Viernes, 17 de julio de 2015 | Hoy
EXPERIENCIAS
Miriam tiene 31 años y cuatro hijos. Con ellos de su mano terminó la secundaria gracias al plan Fines y se prepara para estudiar Abogacía. Ella es sobreviviente de la violencia machista, y si puede llamarse así es porque ha podido empoderarse en el encuentro con otros y otras en la Escuela Popular de Género que funciona en la Universidad de La Plata, alimentándose mutuamente la institución con las experiencias territoriales, construyendo nueva ciudadanía.
Por Florencia Abelleira
Calles de tierra, humedad en el aire, autos destartalados que adornan casas grises. En las periferias del barrio de Los Hornos de la ciudad de La Plata está atardeciendo y allí –como en los viejos tiempos– los niños sí juegan hasta cualquier hora en la vereda y andan en bicicleta con libertad.
En una de esas casas vive Miriam, de 31 años. Tiene un modo de hablar suave y pausado que no se condice con su rutina ajetreada: trabaja en una heladería tiempo completo, cuida sola a sus cuatro hijos y estudia para ingresar a la carrera de Abogacía. Pero ahora Miriam tiene paz.
–Yo sufrí la violencia de género, física y psicológica. Me junté muy de chica, a los 16 años, y a los meses me quedé embarazada. Estuve hasta los 29 con mi ex pareja.
Al martirio no le bastaron trece años. La palizas cesaron pero el tormento psicológico se profundizó. El ex marido de Miriam le mandaba mensajes amenazándola con quitarle a los chicos, con que era una mala madre, con que era una puta.
–En el momento en que yo me separo llamo a la policía. La semana anterior a eso me había dado la paliza de mi vida y yo empecé a hacer todo en silencio, obviamente con un miedo tremendo porque si me encontraba un papel del juzgado, ¡la paliza que me iba a comer!
Miriam se refriega las manos, delata el miedo que vivió. En las paredes de material revocado se empieza a sentir la noche y por una de las puertas aparece la hija menor con un perrito y una sonrisa idéntica a la suya.
–Andá al cuarto con tus hermanos. Tengo que hablar.
Miriam no deja de sonreír a pesar de su relato. Está curtida por la vida pero no se le nota en el rostro ni en el cuerpo. Es que su insistencia en que ella puede lograr lo que se propone es más fuerte. Terminó la secundaria gracias al programa Fines y ahora su meta es cursar una carrera universitaria.
–Fue muy enfermizo, porque yo me he querido matar. Las personas dicen “vos te querés matar por un macho”, pero no es por eso, es porque querés que esa situación se termine y no sabés cómo hacerlo. En mi caso, de toda la violencia que sufrí esos años nadie se enteró. Para mi familia yo era la loca celosa, porque él les decía eso.
Los años que vivió con su ex pareja, un integrante del servicio penitenciario, Miriam no era dueña de su persona, ni de su cuerpo, ni de sus ganas. Era una “negra villera”, como la llamaba él, que jamás salía de su casa, y si visitaba a las amigas era muy rara vez y en su compañía. Tampoco era dueña de sus hijos. Miriam tiene culpa de madre, desde el día en que su primer bebé no paraba de llorar y el remedio fue una cachetada. Ella tomó a su hijo, lo abrazó y comenzó a llorar con él, como si el dolor compartido aliviara las penas.
El sábado 8 de febrero de 2014, Miriam estaba en un aula de la Facultad de Periodismo de La Plata, en una de las clases de la Escuela Popular de Formación en Género (EPG), que funcionaba allí los sábados por la mañana. En los pasillos, el sol penetraba sin piedad por los ventanales, pero sus hijos no parecían sentir las gotas de sudor en sus cuerpos. Jugaban en la guardería con los hijos del resto de mujeres y hombres que asistían a la clase.
Los/las alumnos/as también se divertían. A Miriam le había tocado interpretar el papel de una esposa que no siempre quería tener relaciones sexuales con el marido. Un compañero actuaba como el esposo que llegaba a su casa a las dos de la mañana y no quería dormirse sin antes descargar sus testículos. Ella se negaba, pero el otro se ponía violento, y era mejor si accedía, así no le pegaba y despertaba a los nenes.
Cuando Miriam recuerda la actuación, lo narra entre carcajadas:
–Ahora me río, pero en esos momentos lo pasé muy mal.
El Consejo Nacional de las Mujeres, presidido por Mariana Gras, replicó experiencias similares en distintas provincias del país. La de la facultad es una iniciativa que impulsó la decana, Florencia Saintout, entre diciembre de 2013 y marzo de 2014, donde sábado por medio se reunían hombres y mujeres de distintos barrios para tener encuentros en los que escuchaban testimonios ajenos, exponían los propios y en donde profesores y alumnos capacitados en género les acercaban herramientas para trabajar contenidos vinculados a la salud sexual, al trabajo, a la familia, a la violencia de género e institucional.
Con la creación de estas escuelas, “cubrís dos cuestiones fundamentales: una es que hacés una universidad más popular, y otras es que las personas directamente involucradas con estas circunstancias tienen herramientas para enfrentar situaciones cotidianas, concretas y prácticas”, explica Carlos Leavi, secretario de Extensión de la Facultad de Periodismo de La Plata.
Este tipo de iniciativas se logra materializar a través de las decisiones políticas que se han llevado adelante a lo largo de estos doce años en materia de género. Si bien el Consejo Nacional de las Mujeres existe desde 1991, recién la gestión de Alicia Kirchner al frente del Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales –entidad que lo ampara– activó la implementación de políticas públicas puestas en la defensa y la promoción de los derechos de las mujeres.
“La experiencia de la Escuela Popular en Género en la facultad fue muy importante, ya se está planificando su continuidad, que comenzará entre abril y mayo de este año. Fue tan importante que el Consejo Nacional de las Mujeres propuso hacer un encuentro de docentes de todas las escuelas del país en la facultad. Eso ocurrió el sábado 28 de marzo. Se juntaron a planificar sus escuelas, a ver cómo le daban continuidad, qué cosas tener en cuenta, cómo desarrollarlas, cómo convocar, a quiénes”, cuenta Leavi. “La experiencia tanto de los docentes como de quienes han participado se siente en el cuerpo, se siente en el cotidiano, es una experiencia educativa transformadora. Claramente podemos hablar de una pedagogía transformadora.”
A unas pocas cuadras de la casa de Miriam funciona la unidad básica “La patria es el otro”, que se instaló en el barrio luego de la noche del 2 de abril de 2013, cuando la lluvia fue tanta que arrasó como nunca con la ciudad y, sobre todo, con los barrios más carenciados, que no tienen cloacas ni desagües. Allí se dictan las clases del Fines a las que asistía Miriam y también Celestina, su vecina, una ama de casa que trabaja por hora y también agarra cualquier changa que se le presente. Tiene 32 años, cuatro hijos y también quiere tener una profesión.
Sobre la falda de la mujer está Ambar, de un año y medio, juega a burbujear con el mate ya lavado.
–Cuando empecé a ir a la escuela dije: “No, ya basta, voy a hacer lo que siempre quise”, y lo tomé como eso, como la ayuda que me permitió terminar el Fines, hacer el curso de enfermería, anotarme en la capacitación de la Cruz Roja. Desde que hice el curso de género empezó el sí conmigo.
–Y, mi marido... Me decían: “Fijate los chicos”.
Como si por el solo hecho de nacer de una mujer, los hijos tuvieran que vivir amarrados a su cuerpo. El género femenino sufre constantes estigmas del “deber ser”. La mujer que tiene un plan sin sus hijos es abandónica. La madre tiene la mayor responsabilidad en el cuidado. El padre trabaja, por eso no tiene tiempo. Porque la mujer no trabaja, lo único que tiene que hacer es estar con sus hijos.
–Cuando hicimos el curso estábamos ayudando a una amiga mía –cuenta Miriam–. Ella no se terminó de separar nunca, le da terror pensar que, si se separa, el marido le haga algo. Piensa que mientras llama a la policía él le puede hacer cualquier cosa. Tiene una vida que sólo está para sus hijos y él se va a jugar a la pelota, se va acá, se va allá. Una vez que habíamos salido, a la vuelta fuimos a su casa y él estaba con una bolsa con la ropa de ella, la más vieja, y la ropa que él le había comprado se la quedaba él.
Para Miriam la Escuela le ayudó a conocer sus derechos. Ella se autoincrimina cuando se acuerda de por qué no le llevó los papeles al juez para que le concediera una orden de restricción para su ex marido.
–El juez me había pedido que llevara un papel para la restricción. En ese momento me parecía que si yo hacía eso iba a perder la poca plata que él me daba y que para mí era muy importante. El me manejaba, me decía: “Si vos hacés eso no te paso un peso”. Y eso fue por falta de conocimientos, porque es una obligación que me pase plata.
Miriam insiste continuamente con que quiere que sus amigas concurran a la Escuela Popular de Formación en Género. Quiere que otras facultades también tengan este tipo de capacitaciones. Quiere ayudar al que lo necesite. De hecho, uno de los objetivos por los que se inscribió fue para ayudar a cualquiera que en una charla le comentara alguna situación de desigualdad de género. Ella enfatiza que las mujeres no pueden liberarse por sí solas de las situaciones violentas. Una amiga suya estuvo interminables horas en los juzgados y comisarías aquella semana en que no aguantó más. Ahora ella quiere cambiar de rol.
–En mi caso, hoy por hoy, ayudo mucho a amigas que por ahí pasan estas situaciones a que reaccionen, que no es normal que alguien te grite, que no te deje salir, no te deje juntarte con tus amigas, no te deje ponerte una pollera porque si no sos una puta. Yo aprendí qué es lo que quiero para mí, que quiero estar con alguien que no me limite para ser yo misma.
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