Su prima ya le había hablado: que con su altura, que con su espalda y esas piernas torneadas era la persona perfecta. No dejaba demasiado dinero, pero se ganaba en consideración y hasta podía convertirse en una especie de líder, porque para esas tareas se requería a alguien que jugara en la proa. A veces, cuando la venia del humor le daba un respiro, le sonreía divertida al palabrerío. Pero no siempre amanecía a su favor, y en esas mañanas de mates interminables y acostumbrado desempleo meditaba que su altura, su espalda y esas piernas podían calzarse el personaje de mujer patovica.

“Personal de seguridad para extras nocturnas en discoteca”, leyó un lunes de pasada. Se asesoró con un conocido que trabajó en el métier durante cuatro años. “Nada del otro mundo –le respondió–. Como sos mujer, te van a mandar a los baños de las pibas, por si se arma algún quilombo entre ellas, si entra alguna con un chabón o por si están tomando algo, ¿me entendés? Y si el bardo es en la puerta o en algún sector del boliche, tus compañeros sacudirán un poco a los flacos y vos y alguna otra se encargarán de las minitas. El asunto es no mezclar y darle un corte más legal, ¿viste?, para que no haya reclamos con esa historia de las agresiones y el abuso sexual. Es meter un poquito de mano, nomás, para asustarlos.” Escuchó con atención, como si estuviera frente al profesor de una lengua inentendible y siniestra. Se encontró leyéndole los labios. Se imaginó palpando, al cacheo de axilas, agarrando mechones, forcejeándole a cuerpos que le eran amables, estimados, pares. Interiores como el suyo, ajenos a la naturaleza institucionalizada de los oficios violentos, que dan panes magros en extras nocturnas. “El asunto es no mezclar”, se dijo, y decidió mirarse al espejo largamente, para espantar a ese demonio disfrazado de trabajo.