece un relato, las palabras se acumulan, muchas veces se enredan en la búsqueda de explicaciones particulares como si se buscara aislar a un hecho de otro, como si no compartieran la misma matriz aleccionadora: ahí donde una mujer dice No, aparece el brazo ejecutor. Donde una mujer reclama autonomía, ahí aparece el recuento de los hechos que intenta instalar un sentido: no les pasa a todas, cuidado, les pasa a esas que desafían el modo correcto de vestirse, de circular por el espacio público, de relacionarse con quien deben. Les pasa a las que no cumplen con el mandato de tener una sexualidad puertas adentro, les pasa a aquellas que ya se habían caído del mercado de las buenas esposas y las buenas madres y entonces sus cuerpos cuentan menos, circulan en la clandestinidad, donde no hay contrato, acuerdo, ni resguardo. Katherine Moscoso, 18 años, tenía un retraso madurativo, voces de vecinos y vecinas murmuraron apenas aparecido su cadáver que era un secreto a voces que la explotaba sexualmente un tipo de 70. La trama del crimen del que fue víctima se teje ahora con un título de diario, el de mayor circulación del país: “Una historia de traiciones y celos”. Y como hay una sospechosa mujer, también con un retraso madurativo, también víctima de la explotación del mismo tipo, el texto enseguida amenaza: “Podrían corresponderle hasta 25 años de prisión”, una especulación que suele aparecer tan eficazmente cuando el perpetrador es un hombre, menos si se trata de una pareja o una ex pareja, como si la pena para ellos estuviera en el mismo acto de ajusticiar a quienes creían que les pertenecían. Algo que se puso en acto en los femicidios de los últimos dos meses cada vez que el agresor se autolesiona. Y hasta se convierte en retórica, performance del mártir perfecto, como ese que escribió “perdón” con su sangre en la pared de la pieza donde mató a la que decía amar.
Chiara Páez, la chiquita de 14 años que estaba embarazada y asistía a una escuela católica donde la educación sexual estaba borrada detrás de una moralina que niega el derecho al placer y a las decisiones libres sobre el propio cuerpo, también recibió el índice erguido con que el sistema patriarcal apunta con su relato aleccionador: ¿por qué siendo tan chica estaba sola de noche?, ¿dónde estaban su madre y su padre? Porque el cuerpo de las mujeres, la vida de las mujeres, su moral, está tutelada, y si no es así, que alguien se haga cargo de esa tutela, ya mismo. El responsable no es sólo el ejecutor en el discurso público, el que construyen los medios de comunicación y también esa voz difusa pero penetrante de las redes sociales y los comentarios virtuales. Es la manera de poner a salvo a las que están “adentro”, en contraposición a las disidentes. La vida de Chiara, antes de ser ese cuerpo inerme hallado en posición fetal, también estaba librada a la clandestinidad. No se puede saber si quería seguir adelante con su embarazo o no, se sabe en cambio que sobre ella decidieron otros y otras, se sabe ahora de una reunión familiar, de llamadas cruzadas entre la familia del adolescente que confesó haberla matado y de la de Chiara, de la ingesta de misoprostol. Se sabe, lo sabemos todas y todos, que esa niña no podía decidir lo que quería en libertad porque aunque deberían son pocos los servicios de salud que atienden y contienen a las adolescentes. Sin aborto legal, seguro y gratuito, decidir para ella era estar librada a esa zona sin reglas ni acuerdos claros de la clandestinidad; estaba en riesgo. Y la amenaza se cumplió hasta el final.
En el relato del hallazgo del cuerpo de una nena 16 en un pueblo correntino se anota: “Habrían incautado marihuana en las cercanías del cadáver”, como si el dato sumara algo a los signos de violación, como si hubiera que recortar, otra vez, a esta víctima particular con esa nota de una acción clandestina y censurada de las otras víctimas y también de las sobrevivientes. Que en los momentos de dolor podemos creer que somos todas.
Todas las que no nos cuadramos.
Las que tampoco queremos una sobrevida sino una vida elegida, a la luz del día o al amparo de la noche, decidida, autónoma, hurgando en nuestros cuerpos los saberes que nos son negados, ahí donde anida el placer, el que conocemos y el que descubrimos, el que circula cuando otra mirada te sostiene y carga de poder los pasos que se dan en conjunto, con otras, con otros, en busca de lo que queremos y de lo que todavía no sabemos que queremos rasgando el cielo de las utopías y buscando el horizonte un poco más allá.
¿A quién clamamos cuando decimos Ni una menos? ¿A quién cuando se exige Ni una víctima más? Al Estado, sí, porque las herramientas son insuficientes para frenar la violencia si no se aplican desde la conciencia de que no hay crímenes aislados sino violencia machista. Si no se garantiza que cada mujer, en cualquier lugar del país, de cualquier clase o etnia tenga el derecho pleno a decidir sobre su cuerpo, si quiere tener hijxs, con quién, cuándo y cómo. Sin el derecho al aborto legal seguro y gratuito como la protección última de esas decisiones la autonomía está recortada y el mensaje es claro: nuestro cuerpo no nos pertenece completamente, se pretende tutelarnos.
El grito también moviliza una corriente interna en cada cuerpo que dice basta. Moviliza la memoria propia, la de las heridas, pero también la de las luchas compartidas. Si hoy hablamos de femicidio y esa categoría política está instalada con pocas discusiones es porque caminamos sobre la huella de otros pasos, los que se forjan en los Encuentros de Mujeres, en las discusiones feministas, en la rabiosa rebeldía de las mujeres trans, en los diálogos abiertos en torno a las ollas populares. Con esa memoria decimos basta, con el saber de esa memoria podemos decir ahora Ni una menos.
Contra el aislamiento que los violentos imponen a las mujeres a las que pretenden reducir a la condición de víctimas, tomamos las plazas públicas. Contra los discursos morales, exponemos nuestros placeres y la potencia de nuestros cuerpos. Contra el afán disciplinador, la rebeldía. Con quienes entienden este mensaje y con quienes se van sumando, salimos a la calle en nuestra propia defensa y en defensa de las que vendrán. Ni una víctima más. Basta de descontar cuerpos por la violencia femicida. Ni una menos.
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