A MANO ALZADA
Pruebas y simulacros
Por María Moreno
La materia llamada “campo de prisioneros” del curso de comandos del Ejército, cuyas imágenes fotográficas fueron difundidas, a modo de testimonio, la semana pasada, irrumpe en el pensamiento binario que suele ocupar el espacio de los derechos humanos. La existencia durante los gobiernos democráticos de víctimas de la tortura es clarísima a la hora de investigar y hacer justicia en comisarías, servicios penitenciarios y cárceles. Pero entre víctima y concursante en un entrenamiento militar de cuyos alcances se está informado de antemano, todo es diferencia. Aunque los aprendices de temerarios que se recibieron dando la última materia “campo de prisioneros” y aspirantes a cuadros represivos más o menos imbuidos por las lecturas del Manual del Aventurero de Rüdiger Nehberg que recita la Convención de Ginebra mientras instruye sobre cómo resistir a la tortura de acuerdo con los decálogos voluntaristas de la gurú new age Louise Hay (“Tal vez debes tener la filosofía de un yogui, que puede influir en el sistema nervioso vegetativo de su cuerpo”) o del Manual del aventurero, subtitulado El libro de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, que aconseja limpiar un hacha con arenisca a falta de piedra amoladora o informa que las armas de fuego “sudan” cuando pasan de un frío extremo al calor de un refugio, la hayan pasado mal. Y aun encuadrados en la categoría de concursantes voluntarios deben haber aprendido en carne propia la frase de Proust que dice que nada sucede como lo esperamos ni como lo tememos. Como en todo objeto de la tortura el terror puede dispararse entre el primer golpe con un caño de goma y la certeza de que habrá lo que la Escuela de las Américas llama “third degree”, que puede incluir el submarino y la picana. Y, al igual que los torturados no concursantes y que jamás podían haber confundido la tortura con una materia aunque se encontraran en la Escuela Mecánica de la Armada, saben que el dolor es tanto una experiencia individual cuyos umbrales son infinitamente variables como algo que se sustrae a la comunicación verbal. Pero su status es complejo en su condición de “voluntarios” y el suplicio se asimila más bien a un rito de iniciación o de pasaje.
Paradójicamente esta experiencia de entrenamiento desplaza al campo ético-político una limitada al privado mediante el contrato informal entre dos personas o entre un consumidor y una empresa, la práctica de S/M donde los códigos internacionales todavía debaten los derechos del esclavo a diseñar su propio flagelo para dejarlo en manos de otro. También porque entre el instructor que se siente grande porque soporta el sufrimiento ajeno –mientras intenta hacer ingresar a un nuevo miembro al Cuerpo del Arma– goza identificándose con el torturado al mismo tiempo que se escuda en un triunfo pedagógico. El concursante sabe que forma parte de un simulacro y su decisión sugiere que confía en la institución a la que aspira ingresar. En cambio, la víctima resiste ante un enemigo e ignora la duración de la tortura en el tiempo y en el espacio, lleva –en el caso de las de la última dictadura militar– la memoria de sus compañeros muertos o cuya suerte teme correr mientras sus certezas éticas y su coraje individual se despedazan cuando su entereza y silencio son castigados si el verdugo destruye su solidaridad castigando a otros (en la película Montoneros de Andrés Di Tella, un prisionero que se desempeña como electricista se niega a arreglar la picana: sus captores utilizarán un gas que imprime a la tortura un mayo riesgo de muerte). El concursante sólodebe saber la bolilla que se ha estudiado (detalles acerca del entrenamiento) y soportar que, hable o no hable, probablemente se lo someterá a tormentos en una suerte de budismo zen castrense. La víctima está sola ante un Estado terrorista, a merced del representante de una de sus fuerzas que le niega toda humanidad al mismo tiempo que la demoniza, perdido en oscuras fascinaciones que imprimen a la tortura un halo sagrado, mezcla de bacanal y de estado místico que en algunos casos incluyó la salvación-regeneración como ascesis delirante. El concursante, en cambio, forma parte de una práctica clandestina dentro de un Estado democrático. Dos comandos consultados por el diario Clarín no cuestionan el entrenamiento en sí. Uno de ellos lo considera inútil (¿para qué?). Otro quería una revancha por lo poco entrenado que se encontró en Malvinas y se queja de que en el entrenamiento recibido en Mazaruca, Entre Ríos, zona pantanosa símil Vietnam, se les diera como guión que era prisionero del ERP y Montoneros mientras que por los parlantes previos a la tortura se le pasaban discos tipo Qué culpa tiene el tomate.
El “campo de prisioneros”, aun en su cruenta rutina, sugiere un símil de historieta de la Escuela de las Américas que ahora se llama, con esa habilidad tan Pentágono para el eufemismo, Instituto del Hemisferio Occidental para Cooperación de Seguridad y que sugestivamente soltó a sus instructores por el Hemisferio Sur entre 1989 y 1991 –época en que el entrenamiento con tortura para comandos tenía vigencia en la Argentina–. Si no fuera por el horror de las fotografías, uno se imaginaría tanto en instructores como en concursantes locales tipos bizarros como el General González de Olmedo, con muchas lecturas de los fascículos sobre la guerra de Vietnam y el sueño de parecerse al especialista represor de La batalla de Argelia que tenía un estilo físico parecido al de Moshe Dayan.
¿Es el silencio de los concursantes el que permitió que sucesivos presidentes y ministros de Defensa no supieran nada o hubo un silencio tácito y común, que es el más eficaz puesto que es el que no deja pruebas? Y si la materia “campo de prisioneros” era rito de iniciación al mismo tiempo que sometimiento ciego a la institución y entrenamiento para la tortura de ambos lados de la pedagogía, también parece un perfeccionamiento de las condiciones psicológicas y éticas para enfrentarse a próximas víctimas, el de alguien que ha vivido lo que va a propinar y que ha invertido la Ley del Talión entregando su ojo y su diente para poder sacárselos al otro en una dudosa epifanía igualitaria. A fines de la Segunda Guerra Mundial la prensa exhibió fotografías que documentaban la experiencia de los campos de concentración nazis para que formaran parte de las pruebas en los juicios a los criminales y sus cómplices. Pero de ciertos campos, de los que había testimonios de sobrevivientes, no había registros gráficos y solían ser precisamente los de prácticas más inhumanas dentro de lo inhumano. Entonces los diarios utilizaron fotografías de otros campos para ilustrar los suplicios ocurridos en aquellos de los que no había imágenes. ¿No era ésta una verdad más radical que otra meramente fáctica? No tenemos imágenes de los suplicios sufridos por los NN en los campos de concentración de la Argentina. Paradójicamente, son hoy las fotografías de los concursantes y sus verdugos las que funcionan como testimonio: de lo que algunos de sus antecesores les hicieron a otros –por ser precisamente otros y por eso amenazantes–, hasta la aniquilación.