Viernes, 25 de enero de 2008 | Hoy
LA VENTA EN LOS OJOS
Por Luciana Peker
Depilarse es ingrato. Definitivamente, la depilación definitiva ni siquiera es un tirón y cuenta nueva. Es una inversión digna de alguien que tiene plata para tirarse de los pelos. En cambio, depilarse con el derramamiento de cera española, negra o a la miel es estirarse en una camilla para que te estiren, para que te doblen, te den vuelta, te abran las piernas y te embadurnen de la margarita que no se deshoja, que hace arder, gritar y cachetear el cuerpo que siempre quema, aunque te pregunten “¿está bien de temperatura?” Pero no hay respuesta posible. Es una de las crueldades más injustificables de la modernidad. Y, a la vez, encarna una de las rebeldías con menos audaces dispuestas a cruzar el río de cruzarse de piernas con pelos a la vista. O al tacto. Las que no pueden tolerar arrollarse entre tirones, entregadas a mujeres que cultivan la sapiencia de sacar una media pierna de un tirón –peor es multiplicar el tirón en infinitos tironcitos–, las que no esbozan prestar su bozo a la caldera ardiente de la inquisición de las velludas son muy pocas. Menos, las que se atreven al estilo –mito, realidad, o pelos rubios– europeo.
Por eso, ahora Gilette inventó la Gilette rosa –Gilette, pero de chicas– que tiene a Eugenia Tobal y a otras mujeres de distintas generaciones –del estilete mujer bonita de la tele– mostrando las piernas. Aunque la Gilette no navajea rosa, sino pelos que crecen cada vez más empinados y espinado. Incluso, al tacto varonil, más dispuesto –en general– a asustarse de una mujer con raíces. La otra opción es la epilady en sus diez versiones nuevas que, aunque prometan masajes amortiguadores, siguen siendo una aspiradora cochina que multiplica en tiempo y electricidad el pavor de ser –y pior parecer– peluda.
Sin embargo, es curioso que justo ahora que –parece– las mujeres estamos en pleno vuelo de librarnos de ataduras la depilación avanza devorando nuestros suaves vestidos de entrepiernas. Las revistas eróticas muestran que la moda es mostrar vulvas depiladas. Totalmente. Allá donde las hojas pueden mostrar fotos que muestren algo más que lo que muestran las revistas o los programas para toda la familia –tetas o culos– las fotos muestran –ahora– a mujeres deshojadas. Tal vez es por hacer más explícito lo explícito o porque se vea bien –sin los nubarrones negros del vello– eso que, todavía, se supone, casi como la mítica idea de triángulo, pertenece a la intimidad.. La vulva conserva un dote presuntamente personal y pudoroso. ¿Qué es exactamente desnudarlo? O, mejor dicho, tironearlo, desvellarlo, recortarlo. “Ahora sí van a notar tus cambios”, publicitó Philips, en alianza con la marca de ropa interior Selú, una nueva depiladora –promocionada con el poder de recortar los pelitos como un jardín de invierno– como ya hizo Gucci pautando una G allá donde se supone comienza el punto G del placer de las mujeres. ¿Qué es desnudarse hasta que te miren? ¿Es liberarse de los tapujos del propio cuerpo? ¿O desmontarse hasta que la publicidad encienda la idea de que la seducción se consigue a tirones, aun ahí, a donde en los ‘60 el placer revolucionó todo y hoy la publicidad también llega con su sello? ¿A innovar o a seriar la puerta del goce?
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