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El dorado es el color de los primeros soles de la primavera (no tanto el del verano, más parecido a una brasa de carbón en pleno apogeo), del trigo meciéndose en los campos y el pan asomando con tibieza provocadora del horno. Pero, sobre todo, dorado... el reflejo del oro cuando es apenas una tierna pepita pugnando por convertirse en un anillo delicioso, un brazalete digno de admiración o un dije –atención, lección número 1– capaz de lucirse el tiempo que sea necesario y quién sabe, tal vez, salvarnos de más de un apuro. Será por eso, y por esas gotitas de sabiduría casera que preconizan cómo al dinero le gusta ser convocado por más dinero, que el gran John Galliano, en la apertura de la temporada de desfiles de París, dejó con la boca abierta a cronistas y clientes con una colección de prendas para Christian Dior ¡absolutamente doradas! Porque los años cambiarán para el calendario y las agendas, pero el mundo de la moda, vamos, no tiene por qué atarse tan pero tan férreamente a eso y mandarse con novedades descocadas a cada rato, que tampoco la creatividad se anda regalando por ahí y mucho menos el buen gusto. El guardarropas primavera-verano del 2004 (y 2005 para nosotras, irredentas fashion victims sureñas) estará lleno de brillitos (¿dónde han visto Uds. un dorado opaco?), temas egipcios (se lleva Oriente Medio, al menos hasta que Bush termine de invadirlo), piel de cocodrilo y accesorios de metal (por ese asunto de la inseguridad y la defensa personal), todo, todo, todo embebido de abundancia bien doré. Quizás Ud., lectora desposeída, no sea una de las 300 mujeres que, en todo el mundo, disponen del dinero para pagarse uno de esos modelitos (con precios que llevan como seis cifras), pero bueno, vaya pensando qué tal le sentará esa pintura dorada en aerosol a las remeritas que compró en la liquidación del año pasado. ¡Anímese, convierta su opaca presencia en una purpurina viviente y sea feliz encadilando a colectiveros y taxistas a su paso! Después no digan que Las 12 no dignifica.