Viernes, 17 de julio de 2015 | Hoy
CINE
En The Humbling, Al Pacino pisa la séptima década aferrándose a la vida de la mano de una joven enamorada que, a su vez, ama a las mujeres.
Por Marina Yuszczuk
El narrador de En busca del tiempo perdido tuvo a su gran amor en Albertina, una chica que se le apareció en la playa rodeada de otras muchachas y después, aunque nada en ella lo impresionaba demasiado, se fue individualizando hasta volverse imprescindible. Y la reciprocidad de Albertina no atenuaba ese dolor porque ella, aunque estuviera presa como un pájaro en la casa de su amante, guardaba un secreto que la volvía inalcanzable, la hacía partícipe de un mundo de misterios y perversiones que al escritor le estaba vedado: a Albertina también le gustaban las chicas. En uno de esos amores narcisistas que en realidad funcionan más como autoexploración que como descubrimiento de otro, Proust cifró en Albertina imaginaria eso que ya es casi un motivo, el del varón atraído por la lesbiana, que, más que la amenaza del abandono o del siempre esperable fin del amor, sufre la incapacidad de ser lo que ella más desea y está permanentemente amenazado por un mundo desconocido que parece mil veces más satisfactorio, más atractivo.
Algo similar, aunque en clave de comedia, es lo que le pasa al personaje de Al Pacino en The Humbling. Y también se trata de un amor que sirve como experiencia autoexploratoria, en este caso para un actor que a los 67 años se enfrenta, porque está cansando, con la posibilidad insidiosa de morirse. O dejar de trabajar, o dejar de amar, que se le aparecen como variantes graduales de lo mismo. Simon Axler es un actor especializado en Shakespeare –interpretado por Al Pacino en una versión si es posible más sobria y menos gritona– y la película lo presenta maquillándose frente a un espejo, a punto de salir a escena. Pero enseguida, por torpeza más que por estar compenetrado con el personaje, abre la puerta equivocada y termina afuera del teatro, discutiendo con el vigilante que no lo deja volver a pasar porque lo toma por un ciruja. De ese modo la película elige un tono para encarar su tema, y desdeña toda reverencia frente a una profesión que no por estar llena de poesía impide que los que la ejercen sean unos cretinos. Algo de eso es Simon cuando se reencuentra con la hija de una pareja de amigos, Pegeen, mil años más joven que él, chonga de jeans y camisa leñadora en la piel de la siempre infantil Greta Gerwig. Pegeen tuvo un metejón trascendental con Simon cuando era chica y ahora, como si se tratara de retomar esa fantasía de nena, no tarda en seducirlo.
El parece responder porque ella es mujer y porque él es un viejo al que probablemente nadie más besaría, pero esa relación casual no tarda en convertirse en algo mucho más complicado: Simon se desvive por Pegeen, le compra ropa de mujer, la cela y extraña, y al mismo tiempo el desfile de ex novias de ella que aparecen por la casa para psicopatearlo le anuncia que es sólo uno más en la lista de ex novios/as de la chica, con la única diferencia de que él es la pareja de turno. Con la misma certeza dolorosa de la pérdida que impulsa al narrador de Proust a cerrar el cerco alrededor de Albertine, Simon acepta lo inaceptable, les abre las puertas de su casa a ex novias, espera que ella termine de masturbarse al lado suyo cuando el cansancio lo deja fuera de juego y hasta fantasea con la posibilidad de darle un hijo que ella no quiere para nada. Pero como la realidad es menos shakespeareana que la fantasía del actor, en lugar de tener revelaciones terribles, Simon va descubriendo todo lo que implica ser un viejo. Philip Roth también era viejo cuando escribió la novela en que se basa la película, lo mismo que el director Barry Levinson, y The Humbling es un poco una manera agridulce de hacer las paces con esa situación, cuando incluso la presencia fugaz de una mujer joven no alcanza para disimular que uno ya casi no puede subir las escaleras para ir a dormir con ella.
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