Viernes, 19 de agosto de 2005 | Hoy
INéS CAMINOS. HOSPITAL ARGERICH
Por Roxana Sandá
Partiendo de Ameghino, un pueblo de seis mil habitantes y a 450 kilómetros de Buenos Aires, a Inés Caminos se le pegaron las dudas de qué hacer con el papel que certificaba su título secundario y la certeza de querer “ayudar a la gente de algún modo, aunque no supiera cómo”. El amor al arte, como le gusta referirse “al complejo arte de cuidar” –como debería revelarse la enfermería, según definición propia–, la ubicó en el vendaval de lo que significa “alcanzar objetivos” en el área de salud y sobre todo en la “enfermería universitaria”, un punto indeclinable de su autorretrato.
“La” Caminos se recibió de aquello que muchos no alcanzan a comprender por qué se estudia si se tiene la posibilidad educativa, económica y social de encarar derecho viejo con medicina. “Durante mucho tiempo me la pasé explicándoles a mi familia y a mis amigos que no quería ser médica sino enfermera, que una profesión no tenía nada que ver con la otra. Me di cuenta de que había elegido una carrera si querés ordinaria, pero sobre la que se tejen tantos mitos que espanta.”
Al padre, comisionado de hacienda, y a la madre, directora de la escuela especial de Ame- ghino, les costó un poco; no tanto la distancia inevitable con la menor de sus tres hijas sino el aprendizaje de observar a “esa chica que está para más” limpiando fluidos y sudores con dedicación religiosa.
En plena cursada de su licenciatura y atravesando el segundo de tres años de residencia en el área de emergencias y cuidados críticos del Hospital Argerich, ensaya perpetuar la experiencia diaria “con el resto de mis compañeros. Somos un grupo reducido: ocho personas discutiendo cada paso dado y a los gritos si fuera necesario, porque nos gana la misma pasión aunque nos diferencien realidades tan opuestas desde la edad, porque tengo 24 años y el resto oscila entre 40 y 45; las necesidades básicas, los hijos y el presente que atraviesan mis compañeras como sostenes de familia. Pero supongo que el sacrificio vale la pena para todas y en algún lugar de nuestro espíritu se sentirá esa compensación porque, y aquí el dato más interesante, en enfermería la residencia no es obligatoria”.
En emergencias y cuidados críticos las urgencias son recurrentes, y sus víctimas, retazos de la población más golpeada, superan la veintena diaria “entre los que ingresan al shock room”, desbordado a veces por diez camas calientes, el “quirofanito” por donde es habitual que pasen los politraumatizados y los espacios de terapia intensiva ocupados hasta con tres pacientes a un tiempo. “Los que trabajamos en salud tenemos un ropaje especial para que no se nos pegue el sufrimiento ajeno, pero desde mi primer día como residente me conmueven los que nosotros llamamos politraumatizados y son los pibes que tuvieron un accidente con la moto. Son muy jóvenes, por supuesto no usan casco ni toman conciencia de esa necesidad y llegan a la sala con un hilo de vida. Me genera tanta impotencia que se te vayan de las manos, tanta bronca.”
Pero al cabo, si en la balanza logró imponerse la vida, esos cuerpos y esas pieles semejan “territorios” que esgrime para algunas defensas particulares. El año próximo, cuando obtenga su licenciatura y concluya la residencia, probablemente ahonde su teoría acerca de las licenciadas en enfermería y su oficio terrestre, “que no es más que reivindicar cada una de las tareas que el imaginario social deposita sobre la función a cumplir de una enfermera y aquellas que marca la tendencia más actual en cuanto a que la auxiliar en enfermería es la que limpia trastes y baña, y la licenciada escribe, sugiere o indica. Y yo estudié enfermería para estar con el paciente en todo momento, porque es de la única manera que podés establecer una verdadera comunicación”.
Sin exagerar, en Inés buena parte de la vocación corre a través de sus manos en el contacto íntimo del acto de bañar a los pacientes. “Es brindarles cuidado y respeto desde lo físico, en ese momento tan especial de desnudez frente a una extraña, casi diría de pérdida de dignidad; no se trata sólo de la higiene corporal. Al deslizar las palmas de las manos sobre ese cuerpo también estás evaluando la integridad de la piel, la capacidad de respuesta del otro, descubrís sus zonas sensibles al dolor y utilizás ese momento de intimidad para que esa persona pueda confiar en vos. Creo en lo sensorial como vía de recuperación y en el paciente como sujeto prioritario.”
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