Viernes, 8 de abril de 2005 | Hoy
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Por Marta Dillon
Andrea Darrosa pasó ocho años en cautiverio. Fueron ocho años que pasó, literalmente, desaparecida. A los 15 ya tenía una hija, la parió cuando su cuerpo todavía estaba transformándose, adquiriendo las curvas que distinguen a una joven de una niña. Entonces dejó la casa de sus padres, en Aristóbulo del Valle, Misiones y fue a lo de su hermano, apenas más cerca de la ciudad de Posadas, para poder criar a su beba a la vez que le daba una mano a su cuñada con el cuidado de los sobrinos. ¿Cuántos días pasó en esa casa? Andrea no se acuerda, en su declaración testimonial ante un juzgado tucumano dice que salió a comprar el pan y que ahí le dieron “un sopapo” que la tiró al piso. Que después le apoyaron la boca fría de un bufoso en la nuca y así viajó desde las tres de la tarde hasta una hora no determinada de la madrugada, tirada en el piso de un auto, ahogándose con sus lágrimas hasta que se quedó dormida. “Se turnaban para manejar, nunca pararon hasta llegar a La Rioja”, declaró a los 23 cuando fue liberada, cuando se rompió ese cerco de golpes, guardias, candados y miedos más difusos como dónde voy a ir si salgo de acá, quién me va a creer lo que pasa acá adentro. “Una vez –dice Andrea en su declaración– la vieja Liliana (Lidia Irma Medina, dueña del burdel El Desafío en la ciudad de La Rioja) se puso loca porque una brasilera le pidió su plata. Era negra, con trencitas largas, trabajaba en bikini blanca. Ella me conocía a mí porque había visto mi cara en las cajas de leche de Brasil. Porque mi familia me buscaba por ahí. Entonces como se puso loca la vieja la agarró del cogote a la brasilera y la empezó a zamarrear y la ahorcó, después la tiró de un segundo piso, pero la chica cayó muerta. Y después la vieja me agarró a mí me empujó sobre la escalera para que mirara y me dijo que eso me iba a pasar si yo abría la boca.” Lo que Andrea describe es una de las formas más clásicas del amedrentamiento: los castigos ejemplares. Igual que las ejecuciones públicas, estas acciones tienen menos que ver con quien muere en el acto que con los efectos que produce en quienes miran. Y lo cierto es que Andrea tenía miedo. Esa misma chica que en los medios riojanos se describió como alguien que disfrutaba de su “trabajo de prostituta”, que pasaba vacaciones en Mar del Plata junto a sus captores y adoraba la gran vida de la “plata fácil”, ahora no quiere salir de su pueblo, tan metido en el monte misionero que cada vez que necesita ir a hablar por teléfono tiene que matar un animal para pagar el viaje. O depender de que la vaya a buscar la policía, y eso para ella no es ninguna ventaja.
Andrea es una de las chicas rescatadas del circuito de esclavitud y explotación sexual que funciona a la vista de todos y todas aunque nadie lo ve. Andrea vio a Marita Verón, la joven desaparecida hace tres años y está segura de que la vendieron a España. Para ella no es una sorpresa hablar de comprar y vender refiriéndose a personas. En ese espacio creció y allí aprendió a sobrevivir y a resistir. De hecho, ella salió con vida de su cautiverio. Lo primero que hizo fue teñirse el pelo para devolverlo a su color original, ya no quería ser la rubia de permanente que se ve en la foto. Era una manera de recuperarse, al menos de separarse de esa otra que aprendió a obedecer, a complacer incluso, a costa de salvar su vida. Sin embargo las preguntas apuntaron contra ella: ¿Cómo es que no podía irse? ¿Por qué no le pedía ayuda a algún “cliente”? ¿Por qué no gritaba cuando la llevaban a la peluquería para que conservara el rubio de sus rulos? ¿Y si gritaba qué? ¿Quién le iba a creer, de todos modos, que esos tipos que la custodiaban en cada salida, que la mujer que le apretaba el brazo cuando caminaban a la peluquería y que había matado a una mujer con sus manos la tenían prisionera y esclavizada? ¿Acaso no estaban dudando en el momento mismo en que ella contaba su calvario? ¿Acaso no creía ella misma que su vida anterior, su vida infantil y hasta la hija que tuvo siendo adolescente estaban irremediablemente perdidas?
Que las personas, que las mujeres, se compran y venden suena demasiado a mito urbano como para creerlo en el primer acto. Hay innumerables testimonios sobre esta operación que se convirtió en el país –a la luz de las investigaciones oficiales– en absolutamente habitual. Y sin embargo cada vez que se cuenta, la sospecha, la duda sobre la veracidad de los testimonios son lugares comunes. Y es que es difícil de aceptar que haya desaparecidas, desaparecidas vivas y poniendo en práctica sus propias estrategias de resistencia en este mismo momento, en este mismo país que tardó casi una década en creer que el Estado se dedicaba al terrorismo en los años 70.
Las analogías son brutales pero inevitables. Conociendo la historia de estas chicas que soportaron el encierro y la explotación sexual y supieron cómo conservarse hasta que fueron liberadas o lograron escaparse –cinco adolescentes lo hicieron de un prostíbulo de La Rioja, cuatro de ellas fueron capturadas por la policía local y devueltas al burdel– es difícil no recordar a las mujeres que resistieron el encierro de la ESMA, haciendo estúpidos trabajos para sus captores, callando aun cuando estaban en libertad vigilada, trabajando en los puestos que los represores les asignaban. Fueron mujeres las que se animaron a contar los pormenores de esta forma de resistencia: Pilar Calveiro, Miriam Lewin –quien además investigó el caso de Marita Verón–, entre otras que se atrevieron a contestar lo que en este caso era políticamente incorrecto preguntar.
Ahora hablan otras. Las que pueden. Las que no han sido quebradas por años de encierro, las que consiguen quien las escuche sin juzgarlas, sin sospechar que tal vez ellas querían trabajar en prostitución y que estar desaparecida era tal vez unas vacaciones distintas a las de Europa de los militantes de los 70, pero a la vez parecidas. No es fácil creer que lo aberrante sucede, pero es menos fácil cerrar los sentidos frente a las innumerables pruebas que surgen de fuentes tan distintas como la organización Missing Children (ver pág. 14), el investigador del caso Verón o las mismas víctimas. Sobre todo porque en este momento, en este país, hay desaparecidas vivas que esperan ser encontradas.
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