Todavía, en nuestra cultura, los hijos son más de la madre que del padre (y mucho debe tener que ver la confusión-fusión que los paradigmas de género establecen entre feminidad y maternidad). En todo caso, los mandatos siguen diciendo (de manera más sofisticada) que las mayores responsabilidades en crianza, cuidado de la salud, alimentación, educación y apoyo emocional son de la madre, mientras que en el área del padre caen las responsabilidades económicas, sociales y de protección.

Por eso, cuando ellos hacen algo que no es habitual o no consideran “natural” de su función, sobredimensionan la percepción de esa acción. La madre los lleva siempre al médico y para ella no es novedad. El los lleva una vez y eso tiene, desde su perspectiva, una enorme resonancia. Pero lo cierto es que las salas de espera de los pediatras y odontopediatras están llenas de mamás y se ven muy poco (y a menudo incómodos) papás. Por otro lado, los hombres juegan con sus hijos mucho menos de lo que les gustaría si no estuvieran encarcelados en sus “deberes” laborales, sociales y productivos. Por eso, siempre les parece poco (a los que son padres conscientes) el tiempo que juegan con ellos.

Sin embargo, el mínimo cambio que un varón introduce en su vivencia como padre respecto de su experiencia como hijo es para él muy importante y mucho más costoso de lo que las mujeres creen. Las mujeres acostumbradas (y a menudo obligadas) a hacerse cargo de toda la crianza no comprenden el valor que los hombres dan a ciertos cambios que, en la necesidad y en la expectativa de ellas, deberían ser más rápidos, más profundos y más dramáticos. Las respuestas de la encuesta son coherentes con lo que es hoy la figura del padre en la sociedad: una silueta difusa, temerosa, ausente como guía en las transiciones, más un seguidor que un líder. Es una figura en crisis.