La ciencia ficción puede desplazarse con facilidad hacia donde quiera. Eso lo sabe bien Ana María Shua, escritora prolífica que tiene cuentos como “Viajando se conoce gente”, donde Marga Lowental Sub-Saporiti recorre el hiperespacio e incluso se ve deliciosamente envuelta en una orgía con extraterrestres (y extraterrestras). En ese tránsito, la autora también indaga lo onírico, como es el caso de los microrrelatos de La sueñera, que tuvieron su primera edición en Minotauro, en 1987. Y para desconcertar a cualquier purismo, Shua puede también construir una fábula distópica a partir de un fenómeno real. En El peso de la tentación, la protagonista es Marina, una chica obesa que ingresa en un centro de rehabilitación peligrosamente carcelario en un tiempo difuso, lejano pero no tanto. “Me interesa trabajar con el futuro pero no con asuntos tecnológicos. La ciencia ficción quedó atrás en ese sentido. Ahora leemos cuentos de coches que vuelan y nos dan risa: lo que vuela es la información y ahí hay una clave para buscar historias”, apunta. Es decir, que lo onírico y lo real terminan siendo puntos nada distantes.

Ariadna Castellarnau trabajó en ese borde para producir un efecto de extrañamiento en su novela Quema, editada el año pasado. Esta catalana que hace años vive en Argentina, cuenta: “Acababa de ser madre muy lejos de mi país, me sentía desplazada, a la deriva. Por si fuera poco, muchos de mis amigos en España la estaban pasando mal con la crisis económica. Con esos sentimientos fueron llegando las historias que conforman esta novela”. Y agrega: “Después me di cuenta de que me había salido un texto muy matriarcal, por decirlo de algún modo. El mundo de Quema está arrasado pero las mujeres tienen la posibilidad de reconstruirse a sí mismas fuera de los roles tradicionalmente asignados por la sociedad. Son ellas las que trabajan la tierra, las que proveen a su descendencia, las que toman decisiones fuertes”.