Viernes, 26 de junio de 2015 | Hoy
CINE I
En The Rewrite, dos grandes de la comedia romántica hollywoodense, como Hugh Grant y Marisa Tomei, demuestran que las arrugas también sirven para contar buenas historias.
Por Marina Yuszczuk
Desde aquel muchachito británico torpe y adorable que todos descubrimos en Cuatro bodas y un funeral –el que siempre era invitado a mirar cómo se casaban lxs otrxs, pero parecía más difícil que, tímido y balbuceante como era, concretara el romance con Andie McDowell– pasaron veinte años. Casi se podría decir que con Hugh Grant, o a través de él, se reinventó una variante para el héroe de comedia romántica (que ya habían practicado otros actores como Cary Grant en la comedia screwball de los ’30/’40) consistente en ejercer la postura tradicionalmente femenina de dejarse atrapar, de ser reacio por distracción a los avances de la compañera, antes que correr al final de la película para declararse a la chica. Después hubo más balbuceos, actuales y de época (como el Edward Ferrars pasado de almidón de Sensatez y sentimientos), y algunos papeles de villano o semivillano que sacaron un lado nada balbuceante y decididamente cínico, como el del jefe de Bridget Jones. Habrá sido esa misma combinación la que en los noventa lo metió en un escándalo por engañar a Liz Hurley con una prostituta que se llamaba Divine Brown: la policía los arrestó mientras ella se la chupaba por unos cuantos dólares, y la foto de la ficha policial se vio por todas partes. Frente a la noticia, el principal misterio para todo el mundo, que es más cínico que balbuceante, era por qué Hugh Grant le había metido los cuernos a una de las modelos más lindas con una prostituta negra.
Y después, aunque pudo reflotar su carrera y hacer clásicos del amor puro como Notting Hill, vinieron las arrugas. Cada vez más. La expresión de cansancio alrededor de los ojos. Las canas, o por lo menos ese color indefinido del pelo que ya pierde fuerzas. Un conjunto de rasgos que le borró por fin el aire adolescente de mejillas lisas consciente de su torpeza adorable y lo llevó a otro plano de “hombre con pasado”, o de fracasado que ya no espera nada pero encuentra algo. Con ese personaje Hugh Grant pudo protagonizar, junto a Drew Barrymore, una de las mejores comedias románticas de los últimos años en la que, además, los dos cantan. En Letra y música (2007) su personaje venía de una banda pop que había sido furor en los ochenta y después, como tantos furores, se había apagado, pero la posibilidad de volver a escribir una canción por encargo, y el encuentro con Drew, lo rescataban del tedio y las changas de mover las caderas ante cuarentonas nostálgicas. Del mismo director ahora se estrena The Rewrite, y el personaje de Grant no es muy distinto: guionista que tuvo un gran éxito hace quince años, con una película llamada Paradise Misplaced que en el afiche tiene plumas de ángel, nunca pudo volver a tener un hit en Hollywood, y los apremios económicos lo llevan a aceptar un puesto como profesor de guión en la Universidad de Binghamton.
El lugar es visiblemente feo y uno de los más lluviosos de Estados Unidos, pero también tiene un carrousell con mil lamparitas que Marisa Tomei –la más añosa de sus alumnas, tan luminosa que parece una flor en el desierto, de la que el personaje de Grant se burla todo lo que puede hasta que la espía bailando descalza– le hace conocer una noche. La película es un poco así: no tiene casi nada que se salga de lo previsible, fluye con comodidad, se ejecuta a la perfección y no sorprende nunca. Ese panorama parecería ser mediocremente gris, pero de repente todo se enciende porque una entiende que Hugh Grant se merece ser feliz, que Marisa Tomei, de un optimismo inexplicable, se merece ser feliz, y que si el mundo es tan feo como Binghamton más vale que ellxs estén juntos. Magia real, que es lo máximo que se le puede pedir a una comedia (además de un par de papeles preciosos de Allison Janney y J. K. Simmons), y que probablemente nadie pueda ejecutar tan bien como esa gente con arrugas.
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