Viernes, 21 de agosto de 2015 | Hoy
RESCATES
Camille Claudel 1864-1943
Por Marisa Avigliano
Partida en dos, mitad de uno, mitad de otro. Una par de tres para contar la vida de una mujer fragmentada. La hermana del poeta, la amante del escultor, dicen los libros y tardan en hablar de ella sin patrulla. Camille Claudel ya era escultora a los doce años cuando embarraba sus dedos y hacía calcos de cuerpos conocidos, centímetros de lodo para su hermanito Paul (el poeta) y para su criada Hélène. Después llegaron los maestros, después Rodin y después la tragedia. Fue esa historia de amor con el “primer escultor moderno” la epopeya que privilegiaron los biógrafos y el cuento que selló su heroísmo romántico, su arrebato y su vacío. Entonces Camille, la discípula que los libros apenas citaban, fue La femme en una obra de teatro de Anne Delbée y Jeanne Fayard; Isabelle Adjani en la pantalla (a Rodin le tocó su Depardieu) y nombre propio –con pocos renglones– en algunas historias del arte. El amor tortuoso empezaba a hablar de Camille. “Déjame descubrir tu trabajo”, le dice Rodin con los ojos cerrados mientras recorre con la yema de los dedos las figuras que Camille creó, “temes que te haya dejado atrás”, le responde ella, “no, que me hayas copiado”, cierra el hombre de barba larga y espesa. Una escena inventada para la butaca contaba la crónica de una verdad que sumaba acólitos fervientes que visitaban el museo Rodin sólo para encontrarse con Camille. ¿Cuántos talones, dedos y muecas que dicen Rodin fueron en verdad esculpidos por Camille? Había nacido cuatro años antes que su hermano Paul y después de la muerte de un primogénito. Su madre nunca la quiso y su padre –que sí– murió antes de dejarla protegida para siempre.En la mesa familiar la voz materna vocifera sin volumen su desprecio por esa hija que escucha, aguanta y espera que el susurro con su hermanito encienda las velas. En la casa los patines de tela lustran el piso en pasos que no se dan, se arrastran. Camille no tiene lugares seguros. Vive en la humedad del barro que espera amorfo en la batea ser otro. Su hermano y su amante se la disputaban, celos de amor, celos de belleza (Camille fotografiada daba hasta más bella –si eso es posible– que Adjani), una disputa en la que ella no ganaba jamás, ni siquiera cuando disfrutaba de las veladas simbolistas en casa de Mallarmé mientras Rodin la festejaba y su hermano se quedaba mudo mirando a Verlaine. Rodin nunca dejó a Rose Beuret (la madre de su único hijo) y Paul castigó el amor de su hermana por el escultor dejándola sola tan sola como pudo estar durante treinta años en el manicomio donde la encerró sin diagnóstico médico. Cuando murió nadie reclamó su cuerpo. Paul lo había prohibido. Escribió cartas, destrozó algunas de sus obras en especial las cabezas de niñxs que esculpió después de un aborto y del alejamiento definitivo de Rodin, confió en Debussy y lloró amor hasta que la creyeron loca y la confinaron: “Hoy hace catorce años que tuve la desagradable sorpresa de ver entrar en mi taller a dos esbirros armados de pies a cabeza, provistos de cascos y de botas, que amenazaban en todas direcciones”, escribió desde el manicomio recordando el primer día de encierro. El cine del siglo XXI volvió a rescatarla, esta vez Juliette Binoche dirigida por Bruno Dumont fue Camille desde el encierro. Tres días de los treinta años en una hora y treinta y siete minutos y con música de Bach.
En el esfuerzo de esculpir hay algo de caligrafía enorme y descomunal que Camille conocía desde el aliento. Fueron muchos años después de que la escultora en tiempos de Degas poblara el aire que Al Hirschfeld dijo no tan asombrosamente que la escultura es un dibujo que viaja en la oscuridad (o con el que una se tropieza cuando no hay luz). La obra de Camille nos augura tropiezos virtuosos.
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