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Viernes, 18 de febrero de 2005

El filo de las palabras

Acercarse a Yesica es como intentar repetir las piruetas de un barrilete en el viento. Ni el chancleteo de sus sandalias celestes, ni la parada de mina desafiante, ni siquiera la desmesura de su voz alcanzan para predecir las frases que lanza como cuchillos, ni la caída de sus ojos toda vez que menciona a su pequeña hija o a las marcas en sus brazos.

“Porque yo antes me lastimaba, ¿ves? Me la agarraba conmigo o con los demás; era como que necesitaba hacer daño a algo, a alguien, y ese alguien muchas veces era yo. A lo mejor me drogaba para olvidarme de todo, pero al otro día tenía los problemas de vuelta. En cambio ahora, cuando me levanto mal, en vez de cortarme me desahogo escribiendo, estoy sacando cosas de mi pasado en un libro que escribo sobre mi vida. Creo que todavía tengo inteligencia y eso de algo me va a ayudar.”

A diferencia de la mayoría de sus compañeros, “La Yesi” no es hija de la isla, aunque buena parte de su historia esté cruzada por ese pedazo de tierra. El recuerdo lineal la ubica en una casa de Sarandí, con hermanos corriéndose entre juegos, padres con la presencia del que ama a sus hijos, la escuela, el vóley, los cursos de idioma. “Hasta que murió mi papá, cuando yo tenía cuatro años.” Y el relato de mediodía, a sol rajante en el club 3 de Febrero, convierte sus 18 años en un álbum desordenado. “Me acuerdo de mi papá en el cajón y en el entierro. De mamá, que volvió a estar en pareja y yo no lo quería, porque ocupaba el lugar de mi papá. Además, él le pegaba y yo lo veía. Me acuerdo del día en que descubrí que mi mamá robaba, lo mal que me sentí, no podía creerlo. Dejé todo, me fui de Sarandí, empecé otra vida.”

Hasta que la Asociación Miguel Bru hizo pie en la isla Maciel, Yesica vivió bajo el imperio de sus impulsos, aquellos que infinitas veces la empujaron a rozarse con drogas duras en compañías impiadosas de pibes que, al tiempo de atravesarle el corazón, le cruzaban una trompada en medio de la frente. “Mis novios... Más vale que me enamoraba. El primero fue a los 13 años y estuvimos juntados hasta los 16; se llamaba Andrés y le decían El Gula. Con él perdí tres hijos; dos porque me pegaba y el tercero porque me dijeron que tenía el útero débil. Después vino el papá de mi hija, que nació de seis meses porque él me pegó mal.” Pidió auxilio a su comadre, Carmen, para que la acompañara hasta el Hospital Argerich, porque sus piernas no tenían resto para trasladarla. “Creí que me moría y ahí la tuve a Milagros, seismesina de 960 gramos.”

La nena de sus ojos, la chiquita que dos años después de aquel 30 de diciembre de infierno la mira como si quisiera beberse cada gesto de su madre, nació al cabo de una noche de contracciones que ovillaban a Yesica en posición cucharita, temblando de dolor e incertidumbre porque a esa altura ya nada estaba saliendo bien. “Tengo muy presente dos momentos de cuando me llevaron a la sala de partos y empecé a pujar: el primero, gritando de dolor; el segundo, llorando de emoción porque parí y porque las dos estábamos vivas.” La llegada de Milagros se convirtió en el indicio más claro de que no podía seguir dilatando la posibilidad de rescatarse, aun cuando se lo prometía a sí misma cada vez que lograba eludirle la encerrona a un patrullero o caminaba al filo de su propio barrio y salía indemne, por “pelaje” y por respeto ganado. Yesica Baez, ese nombre trazado en demasiadas paredes de la isla, siguió refugiándose como hizo desde siempre en su abuela (“mi mamá. La llamo así porque prácticamente me crié con ella y hasta hoy seguimos juntas”), acordó una mejor vida para Milagros (que por estos días vive con una tía), barajó y dio de nuevo. Del mazo descartó aquellas cartas que le recordaban las palizas de su ex, otro jugador a dos puntas entre ella y su hermana (“que también quedó embarazada de él”), los desmadres entre la bajada del puentey la YPF, la arenga permanente de algunos amigos “para ir a bardear” y ese aburrimiento no perecedero, que se aplasta sobre la piel.

“Estoy en pareja de nuevo y él está muy impresionado con lo que ve en mí. El otro día me dijo que ahora sí soy una verdadera mujer, porque me parece que yo antes actuaba muy marimacho. Pensar que cuando vivía en Sarandí era refifí y hasta participé en un desfile de modelos, porque decían que me daban el físico y la altura. Creo que hasta hace poco estuve clavada en mi infancia y ahora vivo mi adolescencia.” Por lo pronto, eligió reconstruirse desde las palabras y el texto, los sitios donde se encuentra mejor parada, “entonces puedo escribir las cosas que siento, los enojos o las tristezas, o poner en el papel cómo es un día en mi vida, cómo me levanto a la mañana, ayudo a limpiar la casa a mi abuela, y después me pongo a leer”. El libro de Neruda que le dio su profesora del taller de periodismo, María Eugenia Ludueña, es uno de esos puntos de fuga y encuentro. “Y empiezo a pensar, me inspiro en lo que leo y después escribo” poesías, el terreno más prolífico (“tengo cualquier cantidad, las escribía desde chiquita, me dijeron que lo hago bien”), el presente que le cuadra a cada hora y el pasado de pincelada gruesa.

“Ojalá que todo esto me sirva para algo, porque el día de mañana, cuando mi hija sea grande y lea lo que yo escribo se va a poner contenta. No quiero que me haga lo que yo le hice a mi mamá, ella me dio todo y yo hice cualquiera, y sé que eso no está bien. Ahora mi mamá está presa, pero quiero que en abril, cuando salga, vea que de algo sirvió todo lo que hizo por mí, que soy una persona en la que se puede creer, que soy capaz de ser alguien en la vida. Y ése es hoy mi orden de prioridades: primero mi hija, después mi mamá y por último yo. Pero las tres juntas, eso es lo que quiero.”

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